La guerra lejos de la trinchera

El Periódico de Catalunya, Barcelona, España

Barcelona, España. - Aquel sábado de julio del 1936 el espíritu liberador de la República fue cancelado. La cultura de la guerra ocupó el espacio destinado a las vanguardias y el asesinato de García Lorca certificó que las armas apuntaban tanto a los hombres como a las ideas.

La degollina empezó un sábado de verano, hará mañana 80 años. En las radios sonaban 'Los piconeros' en la voz de Imperio Argentina -«'¡Ay! Que me diga que sí. / ¡Ay! Que me diga que no'»- y 'La bien pagá' en la de Miguel de Molina -«'Ná te pido, / Ná te debo/ Me voy de tu vera,/ Olvídame ya'»-; en los cines se acaba de estrenar 'Rose Marie', opereta almibarada con Jeanette MacDonald y Nelson Eddy, y el brillo del gran musical iluminaba la pantalla del cine Splendid con 'La melodía de Broadway'. En la calle se palpaba el encono entre bandos irreconciliables, el sector del transporte estaba en huelga y en los cuartos de banderas todo estaba dispuesto para someter a la República. En los salones de la cultura, las referencias iban de José Bergamín a Federico García Lorca; de La Barraca, iniciativa de teatro popular, a Margarita Xirgu; de la Residencia de Estudiantes de Madrid, fértil vivero de artistas, intelectuales y científicos de referencia, a la 'Revista de Occidente'. Todo saltó por los aires aquel sábado. Se pasó de la edad de plata de las culturas españolas a una cultura de guerra; se pasó del entusiasmo liberador de las elecciones de febrero de 1936 al romancero de la guerra civil, preñado de amargura: «Sigue el viejo su reposo/ y el niño sigue su sueño…/ El miliciano, en la noche/ alerta y está en su puesto». Las obras de la ciudad universitaria de Madrid, símbolo de la renovación en el mundo académico, del ansia de progreso, se convirtieron pronto en un campo de batalla con todas sus miserias. Quedaron en nada las seguridades dadas por el 'president' Lluís Companys a los periodistas el jueves 16 a raíz de los rumores que circulaban sobre los preparativos de un cuartelazo: «Anoche -el día 15- hice unas declaraciones que ahora podría repetir. Afirmé que no hay ningún motivo para la alarma, los conflictos se van solucionando poco a poco y la paz pública es perfecta. No encuentro ninguna razón capaz de justificar la sobreexcitación de la gente, y repito que hace falta vencer, que hace falta superar esta inquietud que la fantasía desbordada de los ciudadanos ha ido creando» ('La Publicitat', 17 de julio).

BOMBARDEOS Y HAMBRE

La fantasía no fue tal; la fantasía se tornó pesadilla. 'La Veu de Catalunya' del 19 apelaba a «la acción del proletariado, la acción de las juventudes trabajadores y antifascistas» para vencer a la sedición, y pedía al Gobierno que armara a la población. En la edición del 20 de 'Heraldo de Madrid' se decía: «La gran maniobra fascista ha sido arrollada en Madrid esta mañana de un modo formidable». Lo cierto era que Barcelona y Madrid habían vencido a los insurrectos, pero estaban condenadas a soportar la acción combinada de los bombardeos, el hambre, las rivalidades políticas desatadas y el abandono de la República a su suerte por las potencias democráticas europeas, mientras Alemania e Italia sostenían el levantamiento de los generales contra el poder legítimo.
Aunque la prensa y la radio, sometidas al control del Gobierno y de los partidos, transmitieron la idea de que el triunfo vaticinaba un rápido final del golpe, la desorientación de las autoridades y el espíritu revolucionario que prendió en las grandes ciudades no hizo más que poner de manifiesto la debilidad republicana.
Que la sublevación fracasara en Madrid, Barcelona y otras ciudades nunca significó que estaba cerca el final de la matanza. La creación en Catalunya, el 21 de julio, del Comitè Central de Milícies Antifeixistas de Catalunya, bendecido por Companys, fue uno de tantos episodios ilustrativos de la nueva dinámica en el bando republicano, al mismo tiempo que la imposibilidad de recuperar sin demora algunas de las plazas y territorios conquistados por los facciosos. El empeño de unos en anteponer la revolución a la victoria militar y el de otros de hacer justo lo contrario agrió cuando no ensangrentó el debate ideológico; la ayuda soviética y los asesores enviados por Stalin, también.

