AFP (Agencia France-Presse)
Rabat, Marruecos. - En una callejuela de un barrio popular de Rabat, la pequeña tienda de Moctar Touré, especializada en reparar electrodomésticos, funciona a pleno régimen. Regularizado el año pasado, este refugiado marfileño vislumbra ahora un buen futuro en el reino, pese a las dificultades.
"Al principio, no es que fuera difícil, ¡es que era imposible!", asegura Moctar.
El joven, de unos 30 años, llegó hace nueve huyendo del conflicto en su país, y durante mucho tiempo se conformó con sobrevivir a base de "trabajitos" informales.
Pero después de años de penurias, este padre de familia obtuvo en 2013 su permiso de residencia. Y gracias a la financiación facilitada por una asociación local de ayuda a los refugiados, la Amapp, ha matado dos pájaros de un tiro: ha encontrado una vivienda, y alquilado un taller que le permite desempeñar su trabajo.
El taller, abierto hace cuatro meses y de unos 10 metros cuadrados, ha encontrado su ritmo con cuatro clientes diarios. Desde hace poco, Moctar emplea incluso a un compatriota suyo, Sylvain.
El boca a boca ha hecho el resto, y según afirma con orgullo, el 90% de los clientes son marroquíes.
"Mi vecina me ha dicho que reparas muy bien las lavadoras", confirma una clienta, vestida con una chilaba. Comienza entonces una conversación en darija, el árabe dialectal marroquí.
Para este refugiado, "volver a Costa de Marfil sería algo anómalo". "Ahora quiero convertir mi taller en una empresa".
- "Mucho rechazo" -
Situado a las puertas de Europa, Marruecos siempre ha sido una tierra de tránsito. Pero ante el endurecimiento de las normas y la crisis económica del otro lado del Mediterráneo, se está convirtiendo ahora en un país de acogida.
En 2014, para responder al aflujo y a las críticas de las ONG, las autoridades lanzaron un programa de regularización entre los 30.000 inmigrantes y refugiados que se calcula que están en su territorio. A fines de octubre se habían entregado 4.385 permisos de residencia, de un total de más de 20.000 demandas.
En Casablanca, la capital económica, Serge Gnako preside una asociación de migrantes, la FASED (Fuerza africana de solidaridad de los hijos de Dios).
Este marfileño de 35 años llegó hace cinco, también como refugiado.
"Creo en el futuro de Marruecos y voy a escolarizar a mi hijo, para que aprenda el árabe", explica Serge, instalado en el salón de su casa junto a su esposa Mireille.
"Al principio fui víctima de mucho rechazo", recuerda este profesor de universidad, que vive de dar clases de francés. Por entonces "era difícil ir al médico o inscribir a los niños en el colegio. Ahora las cosas son distintas", añade este padre de un niño de un mes.
En el barrio en donde vive, Ulfa, la escuela pública acoge ahora a 15 niños originarios del África subsahariana, gracias a una reciente circular ministerial.
- "Soy marroquí" -
Y sin embargo, todavía queda mucho por hacer, sobre todo en términos de acceso al empleo, en un país donde cerca del 30% de los jóvenes están parados.
"El permiso de residencia permite buscar trabajo, pero no encontrarlo", confirma Reuben Yenoh Odoi, miembro del consejo de migrantes subsaharianos de Marruecos.
Por eso, añade este ciudadano ghanés, muchos siguen plantéandose cruzar el Estrecho de Gibraltar para alcanzar España.
Presidente del Consejo Nacional de Derechos Humanos (CNDH), la institución implicada en el programa de regularizaciones, Driss el Yazami reconoce que el proceso está en sus "comienzos".
"La obtención de papeles no soluciona por arte de magia la cuestión de la integración", constata.
La convivencia entre comunidades tampoco es siempre fácil. En agosto, un senegalés murió en unos enfrentamientos entre inmigrantes y residentes de un barrio de Tánger, en el norte del país.
Las dificultades, en cualquier caso, no le dan miedo a Simon Ibukun, un músico nigeriano de Casablanca.
"'Ana Maghribi' (soy marroquí), y actualmente trabajo duro para crear mi empresa de eventos y convertirme en mi propio jefe", afirma en un árabe marroquí casi perfecto.