La Vanguardia, Barcelona, España
Londres. Enviado especial, Xavi Ayén. - Una de las escritoras británicas más destacadas de nuestro tiempo, acaba de publicar 'El libro de los niños', centrada en la vida de una escritora de literatura infantil. El chasquido de las tijeras de podar del marido de Dame A.S.Byatt –que se pelea en el jardín con los setos rebeldes mientras su esposa atiende a este diario– se cuela como un intruso en la penumbra del salón de la casa londinense que ambos comparten desde hace varias décadas.
Esta es una novela coral, de casi mil páginas y con decenas y decenas de personajes. ¿Quiso usted meter en ella un mundo entero?
¡Sí! He tardado siete años en escribirla, aunque estuve muy enferma durante un tiempo. Mi objetivo era capturar un mundo tan amplio como mi prosa fuera capaz de abastar. Quería aprehender ese universo de la clase media liberal y abierta, que intentó hacer un mundo mejor. Reflejo la atmósfera de los fabianos, sociedad de la que mi padre fue miembro. Y muestro una época en la que las calles estaban repletas de pobres. Con varios personajes alemanes, amigos de británicos, porque la guerra no debe hacernos olvidar que había otra sociedad más abierta y plural. Y la magia de las historias para niños, que eran diferentes en Francia, Inglaterra y Alemania.
Sus personajes adinerados experimentan contradicciones entre sus ideas avanzadas, solidarias, y su clase social.
Es el mundo de los cuáqueros, que si bien originalmente eran fanáticos religiosos, en la época de esta novela –finales del XIX y principios del XX– ya se habían convertido en otra cosa: eran gente de clase media con una sincera preocupación por cambiar la sociedad a mejor. Gente que no solo se preocupaba de evadirse, sino que afrontaban sus responsabilidades con la sociedad. Eran pacifistas y solidarios. Los conozco bien porque me educaron dos de ellos, mi padre y mi madre. Jamás hubo más pobres que en esa época y la gente con conciencia se preguntaba qué hacer con ellos.
Aparece como personaje J.M.Barrie, el creador de Peter Pan.
Hay una novela muy buena sobre Barrie, Jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán. Es muy inteligente porque hace un paralelismo entre aquella época y la de los hippies en los 60. A finales del XIX se quería acabar con la rigidez de la era victoriana y se apostó por la imaginación, y una vuelta a la infancia. Acabé mi libro mientras leía el de Fresán, y su inmensa imaginación ha iluminado aspectos de mi novela.
Usted retrata a escritores infantiles que hicieron, sin embargo, infelices a los niños reales con quienes convivieron.
La mejor literatura en lengua inglesa que se escribió en aquella época fue la dirigida a los niños. Pero muchos de esos autores eran infelices, como Barrie, querían continuar en la infancia porque no soportaban las frustraciones de la vida adulta. Y eso no dejaba espacio para que sus niños fueran niños, porque ya lo eran ellos. Cultivaron un universo imaginativo extraordinario aunque en sus vidas privadas fueran un desastre. Ni a Hans Christian Andersen le gustaban los niños. Descubrí que muchos hijos de autores infantiles habían vivido auténticos infiernos, incluso llegado a suicidarse, y eso me interesó dramáticamente. Alison Uttley, mi escritora favorita cuando niña, llevó a su marido y a su único hijo al suicidio.
¿Qué cambio simbolizan esos autores?
La gente, antes de ellos, era muy seria, todos tenían una idea importante sobre el sentido de la vida y la religión. Y esas novelas inglesas simbolizan el final de todo eso. Antes se escribían libros para niños que eran, en el fondo, religiosos, con enfermos, sufrimiento y una idea trascendente que subyacía. Ellos empezaron a hacer otra cosa: aventuras con dragones, fantasía, diversión... Los autores alemanes, por ejemplo, me gustan mucho porque seguían enviando a sus personajes a los bosques oscuros, conectados con sus mitos y las sagas. En muchos lugares de Europa la gente tenía miedo, y ese miedo llegaba también a las historias para niños, no se quedaba solo en la política. Los cuentos franceses eran más elegantes, a mí me interesan menos.