ANTES DE LA GUERRA

Contaba el poeta Gabriel Celaya que hacia 1934 coincidían en la tertulia de La Ballena Alegre, en los bajos del café Lyon de la calle de Alcalá de Madrid, republicanos y falangistas o afines, sentados en mesas separadas y convocados por Alfredo Mourlane Michelena, cercano a José Antonio Primo de Rivera, y José Bergamín, que durante la guerra presidió la Alianza de Intelectuales Antifascistas. Según el relato de Celaya, entre ambas mesas se intercambiaban epítetos hirientes -«¡Cabrones! ¡Fascistas! ¡Rojos!»-, pero todo respondía a una broma, a una especie de complicidad sobreentendida -tertulianos de ambas mesas colaboraban en 'Cruz y Raya', la revista dirigida por Bergamín-, y «no había una cosa de guerra, era cosa de amigos, de intelectuales, de estudiantes, y nos veíamos en las mismas exposiciones, en los mismos conciertos, en las mismas obras de teatro».
Entre aquellos días y el verano de 1936 se vivió un proceso imparable de deterioro de la política, y aquel clima de 1934 dio paso a otro más arisco, al aire irrespirable que permitió a Jacinto Miquelarena llamar a La Ballena Alegre «el conservatorio de estilo de la Falange». La cultura de la guerra ocupó el espacio destinado a las vanguardias y el asesinato de Federico García Lorca el 18 de agosto en Granada, entre Víznar y Alfacar, certificó que las armas apuntaban tanto a los hombres como a las ideas. «Mataron al poeta», se decía casi como un susurro en la retaguardia republicana, sin que hiciera falta precisar de qué poeta se trataba, explicó en 1993 Francisco Largo Calvo, hijo de Largo Caballero, en un programa de televisión. El fusilamiento en Alicante de José Antonio, el 20 de noviembre de 1936, forjó la figura del ausente, del joven mártir predestinado que requería el bando fascista.

MUJERES EMANCIPADAS

La arremetida de la España retrógrada lo fue tanto contra la República como régimen cuanto contra sus innovaciones y significados: una Constitución moderna, la separación entre Iglesia y Estado, el sufragio universal –incluido el de las mujeres–, las autonomías de Catalunya y el País Vasco, la reforma educativa, la autonomía sindical… Y lo que ahora llamaríamos el papel emergente de la mujer en una sociedad que mantenía vetada su presencia en la gestión de los asuntos públicos. Al repasar la lista de las mujeres relevantes de los años que precedieron a la guerra, de Clara Campoamor a Victoria Kent, de Margarita Nelken a María Zambrano, de Zenobia Camprubí a Lucía Sánchez, de Federica Montseny a Teresa León, toma cuerpo el cambio de estatus de la mujer, presentido entonces y que se acrecentó durante la contienda.
«En la derecha, la independencia de la mujer se desaprobaba a rajatabla. Cuanto más se alejara uno de la metrópolis, más se agudizaba el problema», escribe Paul Preston en 'Palomas de guerra'. La misoginia estaba en el ambiente, revistas como 'Estampa', muy populares, exaltaban con frecuencia la figura femenina en las portadas, pero no hacían otra cosa que ahondar en los tópicos machistas. Cuando la mujer transmitía valores emancipadores, como la figura que aparece en el cartel magnífico de Josep Renau para la publicidad de 1935 del balneario Las Arenas de Valencia, «solo había un pequeño paso para considerarla una puta», afirma Preston. En el bando sublevado, las milicianas que engrosaron las unidades republicanas fueron tenidas siempre por prostitutas en armas.
Lo cierto es que de los 1.004 diputados de las tres legislaturas republicanas, solo ocho escaños fueron para mujeres: Dolores Ibárruri, comunista; Margarita Nelken, María Lejárragos y Matilde de la Torre, socialistas; Victoria Kent y Clara Campoamor, republicanas de centroizquierda; y Ángeles Gil y Francisca Bohigas, de la CEDA (derecha). Pero el sufragio femenino aprobado por las constituyentes, el divorcio y los planes educativos eran más insoportables para la reacción enardecida que la existencia misma de diputadas.

