La ciudad al borde del desierto

Clarín, Argentina

Impresiones de un cronista por las calles de El Cairo. El pulso de una ciudad que deslumbra con sus contrastes de cara a las eternas pirámides. Arena. Muchísima. Un océano de arena. Esa es la primera, inevitable impresión que se tiene de Egipto, el mítico país africano, desde la ventanilla del avión que se aproxima al aeropuerto de El Cairo.

La ciudad al borde del desierto
Y una leve sensación de pena -como entienden la palabra los mexicanos, que mezclan en ella los sentidos de tristeza y vergüenza- no por Egipto, sino por la Argentina, que se ve verde, inmensamente verde y fértil desde los aviones. ¿Cómo es posible, se pregunta uno, que dos paisajes tan radicalmente opuestos produzcan grados de desarrollo más o menos parecidos? Casi todo es arena en Egipto: el 95 por ciento del territorio es desierto.

El Cairo, no. Atravesada por el mítico Nilo, se junta en la ciudad mucha gente. Dice Mahmud, el chofer que ahora nos pasea por allí, que en El Cairo por la mañana hay 22 millones. Pero que por la tarde, 40 ó 50. Llegan de localidades cercanas en tren, en bus, en autos, en motos, en camionetas, en combis, en bicicletas. Es lo que vemos ahora, lo que nos atasca ahora, lo que convierte a nuestra espectacular 4x4 en una trampa deluxe.

Mahmud va abriéndonos paso en el alegre caos de tránsito en el que nadie, pero nadie, se priva de tocar la bocina. Mahmud tampoco. Es gracioso el apego a la bocina, es como un ritual compartido por todos. Bip bip beeee bonk bip bip. Se toca bocina para pedir paso, para apurar al de adelante, para avisar que uno está ahí, que está por pasar por la derecha o por la izquierda. Para agradecer a otro que acaba -con un bocinazo- de darle paso a uno. Muchas veces la bocina también es un comentario sobre la manera de manejar de otro, que suele contestar con la suya. La bocina en El Cairo, más que una herramienta de manejo, es un medio de opinión.



Postales de El Cairo



Los únicos privilegiados son los automovilistas. Hay muchas autopistas, la ciudad parece recién asfaltada, no agarrás un bache, y "los semáforos y los policías de tránsito están de adorno", según Latif, nuestro guía en la ciudad. Los peatones se las arreglan como pueden para no morir en el intento de cruzar una calle, pero milagrosamente el tránsito fluye.

Primer consejo: si anda de a pie y tiene que tomar un taxi, olvídese del taxímetro y pacte el precio con el chofer de antemano. Y regatee el precio, intente bajarlo a la mitad de lo que dice el chofer y luego vaya negociando hasta llegar a un acuerdo. En El Cairo todo se regatea, pero ese es un capítulo aparte, del que hablaremos más adelante.

Más tarde o más temprano, los colores de todos los edificios tienden al color arena. Es que en la ciudad llueve apenas unas gotas unos seis días al año, entre octubre y marzo. Y en primavera y otoño, que son en los mismos meses que acá pero a la inversa, la ciudad es castigada con tormentas de arena. Los edificios, entonces, nunca se lavan con la lluvia y la arena va desgastándolos, cubriéndolos de ocre. Nadie, o casi nadie, se molesta en lavar o pintar las paredes.

El lema de la ciudad podría ser "Que viva la mezcla". La mixtura, la hibridación, la capa sobre las capas anteriores se ven a simple vista. En su arquitectura y su gente, El Cairo está llena de imágenes árabes, pero en sus calles también está Occidente, la cultura británica y la francesa, lo musulmán y lo cristiano. Mujeres -sobre todo jóvenes- vestidas con trajecitos de ejecutiva, a paso apurado y cargando portafolio; mujeres cubiertas de pies a cabeza de negro, con guantes negros y apenas una rendija en los ojos que les permite ver; hombres con túnica (galabeia) y turbante o trajes Armani. Rascacielos elevándose a ambas márgenes del Nilo al mismo tiempo que los minaretes de cantidad de mezquitas. Desde esas torres se llama cinco veces al día a rezar a los musulmanes y en la ciudad se mezclan entonces el sonido de las bocinas con miles de voces entonando esa letanía que puede ponerle a uno la piel de gallina y que dice en árabe "Alá es grande" y otras alabanzas. Y entonces en esos cinco momentos del día, en cualquier sitio, donde sea que el llamado al rezo encuentre a los fieles, se ve a hombres, mujeres y niños arrodillarse y pegar la frente en el piso, en dirección a La Meca, mientras otros siguen en lo suyo. Por ejemplo, tomando té, jugando backgamon y fumando el tabaco aromatizado de una shisha (las clásicas pipas refrigeradas con agua conocidas como narguiles). Mezcla y tolerancia. Nadie censura, todos conviven.

El 80 por ciento de la población egipcia es musulmana; el 15 por ciento, cristianos coptos; el 5 por ciento restante se divide en otras religiones. Los musulmanes, a su vez, se dividen en dos grupos: los chiitas, que siguen las enseñanzas de Mahoma, y los sunitas, que son mayoría y que siguen las de otro profeta, Alí.

No son menores estas cuestiones religiosas. La gente se las toma muy en serio y cumple con todos los preceptos. Contrariamente al cliché según el cual es peligroso meterse con pinta de turista en una callejuela perdida, por cualquier barrio de El Cairo se puede caminar seguro a toda hora. ¿La razón? La obediencia religiosa reduce drásticamente la violencia y el delito. Los fieles no delinquen. Aunque, ojo, nunca falta algún infiel.


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