Gobierno y narco nos acechan, y hay redacciones infiltradas: Valdez


México. - Culiacán, Sinaloa. La verdad sea dicha, propone el periodista sinaloense Javier Valdez. “A los periodistas no les gusta practicar la autocrítica. Porque no es fácil”. Y esa es, precisamente, la apuesta de su libro “Narcoperiodismo, la prensa en medio del crimen y la denuncia”.



Javier Valdez
Javier Valdez

El corresponsal de La Jornada en Culiacán desde hace 17 años sostiene que su más reciente título –el último de una lista de obras publicadas que incluye Huérfanos del Narco, Los Morros del Narco, Miss narco, Con una granada en la boca– trata precisamente de “esa preocupación de mirarnos de frente, hacia adentro. No hablamos solo de narcotráfico, una de nuestras acechanzas más feroces. Hablamos también de cómo nos acecha el gobierno. De cómo vivimos en una redacción infiltrada por el narco, al lado de algún compañero en quien no puedes confiar porque quizá sea el que pasa informes al gobierno o los delincuentes. Señalamos también a los empresarios, a los dueños y ejecutivos de los medios, que priorizan el negocio, que están más preocupados por la ganancia que por contar la historia de lo que está pasando en nuestro país, o de lo que pueda pasarles a sus reporteros, a sus empleados”.

Culichi por los cuatro costados, Valdez ahora traspasa la frontera de ese estado con once ríos –de ahí el nombre del multipremiado periódico Río Doce que fundó junto con Ismael Bojórquez y otros profesionales hace 13 años– para indagar sobre el estado de salud del periodismo en la franja Norte, de costa a costa.

Y en su búsqueda encuentra cosas como el panochón, que significa en el habla del hampa un reportero a quien los delincuentes ubican, amenazas y utilizan. “Puede convertirse en dedo de la maña (persona que delata). Puede recibir llamaditas del jefe (regaños del líder de la plaza). Puede ser castigado con manitas (cachetadas), tablazos en la espalda y nalgas, tijera (corte de extremidades) fogones (quemaduras) o piso (asesinato).

Advierte de entrada: “Lo que aquí narro es real. Ha ocurrido en algunos lugares de México, en varias ciudades de diversos estados, en diferentes momentos”.

Crecer en Culiacán

Javier Valdez, 49 años, creció en el viejo barrio Rosales, de Culiacán; calles sin pavimentar y predios que en su niñez fungían como canchas de béisbol. Cuenta que siempre fue consciente de una línea invisible que dividía irremediablemente a familias comunes y corrientes, como la suya, y “los otros”, los gomeros, serranos hoscos, todavía muy pocos, que bajaban de la montaña con la pasta de opio y se quedaban a vivir en la capital sinaloense, pero sin integrarse jamás con sus vecinos. Eran los setenta.

Esos forasteros rudos fueron sustituidos hacia sus años de adolescencia por otros vecinos, verdaderos villanos dignos de escalofrío. Valdez tiene vivo el recuerdo de uno de esos: un tipo violento, que andaba por sus rumbos con una UZI 9 mm terciada y mataba gatos y perros a su paso. Era policía y también narcotraficante, y todos sus vecinos lo sabían. Ahora está en la cárcel. Los niños de entonces ya empezaban a distinguir el miedo como compañero cotidiano.

Cuando cumplió 20 años y empezó sus pininos en el periodismo, esa línea invisible volvió a trastocarse. A los narcos del barrio ya se les empezó a reconocer como eso, como narcos. Y empezaron a ejercer entre los jóvenes cierta atracción fatal. “Empezaba ese coqueteo, ese guiño de la sociedad culichi hacia los narcotraficantes y la convivencia ya no podía deslindarse, ya estábamos con ellos. Ya eran parte de nuestra vida”.

