La diplomacia vaticana y sus límites

La Vanguardia, Barcelona, España

Beirut. - El español Pablo Puente era el nuncio del Vaticano que preparó en mayo de 1997 el viaje del papa Juan Pablo II, un viaje popular en el que calles de Beirut, la carretera de Harisa, la montaña santa de los cristianos en la hermosa bahía de Junie, ahora desiertas por razones de la estricta seguridad impuesta, rebosaban de gente, cristianos y musulmanes.

El Papa en Líbano.
El Papa en Líbano.
Entonces aquel viaje que era uno de los principales objetivos del nuncio al que conocí gracias a Antonio Pelayo, gran vaticanista y corresponsal, tuvo que ser aplazado por las disensiones que los señores de la guerra, el general Aoun y Gegaea, por la inestabilidad del ¨país maronita¨. Evoco su hábil gestión porque es buen ejemplo de la diplomacia vaticana en Oriente Medio. En El Líbano, la Santa Sede sigue ejerciendo su influencía no solo moral sino también política. Monseñor Puente hizo de mediador entre los jefes milicianos para evitar la guerra civil. El arbitraje y la mediación son vías de la acción diplomática vaticana. El embajador del Papa, como le llaman en Beirut, cuenta con una información precisa y de primera mano a través de los curas párrocos, los obispos que le tienen al corriente del fluir de los acontecimientos. Con perseverancia, la Santa Sede trata ante todo de proteger a las minorías cristianas, proseguir su tarea ecuménica con las iglesias ortodoxas, mantener el imprescindible y difícil diálogo con el Islám. Uno de sus temas prioritarios es la ciudad de Jerusalén, la ciudad tres veces santa para las religiones monoteistas. El Vaticano aboga por un estatuto especial que permita a los peregrinos cristianos y musulmanes el acceso libre a sus lugares Santos. Después de la firma de los acuerdos de Oslo entre Israel y la OLP, estableció relaciones diplomáticas con el estado de los judíos.
La agonía de los cristianos en Oriente Medio, iniciada con la expulsión de los armenios de Turquía, se ha precipitado desde el derrocamiento del régimen de Sadam Hussein del Irak. Su éxodo aumentó con los ataques a iglesias caldeas y asesinatos de feligreses y sacerdotes. Los cristianos irakíes viven en su país desde hace dos mil años. Sus primeras iglesias en el norte, en Mosul, datan del segundo siglo de nuestra era. Su presencia es muy anterior a la del Islam, y ha servido de puente entre Oriente y Occidente.
Como ha ocurrido en otros países de la región y en otras épocas históricas, los cristianos, vinculados por su creencia al Occidente cristiano y por su comunión cultural con el Oriente musulmán, han sufrido los bandazos de la política colonial de las metrópolis europeas, a las que a veces se les sospechaba sometidos. Coptos egipcios, melquitas griegos, maronitas libaneses, han padecido los vuelcos de la historia contempóranea.
Las escandalosas guerras de Irak y de Siria les han expuesto a una situación cada vez más vulnerable, sobre todo por parte de los extremistas del Islam defensores del Jigad o guerra santa. La iglesia católica, apostólica, y romana, en tanto que poder soberano, es la única capaz de ejercer su influencia diplomática ya que ninguna de las diversas iglesias ortodoxas cuenta con una base estatal. En el horrible conflicto armado del Irak, el papa Juan Pablo II, recibido en Beirut en 1997 como un arrollador superstar, abogó siempre en favor de la paz y se opuso con firmeza al belicismo del presidente Bush. El Vaticano nunca cerró su embajada en Bagdad. En sus peregrinaciones a Tierra Santa, al Líbano, Siria, Jordania, Egipto, Israel, había tratado visitar Ur, patria del patriarca Abraham, en la antigua tierra Mertropolitana, pero tuvo que renunciar a su iniciativa.
La diplomacia vaticana cauta y sútil se esfuerza en mantener su independencia. Ante el pavoroso drama de Siria, siempre presente en el viaje de Benedicto XVI al Líbano, ha lanzado su llamamiento de no proporcionar armas a los beligerantes. Pero la diplomacia vaticana tiene sus límites. Mas allá de las buenas intenciones, las minorías cristianas en Oriente Medio están cada vez más desamparadas, abocadas al éxodo. Ni las diversas iglesias orientales de rito católico han limado sus asperezas, ni mucho menos se logran acuerdos con las iglesias ortodoxas, que cuentan con la mayoría de su población.
La gran cuestión del Oriente Medio es la convivencia entre cristianos y musulmanes que todos alaban pero que no es fácil practicar. Es indiscutible que entre su pluralismo cultural los cristianos han sido su sal. Pese a todos los pomposos lemas de convivencia, en este viaje papal, el Líbano es un país cada vez más dividido y fragmentado con sus compactos guetos confesionales de población.
Tomás Alcoverro


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