Mi prostituta favorita
Diario CoLatino, El Salvador
San Salvador, Néstor Martínez. - La súbita parada del bus me saca del trance de la lectura. Bajan y suben pasajeros. Estamos en la avenida de las prostitutas, llamada “Independencia”, y ahora que lo pienso ese nombre les cae al pelo porque ellas son las verdaderas próceres vivientes de lo que significa independencia y valentía para ejecutarla.
Veo prostitutas semidesnudas, algunas mostrando el grosor de su cintura grasienta como si fuera un atractivo atributo, otras con las piernas abiertas apenas cubierta su vagina con un delgado “hilo dental”, unas con faldas cortísimas, otras alardeando de sus tetas semicubiertas… en fin utilizando todas las artimañas femeninas al extremo, necesarias para ejecutar este oficio conocido como “el más viejo del mundo”.
Las casas decoran su fachada con enormes rótulos de publicidad de condones. Los cuartos, de puerta enrejada, son pequeños. Desde afuera se deja entrever que la cama es el único mobiliario y un espejo. Ellas comparten un baño colectivo.
Entonces veo brillar una belleza descarada. Allí está, como prostituta fuera de lugar, es decir, que debería de estar en un prostíbulo de lujo. Es la única que sonríe, al tiempo que de su boca escapan volutas de humo, mientras que su largo brazo izquierdo reposa alzado sobre el dintel de la puerta.
Blanca, delgada, parece más alta que las otras, pero es por los elevados tacones dorados. Tras el largo y transparente velo negro deja entrever como única pieza de lencería un diminuto bikini. El pelo teñido de rubio contrasta con el negro de las otras. Los labios igual que las uñas: rojos.
¿Qué hace esta mujer aquí, a todas luces, diferente a las otras? Mira al cliente que tiene enfrente con un dejo de desprecio. Le repasa la vista de arriba hacia abajo, aún con el cigarrillo entre sus dedos empuja la puerta de hierro para dejarlo pasar.
Esa fue la primera vez que la vi. Me dejó alucinado. Día tras día, mi cabeza se volvió automática al llegar a ese punto.
A veces lucía un transparente de color amarillo, rojo o rosado. Sus bikinis cambiaban entonces a negro o rojo. Un día se decoró la cabeza con largas plumas doradas. Parecía una diosa satisfaciendo el deseo oculto de ser prostituta en un barrio bajo.
Otras veces la vi conversando con sus compañeras de oficio. De ese círculo escapaban enormes risotadas. Nunca la vi triste o dejando de sonreír.
Cierto día en que regresaba temprano, al ejercer mi costumbre, quedé maravillado al verla, y no fui solo yo, sino que transeúntes y pasajeros también: caminaba insolente, despreocupada, sonriente, alardeando. Era Venus misma saliendo del baño, en sandalias, enfundada en un pantaloncillo corto y blanco.
Las gotas de agua despedían reflejos de sol al sacudir su cabeza, sus hermosos y turgentes senos luchaban por escapar de la delgada camiseta verde que fracasaba en el intento de contenerlos. A su acelerado paso un rosado pezón asomaba, ora por la derecha, ora por la izquierda.
Plenitud de mujer que se sabe hermosa bajo el sol del mediodía.
Muchas veces resistí la tentación de bajarme para conversar con ella. En fin que me bastaba observarla desde lejos. No vaya a ser. La colonia en que vivo es pequeña, las cosas se saben más rápido que reguero de pólvora con fuego. Pero, me arrepiento de no bajarme. Qué cobardía llena de prejuicios, cuando frente a mí tenía el mejor ejemplo de valentía al aire libre, ofreciendo el pecho (ad literam).
Pasaron los días, en uno de ellos desapareció. Su cubículo vacío no impide que al verlo mi imaginación la vea como aquel atardecer, en que las tímidas luces de la ciudad empiezan a dar la bienvenida a la noche: es la única que sonríe, al tiempo que de su boca escapan volutas de humo, mientras que su largo brazo izquierdo reposa alzado sobre el dintel de la puerta.