Entonces tuvo su primera experiencia amarga: “Era muy morro y trabajaba en una marisquería. Uno de esos cabrones, un bato de sombrero, botas, cinturón piteado, quería que le citara con engaños a una jovencita porque le gustaba. Me amenazó con que si no lo hacía me iba a matar. Yo le platiqué a los dueños. Me dijeron que no me preocupara, que no iba a pasar nada. Y no pasó. Pero ahí conocí el abuso, no sólo contra mí sino contra la muchacha esa. Y me percaté que yo, frente a una situación de abuso, brinco, me encabrono, me dan ganas de correr y contárselo a alguien. Pero también me di cuenta que no todos reaccionan así, a muchos les vale”.

De ahí su salto al periodismo. La ocasión se le presentó con una plaza que se abrió en el Canal tres, local. Y luego un periódico que ya desapareció, donde publicaba una columna, Con sabor a asfalto, que narraba historias de la ciudad, de lo colectivo, con la gente como el centro de todo. Y luego su paso por el Noroeste.

–A los periodistas de esta generación, en otros estados, tener que cubrir la violencia que se desató en el sexenio de Felipe Calderón les agarró de sorpresa. Nadie estaba preparado para esto. A diferencia de ustedes, los sinaloenses…–

–En parte es cierto. Hablar de Culiacán de los años ochenta, noventa, era hablar de una ciudad donde se ametrallaba a un cortejo en pleno entierro; donde había vendettas entre bandas de narcos. No sabíamos qué era una AK-47 ni mentábamos a los cuernos de chivo, pero sí veíamos cotidianamente las metralletas. Con todo, cuando Calderón detonó su absurda guerra descubrimos que tampoco nosotros estábamos preparados para narrar la maldad. Aprendimos a punta de chingadazos que no bastaba contar los muertos; había que contar sus vidas, sus amoríos, sus sueños; escribir también desde la perspectiva del gatillero, del delincuente, de la enfermedad que todo esto estaba provocando a la sociedad.

“Eso es lo que intenté hacer en mi columna Malayerba, que todavía se publica en Río Doce. Pero cuando la violencia se disparó, la realidad nos rebasó. Contar esas historias de lo que pasaba en las calles ya no fue suficiente. Nada tenía que ver con lo que estaba pasando, esa psicosis, ese terror. Sabernos rebasados nos golpeó mucho.

“A eso súmale que con cada nota teníamos que medir el riesgo. Lo bueno es que Río Doce tiene una redacción muy viva, donde nos tenemos confianza, donde todo lo discutimos, donde hay crítica, autocrítica y reflexión. En una ocasión nuestro director Ismael Bojórquez dijo que más del setenta por ciento de la información que teníamos no se publicaba. Hemos aprendido a hacer periodismo así.

“De pronto, cuando estás más clavado con una cobertura y su seguimiento, llega alguien y nos dice, ‘ya bájenle’. Puede ser una amenaza, puede que sea gente preocupada por nosotros. De cualquier modo nosotros frenamos. En 2009 nos aventaron una granada a las instalaciones, sólo provocó daños materiales. Pero estamos obligados a revisar con lupa cada historia. Siempre nos preguntamos ¿de parte de quién? ¿Fue el narco, cualquiera de los cárteles, el ejército, la marina, un sicario, un jefe policíaco, un servidor público?”

Del Pacífico al Golfo

–No es fácil decir si en Sinaloa los periodistas están mejor o peor que en otros estados de la región…–

–Nos favorece tener un solo cártel dominante, que es el de Sinaloa. No hay tanta disputa. Es un solo grupo el que somete al gobierno, que manda y además tiene el monopolio del crimen. Eso le deja ciertos espacios al periodismo, lo que no tienen compañeros de Sonora, Chihuahua, Nuevo León, Tamaulipas, Veracruz, porque están en medio de una guerra esporádica o constante entre dos o tres organizaciones criminales.

“A pesar de eso, sabemos que sólo contamos una pizca del monstruo, una pequeña parcela del infierno. Narramos historias de amor en medio de cadáveres colgando de los puentes; historias que pueden ser hasta chuscas, como la del capo que convoca a una competencia y le regala millones de pesos y cerveza al bato que dure más tiempo bailando, mientras que en ese mismo momento en una calle cercana aparece una hielera con cinco cabezas. No, nunca alcanzaremos a contar esa violencia abismal”.

