AFP (Agencia France-Presse)
Sittwe, Birmania. - De rodillas, Mahmud Yasien suplicó a los traficantes que le perdonaran la vida a su mujer. A un mes de dar a luz, ya no aguantaba más: llevaba 40 días atrapada en un barco junto a cientos de migrantes frente a las costas de Birmania.
"Estaba inconsciente y [los traficantes] dijeron que la iban a tirar al mar. Pero me postré a sus pies y pedí perdón. Y por eso no la lanzaron por la borda", declaró el joven rohingya de 24 años, de vuelta al campo en la costa oeste de Birmania, donde vive desde hace tres años.
Gracias a sus súplicas, Bebe Nu Asha pudo salvar su vida. Cuando la gente del campamento se enteró, por teléfono, de que el viaje de la pareja se había convertido en una pesadilla, se apresuró a pagar el rescate que pedían los traficantes y Mahmud Yasien y su esposa fueron liberados.
Todos los años, como esta pareja, miles de rohingyas y de bangladesíes se echan al mar para emigrar a Malasia. Primero embarcan en pequeños navíos que los conducen hasta barcos más grandes, que toman rumbo al sur cuando están llenos.
Pero desde principios de mes, el trabajo de las redes clandestinas se ha visto desbaratado a causa de la nueva política represiva de Tailandia, lo que ha provocado que miles de migrantes se hayan quedado varados en el golfo de Bengala.
"Había muchos barcos en el mar. Tres, con unas 400, 500 o 600 personas, esperan todavía", explicó Mahmud Yasien, quien habló de los golpes, de la escasez de alimentos y de agua y del terror que imponen los traficantes en las embarcaciones.
Según Naciones Unidas, habría al menos 2.000 migrantes paralizados frente a las costas birmanas. Los traficantes exigen rescates de entre 200 y 300 dólares para permitirles dejar los navíos. Por su parte, Malasia asegura que habría 7.000 personas en peligro.
- 'No tenemos nada aquí' -
Como Mahmud Yasien y Bebe Nu Asha, un centenar de personas habría conseguido volver a tierra estos últimos días. La pareja regresó a su desvencijada choza de bambú en el campamento Anauk San Pya, cerca de Sittwe, en el oeste de Birmania.
La pareja quería poner fin a su desdichada vida. Yasien, desempleado desde hace tres años, vive junto a su esposa y otras ocho personas en una sola habitación y apenas consiguen sobrevivir, su alimentación se limita a algunos alimentos básicos.
En el campamento, levantado hace tres años después de los enfrentamientos intercomunitarios que sacudieron el estado de Rajine y que dejaron 200 muertos, viven más de 140.000 desplazados.
"Si vamos a Malasia, podremos comer. No tenemos nada aquí, no hay trabajo", dijo Yasien. Según contó, algunos amigos suyos sí consiguieron instalarse en ese país.
Las terribles condiciones de vida de los 1,3 millones de rohingyas en Birmania, donde tienen que enfrentar agresiones racistas y leyes discriminatorias, los llevan a intentar viajar a Malasia, un país de mayoría musulmana y uno de los más prósperos del sureste asiático.
El gobierno birmano rechaza reconocer a los rohingyas como grupo étnico, considerándolos como inmigrantes ilegales del vecino Bangladés, a pesar de que llevan instalados en Birmania desde hace varias generaciones. No tienen papeles, ni acceso al sistema escolar ni al mercado de trabajo.
Las autoridades aseguran que la situación en los campos ha mejorado, principalmente gracias al reciente suministro de electricidad.
Birmania, inmersa en un año electoral crucial tras décadas de régimen militar, ha registrado un ascenso del nacionalismo budista, y ningún político se atreve a arriesgar sus posibilidades de éxito y tratar el problema de los rohingyas.
Ni siquiera Aung San Suu Kyi, premio Nobel de la Paz y percibida como abanderada de la democracia en el país, se ha pronunciado sobre este tema, por miedo a las críticas.