ESPOSAS Y MADRES

A partir del golpe, el compromiso de la mujer fue aún más relevante. «La dedicación prácticamente exclusiva de los hombres a la violencia creó la necesidad de que las mujeres asumieran la infraestructura económica y la asistencia social. (…) En la zona republicana no solo desempeñaron un papel crucial en la producción industrial, sino que también ocuparon importantes puestos políticos», explica Preston.
La victoria facciosa acabó con aquel atisbo de revolución feminista. «La embestida ideológica del incipiente régimen franquista pondría el énfasis en el papel de las mujeres como amas de casa y como madres de los guerreros falangistas», en expresión de Preston. El cartelismo que siguió al final de la guerra lo atestigua de forma expresiva con la vuelta de la mujer al encierro familiar.
Es lógico que así fuera porque casi desde el primer disparo, y durante tres años, la cultura del cartel fue esencial en la movilización de ambos bandos. Los carteles «fueron auténticos soldados de papel que estuvieron presentes en todos los escenarios bélicos», afirma Jordi Carulla en 'Una guerra civil' en 2.000 carteles.
La altísima tasa de analfabetismo aconsejó su uso como arma revolucionaria, pero su elocuencia fue también eficaz para alimentar la opinión pública internacional y neutralizar las diferentes campañas que ambos bandos organizaron desde el exterior. La iconografía de la guerra, que hoy nos remite al 'Guernica' de Picasso, dependió en gran medida durante la contienda del pincel de Agulló, Ballester, Sola, Renau, Goñi y tantos otros.
En aquella sociedad desgarrada, fue tan útil el trazo innovador de Joan Miró –'Aidez l’Espagne'– como el eficaz expresionismo inspirado en la escuela de cartelistas soviéticos y en el legado de las vanguardias que frecuentaron la República. En plena tragedia, el 22 de julio de 1937, el presidente Manuel Manuel Azaña dejó escrito en sus memorias: «La guerra no se compone toda de heroísmo, ni principalmente. Habría que mostrar con la evidencia comunicativa de lo poético, el sufrimiento humano, dentro del cuadro grandioso y terrible de la guerra; el eterno sufrimiento del hombre aherrojado por su destino implacable». Muchos cartelistas lo lograron.

'AY CARMELA, AY CARMELA'

La misión de las coplas y romances de guerra fue otra: exaltar al héroe, aunque la República sumara derrotas y el avance franquista fuese incontenible. «'El Ejército del Ebro,/ el Ejército del Ebro,/ la otra noche el río cruzó,/ ay, Carmela,/ ay, Carmela'» (la derrota republicana en aquella batalla sentenció la guerra). «'Si me quieres escribir, / ya sabes mi paradero:/ Tercera Brigada Mixta, / primera línea de fuego'» (la misma batalla con el mismo resultado). En la guerra de las ondas, guerra psicológica de última generación, solo las soflamas del general golpista Gonzalo Queipo de Llano desde Unión Radio Sevilla, igualaron en popularidad aquellas músicas que querían levantar el ánimo ante la inminencia de la derrota.
La República salvada en 1936 sucumbió el 1 de abril de 1939 –«Cautivo y desarmado…»–; a la cultura de la guerra siguió la del sojuzgamiento. En los cines de aquel solar, Benito Perojo estrenó 'Suspiros de España', donde Estrellita Castro cantaba el pasodoble del mismo nombre: «'Quiso Dios, con su poder,/ fundir cuatro rayitos de sol/ y hacer con ellos una mujer'». Y más adelante: «'¡Ay, madre mía!/ ¡Ay! ¡Quien pudiera/ ser luz del día/ y al rayar la amanecida/ sobre España renacer!'».
Un nacionalismo desenfrenado se adueñó de una sociedad que Manuel Vázquez Montalbán describió así en la primera página de su 'Crónica sentimental de España': «Llevaban extraños abrigos con mucha hombrera, mucha solapa, mucho peso, sobre no menos extraños cuerpos, con mucho hueso o mucha grasa, mucho bigote o mucho pecho. Hablaban mucho. Callaban mucho. Pero por encima de todo trataban de olvidar todo lo que podían, y el derecho a la supervivencia de sus razones para sobrevivir era la mejor terapéutica automática que podían aplicarse». Todo muy lejos de la sugestión poética del 'Romance sonámbulo' de Federico García Lorca: «'Verde que te quiero verde./ Verde viento. Verdes ramas./ El barco sobre el mar/ el caballo en la montaña'». La guerra solo dejó arrestos para, a duras penas, sobrevivir y olvidar «ese sepulcro, esa cucaña, esa colmena» que el mejor Cela inmortalizó en 1951, penúltimo con cartillas de racionamiento.

 


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