–Los riesgos del periodismo son múltiples y no todos vienen de afuera. A veces vienen de nosotros mismos, el morbo en la descripción, la repetición excesiva, la normalización del horror…–

–Lo sabemos. Y nos hemos equivocado a veces. Más que ser un arma de doble filo es un fondo con muchos cuchillos, muchos filos. Hay que hacer un esfuerzo en ciertas historias para que no se te salga la baba, que no te gane el morbo. A mí un día mi hijo me dio una lección. Habíamos publicado en portada la foto de un cuerpo a contraluz, colgado de un puente. Fran, que tendría como diez, doce años, me dijo: oye, no estoy de acuerdo con que publiquen esto. En este trabajo hay que hacer de la autocrítica y la auto revisión algo cotidiano.

–En nuestro gremio la autocrítica no es moneda de uso corriente.

–No lo es. Una vez competía por la presidencia de la Asociación de Periodistas de Sinaloa. Declaré que había corrupción en el medio periodístico y eso me hizo perder muchos votos. Hay mucha soberbia entre nosotros y no nos gusta revisar lo que hacemos bien o mal. Mi libro eso es lo que intenta, mirar hacia nuestro interior. No estamos hablando solamente del narco y sus acechanzas desde el exterior. Estamos hablando del enemigo dentro de la redacción, de compañeros en los que no puedes confiar porque son informantes de la delincuencia, de empresarios que priorizan el negocio por encima de la ética.

–Pasas de tu experiencia en el Pacífico al Golfo. ¿Qué te hace decidir dar ese salto?

–Empezando por Tamaulipas. Eso fue como bajar, desde Culiacán, 50 escalones hacia el infierno. En mi libro a ese capítulo lo llamé “Reportear el silencio”. ¿Cómo reporteas eso? ¿Cómo viven esos reporteros, qué han hecho, adónde se fueron, cómo sobrevivieron, qué piensan de los que huyeron, de los que ya no están? Atrapados en medio de dos o tres organizaciones criminales y terminar contando nada, terminar escribiendo nada, publicando fotos e imágenes que no dicen nada. Eso es lo que se publica en los medios de Tamaulipas. Nada que ver con la calle, con lo que está padeciendo la gente.

–Como ir de Guatemala a Guatepeor…–

–Mucho peor, porque conozco a un reportero que estuvo en Tamaulipas y que ahora vive fuera y no puede volver ni siquiera visitar a sus amigos porque fue reportero. Sólo por eso.

–Hay dueños de medios de comunicación que forman parte de esta pinza…–

–Si hay alguien a quien prácticamente no le importa el periodismo y los periodistas es a los empresarios. Cuando ellos hablan de mejorar la seguridad en los medios no están pensando en capacitación, mejoras salariales, ni siquiera chalecos antibalas para fotógrafos. Están hablando de guaruras para ellos, los dueños, sus edificios, sus bienes. En los casos de periodistas agredidos, amenazados, asesinados, lamentablemente, los dueños y también directivos se ubican del otro lado.

–No hablas sólo de Tamaulipas.

–No, claro. Hablo de Sinaloa, de Veracruz, de Jalisco, de todo el país.

–¿Cómo fue el proceso de reportear y escribir Narcoperiodismo?

–Me llevó todos los fines de semana de un año, porque además decidí no descuidar mi trabajo en la corresponsalía de La Jornada y en Río Doce. Invertí mucho tiempo en preparar el terreno: dónde puedo llegar que yo esté seguro, en qué hotel, qué me recomiendas, qué rutina voy a seguir. Procuré hablar lo menos, no hablar golpeado, no exhibirme, no tener vida nocturna, no publicar en las redes sociales “Aquí casual desde Xalapa”. Vi a mis fuentes, citas muy precisas, entrevistas en horarios exactos y salir, como los buenos boxeadores.

–¿En todos lados fue así?

