José-Miguel Ullán, poeta
El País, España
Es una devastación. Ayer fue Rafael Conte, hoy es José-Miguel Ullán. Los juntó París, una pasión para ambos; y los ha juntado la horrible casualidad de la muerte. Ayer incineraron a Conte, ayer noche murió José-Miguel Ullán, un poeta radical, inteligente y disconforme, cuya obra exigente se hizo (como hicieron sus obras Augusto Monterroso o Juan Rulfo) tachando; Ullán fue disconforme con todos los tópicos de la escritura, y cuando él se sentía presa de su propia convención, que nacía siempre de una ruptura, también se tachaba a sí mismo.
Su trabajo principal fue en la Radiotelevisión Francesa, en la época de Ramón Chao, Severo Sarduy, Montxo Goicoetxea, y Emilio Sánchez-Ortiz, entre otros; consiguió en ese tiempo un clima raro en París. Él tenía, por su naturaleza inteligente, ensimismada a veces, pero discursiva otras, el aire de un líder; no pasaba una; si él mismo se tachaba, los demás sabían que tampoco se iba a comprometer en la aprobación de cualquier texto. Sus años de París acabaron cuando Franco acabó, y él regresó a España, a cumplir, en Tenerife, con el cuartel que le había quedado pendiente. Y fue, en 1976, un soldado tardío; él, que amaba hacer happenings poéticos (hizo uno muy célebre en México, en 1973, en el homenaje del exilio y del exilio interior a León Felipe), tomó ese periodo extraño de su vida (un veterano recluta) como una de las paradojas de su vida: un tipo de Villarino, el pueblo que tanto amó, y que tan enraizado está en el aire de sus poemas, trasplantado de París a Tenerife en una huida circular de lo que significaba para él la España de Franco, que aún coleaba.
Su poesía siguió marcando como el eco de una tachadura, como una voluntad ética que nacía de la estética, de una asombrosa esencialidad. Hay un verso que anoche manejaban Manuel Ferro, su compañero de hace más de treinta años, y su esposo desde 2007, su hija Eva (Alba es su otra hija, es la madre de su nieto Alejandro) y sus amigos los poetas Miguel Casado y Olvido García Valdés; querían unas palabras para el epitafio de José-Miguel, y entre todos coligieron que debía ser unos versos que ellos se sabían de memoria, como un eco que resume la biografía y la verdad ética de la poesía de Ullán: "Vive en verdad por los adioses anda troncha los lazos que al abismo te unen urde el borrón y cuenta nueva diles que no hay más raza que el azar que no hay más patria que el dolor que todo/ que todo es frágil y la muerte incluso".
Así, sin puntos, esa poesía para respirar fuera de patrias y de alambres, hecha sin otra frontera que lo que el sueño le iba dictando, y también su poderosa inteligencia de síntesis poética.
Con una poesía así, sintética, desconfiada de la grandilocuencia, transida de la sequedad translúcida de Samuel Beckett y de la voluntad cultural, de referencias, de Octavio Paz, uno pensaría que Ullán era un contemplativo de la raíz histórica de la poesía, un poeta quieto. Y no. Fue un activista cultural. Lo fue en París, lo iba a ser en España. Con Manuel Ferro creó una editorial, organizó y comisarió exposiciones (el arte latinoamericano fue objeto de su deseo más íntimo de explorador del mundo), y con Manuel también fue un editor exquisito, de nuevo radical en sus gustos y en sus formulaciones, tanto éticas como estéticas. Aplicó esa pasión editorial a sus propios libros, que en muchos casos (incluida la edición de su poesía completa, Ondulaciones, publicada por Galaxia Gutenberg, prologada por Miguel Casado) parecen objetos que él concebía para que la letra se prolongara en el dibujo e incluso en el silencio de los blancos.
Y fue periodista, otra vez radical. Los que convivimos con él en el largo tiempo que escribió para EL PAÍS sabíamos de la pulcritud revolucionaria de sus textos; escribió de poesía y de variedades; puso en pie el pop español de la posguerra, redescubrió a Miguel de Molina, y por esa vía reconstruyó un periodo de España al que él le dio la dignidad propia de la memoria y de la poesía.
Y entrevistó. Para la radio, para la televisión, para la prensa. Trabajó con nosotros, y también para Cambio y Diario 16, y para Abc. Era un entrevistador implacable; no quería de los entrevistados las palabras; su voluntad era trasladar al papel lo más inasible de la mirada. Es decir, era un poeta que jamás cejó en su empeño de convertir la vida, también, en una especie de cofre multicolor en el que todo fuera equivalente a su manera de concebir la escritura: como una tachadura pero también como un monumento. Exquisito, pequeño, exclusivo, pero un monumento puesto, acaso, como un tesoro hallado en Villarino.
No hay más patria que el dolor. Murió ayer, hoy lo incineran. A las 19.15, en La Almudena. Extraña esta devastación. Dijo anoche Olvido García Valdés, su amiga: "Era una persona excepcional". Lo era.