Veinticinco mil días de soma y elesedé

Diagonal.net , España

MADRID. - Dallas, Texas, Estados Unidos. 22 de noviembre de 1963. Un francotirador le vuela la cabeza a John F. Kennedy al paso del coche presidencial por Plaza Dealey. Jackie trata de recoger los trozos del cráneo de su marido que han quedado sobre el maletero. Un sastre de origen ruso llamado Abraham Zapruder lo graba todo en el que será el vídeo casero más famoso de la historia. Lyndon Johnson asume la presidencia del país, prolongando Vietnam hasta 1973.

Aldous Huxley
Aldous Huxley

En realidad no nos interesa ese 22 de noviembre de 1963, sino otro 22 de noviembre de 1963, en concreto el que está teniendo lugar en la ciudad de Los Ángeles, California, donde un hombre de 69 años se muere de cáncer. El hombre se llama Aldous Huxley y escribió Las puertas de la percepción (1954), un ensayo donde narra con todo detalle un viaje con mescalina. Y lo narra como vivió: desde la mirada del científico y del humanista; sin sentimiento de culpa, sin pretensiones de ‘enfant terrible’, sin paraísos artificiales.

No es de extrañar, entonces, que aquel 22 de noviembre Huxley pida –por escrito, no puede hablar– cien miligramos de dietilamida de ácido lisérgico para afrontar la muerte. Y muere como vivió: con insultante elegancia y educación; con LSD y abriendo puertas en el muro. Él, que estuvo ciego y recuperó la vista, pasó en su vida y en su obra del nihilismo escéptico al misticismo empírico; de la pesadilla futurista a la utopía pre- sente; de la soma al LSD. De las grandes distopías del siglo XX la obra de Huxley ( Un mundo feliz, 1932) es probablemente la menos aterradora, pero también la más certera y por eso mismo la más inquietante.

El inglés describe una sociedad que rinde culto a la industrialización, al consumo de masas y a la frivolidad; donde la tecnología está al servicio del control de la población y del mantenimiento del estado de las cosas. Una dictadura global donde los ciudadanos llevan alegremente su propio yugo. Una tiranía, paternalista y casi benévola, pero igualmente temible, cohesionada por la droga perfecta y donde el peor de los problemas es el aburrimiento. Descendiente de una familia de intelectuales y científicos –a su abuelo le apodaron el bulldog de Darwin por su defensa de la evolución–, Aldous destaca pronto por su pluma afilada e irónica. El hedonismo y el cinismo de sus primeros años dan paso a posturas comprometidas, como lo serán su pacifismo declarado o su afinidad con el movimiento libertario. En 1937 se instala en California y comienza a trabajar como guionista en Hollywood mientras profundiza en la filosofía oriental, pero no es hasta su experiencia con mescalina en 1953 cuando se interesa en las drogas como una herramienta de iluminación personal.

Su esposa Marie fallece en 1955. Huxley recorre universidades de todo el mundo, hablando de las posibilidades del peyote, los hongos y, sobre todo, el LSD, en el que ve la soma que había soñado. No una soma para adormecer, no una válvula de escape, sino una droga para abrir puertas. En su última novela, La isla (1962), Huxley retrocede hasta Tomás Moro para dibujar la utopía perfecta. En realidad, esta isla nación ubicada en algún lugar del Pacífico y acechada por transnacionales petroleras y el fascismo de los países vecinos no es tan diferente de la pesadilla que tuvo 30 años antes.

Comparte con Un mundo feliz las mismas preocupaciones: educación, drogas, superpoblación, reparto del trabajo y del ocio. Pero donde antes había ignorancia y control social ahora hay responsabilidad y libertad. Huxley recorre un camino poco transitado: desanda su distopía para regresar de un futuro perdido a un presente todavía por hacer. La utopía es aquí y ahora, utopía entendida desde la perspectiva impecablemente moderada del autor, pero al mismo tiempo implacablemente subversiva.

Aunque su visión del LSD y otras sustancias no es la mirada salvaje de la generación beat, su influencia en la contracultura estadounidense es fundamental. Timothy Leary y Ken Kesey, Grateful Dead y los Merry Pranksters, los beatniks y el movimiento hippie son hijos, bastardos si se quiere, pero suyos, al fin y al cabo. Las drogas son herramientas que el sistema puede usar para imponer su hegemonía o herramientas que los individuos y la sociedad pueden emplear para el bien común.

La visión de la utopía en Huxley, igualmente, no es profética ni revolucionaria en sentido estricto, la utopía es aquí y ahora. Las drogas son vías de acceso a ese estado que sólo se conoce de manera individual, pero una vez traspasado el velo puede compartirse a través de la conciencia colectiva, la empatía o la compasión. No le faltaban razones para plantear esta dicotomía: mientras el incipiente movimiento contracultural convertía el LSD en uno de sus caballos de batalla, la CIA hacía lo propio con el programa MKUltra, proyecto de investigación que esperaba utilizar las drogas psicodélicas como armas para el control del comportamiento.

“En política –escribe Huxley–, es probable que el futuro próximo se parezca más a 1984 que a Un mundo feliz”. Huxley era un gran admirador de la novela de Orwell (quien fue su alumno cuando se llamaba Eric Blair, pero ésa es otra historia). Cada uno a su manera, fueron terribles pesimistas que no cejaron en su lucha. ¿Qué opción queda, entre el Gran Hermano y la soma? Es difícil saberlo. Tal vez una que nadie haya descubierto. O tal vez fue Bradbury el que supo encontrar, aunque fuera en lo literario, la ruta que pasaba por estos dos escritores. Algo parecido a la esperanza. Pero ésa sí es definitivamente otra historia. Entre tanto, atención. Aquí y ahora. La utopía puede ser una novela o una droga. El LSD cierra la calle pero abre el camino. Sea como sea, hay que seguir reventando el muro.



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