¿Hay conexión entre las historias infantiles de hadas y la utopía política, dos mundos muy presentes en su novela?
No sé si la hay. A mí me interesan las dos cosas, y es un hecho que varios utopistas escribieron cuentos infantiles. A un profesor norteamericano le formulé la misma pregunta y me respondió: "Sí, el cuento de hadas es la forma primaria del socialismo". Los cuentos fantásticos ofrecen un mundo diferente al establecido.
Vemos la lucha por la igualdad de las mujeres...
Mi madre estudió en Cambridge en 1927, como yo hice en los años 50. Hoy no podemos ni imaginar la lucha que las mujeres han tenido que llevar a cabo simplemente para tener derecho a recibir una educación. En mi clase había 11 hombres por cada mujer... lo que era muy agradable para nosotras, sobre todo en las fiestas.
Otro atractivo de su obra es la descripción de las relaciones privadas y sociales de la época, desde la vida de pareja a las bodas o fiestas o mítines políticos...
Trato las relaciones humanas a partir de la lectura de las novelas de la época, que intentaban describir las cosas nuevas, como las bodas modernas o las nuevas costumbres.
Su novela es más autobiográfica de lo que parece a primera vista, ¿verdad?
Es una autobiografía más intelectual que emocional. No soy especialmente cercana al universo de los niños aunque aquí introduzco algunos cuentos infantiles. En lo personal. he hablado mucho sobre mi padre, y he aprendido mucho de él escribiendo este libro, Era un socialista proveniente de Yorkshire, de familia no intelectual. Yo vengo de familia pobre, de orígenes mineros.
¿En qué se parece usted a Olive, su escritora de ficción?
Ambas somos del norte, y tenemos la sensación de ser unas outsiders en la sociedad literaria de Londres. Y ambas tenemos un hijo muerto y nos acordamos de él cada vez que llega su aniversario, y pensamos en él cada vez que escribimos. Pero yo soy feliz escribiendo, ella sufre.
Fue usted una niña feliz?
No mucho.
¿Por qué?
Por la segunda guerra mundial. Nos mudamos al campo, para que no nos pillaran las bombas. Visto desde hoy, me doy cuenta de que entonces todo el mundo tenía miedo, lo que es contrario a la naturaleza de los niños. Mi madre estaba siempre enfadada, ella era una profesora de literatura, y tuvo que dejarlo. Yo era muy pequeña pero muy inteligente y me daba cuenta de las infelicidades de los adultos que me rodeaban.
Su prosa tiene un algo victoriano acorde con el tema, pero con el brío de la modernidad...
Eso es lo que intento, insuflarle el aire de la época pero que sea bien leído por los lectores de hoy. Es un libro moderno, la narradora soy yo y hablo de los sentimientos del siglo XIX pero con una voz que debe mucho a la sensibilidad de Virginia Woolf y tantos otros autores posteriores.
¿Es verdad que en la guerra los soldados bautizaban sus trincheras con nombres de personajes infantiles?
Absolutamente cierto. Ponían esos nombres a sus trincheras: Peter Pan, Wendy, Alicia... Creo que me he inventado uno, por cuestiones de ritmo, pero todos los demás son reales y fueron como una revelación. Hay un libro excelente de Peter Chasseaud, El paseo de las ratas, que es un exhaustivo compendio de los nombres de las trincheras en el frente occidental. Mi marido colecciona libros sobre la primera guerra mundial y ha sido una enorme fuente de datos.
¿Trabaja con su marido?
Él me anima y me acompaña en coche a buscar datos. Hemos ido a Bélgica, a Munich, a museos y muchos sitios...
¿Qué le fascina de las historias infantiles?
Los mitos que contienen dentro de sí mismas. las historias dentro de historias. Me interesa que hablen de amor para eludir hablar de sexo. Me gusta la oscuridad de los mitos nórdicos, el terror para niños...
Sí, hay cuentos que dan mucho miedo...
Los hermanos Grimm se basaron en la religión tradicional alemana para construir sus historias.
¿En qué trabaja ahora?
En una novela sobre los surrealistas, los psicoanalistas y la segunda guerra mundial. Quiero recuperar los tiempos en que mis padres vivían.