–Sobre todo en Veracruz. Porque Veracruz es la conjunción de todos los males, es la sucursal que concentra más tuétano infernal, con tanto periodista asesinado, con tanto reportero golpeado, acosado por este gobierno criminal de Javier Duarte, con tanta narcopolítica. Ese estado es de toral importancia, principalmente después del asesinato de Rubén Espinosa: el espanto, el llanto de los compañeros, la muerte abaratada, los reporteros tirados a las puertas de las redacciones; yo no podía dejar de escribir eso.

La historia de Rubén es representativa por la violencia, por la impunidad, por los alcances; porque nadie pensó que los brazos del monstruo de Veracruz fueran a alcanzar a la Ciudad de México para matar a un reportero que estaba solo, empobrecido, expuesto, vulnerable.

–En Guadalajara te detienes a hablar con una jovencita, una periodista incipiente aburrida, con el alma muerta, que pensaba que esto de ser reportera iba a ser algo padre, diferente. Y no lo fue.

–Sí. Y me temo que ese es otro de los riesgos del periodismo en estas circunstancias, que a muchos jóvenes que miran con ilusión el oficio de informar les puedan cortar las alas, los sueños. Me parece peligrosísimo perder una generación de jóvenes periodistas que pueden dar mucho y terminan impotentes, amargados, como almas en pena, vagando por las redacciones.

–Además están los conformistas…–

–Si, y que son muchos; comprometidos con el gobierno, con los narcos.

–Otro dilema en el periodismo que pretende cubrir esta violencia es que predominan las fuentes oficiales que imponen una narrativa con una versión única, sin posibilidad de contrapeso, de contraste.

–Pero sí hay chance de buscar una versión alternativa. Está en la calle, en los bares, las aulas, el supermercado, la fila del banco. Hay que volver a aprender a escuchar. A la fuente oficial la necesitamos, es importante, acudimos a ella para confirmar, para completar datos. Muchas veces acceden a hablar con nosotros con la condición de que no revelen sus identidades.

Pero dependemos mucho de la complicidad de la gente en la calle, que de alguna manera busca defenderse contando; intenta refugiarse en el periodismo que hace Río Doce. Y esto incluye a policías, militares, marinos, a servidores públicos de abajo, empleados y por supuesto matones, operadores del narco, gatilleros, punteros, lo que en otras zonas llaman halcones. Y no es que confiemos en estas fuentes. No son fuentes citables. Pero sí son insumos. La información que nos pasan la tenemos que corroborar dos, tres, cuatro veces. Y aún así no es garantía de que la vamos a publicar. No corremos prisa, preferimos andar despacio.

A la hora de escribir aplicas el cedazo, pero no sólo con tu criterio sino con el colectivo. Esa parte mejor la quitas, esto escríbelo pero por el momento no lo vamos a publicar, quizá más tarde. Así, en equipo, nos cuidamos y cuidamos la credibilidad. Porque en la calle no sólo te juegas el pellejo. También te juegas la credibilidad.

–Y luego te quedas solo frente al teclado…–

–Claro, en algún momento hay que ponerse a escribir. Yo me encierro. Intento leer lo más que puedo. Bukowski, Rubem Fonseca, César Vallejo, Neruda. O cantautores, como Joaquín Sabina. Siempre me da mucho miedo empezar un texto. Pongo jazz o blues como música de fondo. Y si siento que algo me sale bien, brinco, bailo, hago el ridículo. También lloro.

–En Narcoperiodismo te alejas de la crónica local, el periodismo testimonial que siempre trabajaste. ¿Hacia dónde hiciste el salto?

–Quiero creer que a trabajar una historia más pública, abordar un tema que nos permita entendernos, como periodistas: con miedo, rodeados de corrupción, con la contaminación del narco en las redacciones. Espero haber abonado a reconocer esa realidad, nuestras enfermedades, incluyendo la soberbia, la deshumanización, la impunidad, incluso nuestra pobreza, nuestros bajos salarios y las condiciones de trabajo. Eso intenté hacer.

Domingo, 2 de Octubre 2016
AFP (Agencia France-Presse)
           


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