"El lenguaje no sirve a la verdad"


El autor vasco publica su nueva novela, 'Siete casas en Francia' | La historia se centra en un pequeño puesto avanzado del ejército belga en la aldea ribereña de Yangambi | "La retórica del explorador es el armiño de la esposa del soldado imperial", dice



"El lenguaje no sirve a la verdad"
Bernardo Atxaga ha abandonado el laberinto vasco, en sentido literal y literario. Alejado de los valles vascones, su literatura ha arribado a los albores del siglo XX, la centuria en la que se consumaría un inesperado y colosal naufragio moral de la civilización occidental. Desde las colonias belgas del Congo, bajo la tutela omnisciente de Leopoldo II de Bélgica, el relato de Siete casas en Francia (Alfaguara) se centra en un pequeño puesto avanzado del ejército belga en la aldea ribereña de Yangambi y en los sucesos que desencadena la llegada de un taciturno soldado, excelente tirador, llamado Chrysostome Liège. Se muestra locuaz para hablar de su novela, y a la vez intensamente introspectivo, como si las respuestas, a la manera de la mayéutica, habitasen en algún aprisco interior.

Ha abandonado el imaginario vasco porque no tenía más que decir, pero, ¿por qué eligió acercarse al relato aventurero?
Necesitaba una suerte de narración que actuase como parabrisas, en el sentido en que debía cerrar el campo y a la vez dejara ver lo que hay detrás, funcionando como una apelación a lo que ocurre en el mundo. He acudido mucho al Jonathan Swift de Los viajes de Gulliver,y también a textos de Voltaire. Pero los temas que quería abordar no podían tratarse sin una doble lectura y no quería plantear una alegoría tan clara, tan ejemplar, más exactamente dicho. Quería que fuera más viva, que los personajes no fueran una mera encarnación de ideas. Como decía Flannery O´Connor, tienen que estar vivos. Ese es mi trabajo, hacerlos vivos, y eso he intentado.

¿Está satisfecho?

Por ejemplo, el personaje del oficial Donatien [ asistente del general Lalande Biran, al mando de la estación militar], y las situaciones que se relatan remiten al mundo: allá donde hay un ejército destacado hay violaciones, no importa cómo se llame el lugar o el ejército. Y casi sin darme cuenta, topé con el género de aventuras. La epopeya es el relato de los triunfantes cuando hablan en tono mayor, los vencedores hablando de los poderosos. La aventura es género menor, el de los triunfantes cuando hablan de los pobres. A ese género yo le he quitado la música de violines, le quito la reverb [ efecto de posproducción musical que crea un eco similar al de una sala de conciertos], como dicen los músicos, y al hacerlo sale algo siniestro, una sombra non grata.

Se ha cuidado mucho de no hacer un relato moral ni tratar de causar espanto. Usa la elipsis, como si quisiera dar los ingredientes para que el lector se cocinara su propio horror.

Esto viene de una crisis anterior. Sufrí una crisis total, a propósito del Gernika de Picasso y un texto, que me habían pedido, porque el tono de denuncia, el lamento o la elegía han perdido su significado. Si hubiera podido habría impedido su publicación. Me obsesioné con quitar el subrayado y dejar el vacío. Ese vacío, ese silencio es el que espero que provoque la detención del lector en muchas partes de la novela. Mi trabajo con esta novela era luchar con una distorsión constante del lenguaje. Revisaba el texto continuamente y tachaba una y otra vez, no podía haber nada elegíaco. Todo tenía que ser distorsión o silencio, y remitir a lo cercano.

Y tampoco da voz a las víctimas. El papel de los indígenas africanos en su novela es mero atrezzo, como en las películas antiguas de exploradores.

Exacto, atrezzo. Y esto tiene que ver con los vascos. Las víctimas son atrezzo, se nombran de paso.

Ese es el lugar de las víctimas en el País Vasco, y tiene que ver con esa crisis del lenguaje. Mire, escribí la letra para una canción en la que describía a un hombre en un bar de Bilbao tomándose un coñac, y traducía sus pensamientos. Me di cuenta de que había caído en la mentira de la literatura, la mentira de traducir los pensamientos.

El hombre deshumanizado en la selva remite directamente a Conrad.

No creo que mi libro esté muy cerca de Joseph Conrad.

Pero si uno resume el tema de la novela para explicárselo a alguien, le vendrá Conrad a la cabeza de inmediato.

Cierto, pero en el relato de Joseph Conrad hay una acumulación para ir acercándose al personaje de Kurtz, el malvado, no hay ironía… Hoy escribir así es imposible, el lenguaje está maleado. Quizá mi texto esté más cerca de André Gide, en este sentido.

Es chocante el papel de la mujer del capitán Lalande Biran, quien, desde Europa, escribe presionándole para que consiga más marfil y caoba, ajena al esfuerzo de él y a las atrocidades que comete.

Son los ojos que miran desde Europa: el no ver es insensibilidad. Por eso existe esa retórica del soneto del explorador que, al caso, es un equivalente del armiño que viste la mujer del militar.

El mundo es más transparente hoy: Abu Graib o Guantánamo... Estamos menos ciegos.

Estoy de acuerdo, pero lo que ocurre es que hay una especie de trampa, que es el lenguaje. Y las imágenes son lenguaje. Y el lenguaje, las palabras, no son buenas reveladoras de la verdad. Para que vuelvan a decir algo hay que barrer. Recuerdo haber oído en un noticiero: "También este año las personas sin recursos pueden disfrutar la cena de Navidad en los albergues municipales". ¡Es una frase llena de ideología! Por eso le decía antes que es difícil la denuncia cuando hay tanta ideología en el lenguaje, tanta marca. Hablar de algo no garantiza nada. Es como el verso de Rilke: la pura luz ciega.

Martes, 14 de Abril 2009
La Vanguardia, Barcelona, España
           


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