Esto ya lo toqué mañana


GUATEMALA, Marta Sandoval. - Humberto “el Fantasma” Sandoval fue, a criterio de los expertos, el mejor músico de jazz que ha tenido Guatemala. Pero de su música poco sobrevive, canciones sueltas en algún disco, un casete con 30 años a cuestas o una grabación perdida en la colección personal de un conocedor. Su vida fue intensa y complicada, pero de ella ya sólo quedan recuerdos desperdigados. Retazos que quienes le conocieron recuerdan con detalle. Con esos retazos, intentamos tejer su vida.



Humberto Sandoval
Humberto Sandoval
Dio un sorbo al café y se quemó los labios. Dos gotas se desbordaron y rodaron hacia abajo dejando un rastro marrón. Volvió a revisar la partitura, no le faltaba nada, las notas para toda la orquesta y para los dos saxofones se combinaban a la perfección. Se llamaría “David y Goliat”, pensó, será una guerra entre dos saxofones, el alto-Goliat y el barítono-David. Revisó la partitura otra vez, y otra vez. Luego volvió al café; las gotas que chorrearon de la orilla hasta el platito se habían convertido en una especie de resistencia pegajosa que impedía separarlo de la taza, tomó un sorbo, estaba frío.

Era 1950 y afuera las calles mojadas estaban vacías. De madrugada, el silencio y el leve resabio de la lluvia le daban un aire triste, melancólico. Humberto salió con sus partituras en las manos, se acomodó la corbata y fue a la búsqueda de los músicos que le darían vida a la pieza que acababa de componer.

Meses después se estrenó “David y Goliat” en el teatro del Conservatorio. En los saxofones: el Fantasma y Jorge Sarmientos; detrás, el sexteto de Fredy García Manzo. El público se volvió loco, aquella batalla entre saxofones era capaz de elevarlos.

Ese fue uno de los muchos éxitos del Fantasma Sandoval, un hombre de jazz. Su vida, 54 años vividos a la carrera, fue una intensa búsqueda de sonidos. Al Fantasma, como a Johnny, el perseguidor de Cortázar, la vida le llevaba al menos quince minutos de ventaja. El Fantasma, como el perseguidor, también tocó canciones mañana.


“Pues vamos a tener que ayudarlo a subir al escenario”, dijo uno de los músicos, mientras el otro trataba de levantar a un hombre alto y fornido que estaba tirado sobre un sofá de cuero. Afuera, las últimas notas de un piano rodaban entre los asistentes. “A ver Fantasma, ayúdanos párate”, le rogaron, pero él parecía no escucharles, en ese momento eran ellos los fantasmas, eran invisibles, una presencia ambigua nada más. El Fantasma abrazó a su saxofón como se abraza a una amante, como si fuera una mujer con la que tomó un par de copas en un bar y quien sabe cómo terminaron en la cama. “Yo lo voy a levantar por la derecha y vos por la izquierda”, acordaron los dos músicos. El Fantasma rodeó a cada uno por los hombros y se puso en pie. El maestro de ceremonias ya lo había anunciado: “con ustedes el maestro Humberto Sandoval”, y el público había entrado en trance, los aplausos incesantes advertían el talento del músico. “Este no va a poder tocar”, le dijo uno al otro, mientras avanzaban a pasitos, “ya vas a ver, ya vas a ver”, le contestó.

Entraron y las luces del escenario los encandilaron, iban a tientas, como dos ciegos cargando otro ciego. Lograron llevarlo al centro. Un silencio profundo se apoderó del teatro. Un silencio que duró apenas unos segundos cuando se lo tragó una avalancha de murmullos. Al Fantasma sólo le llegaban palabras sueltas: “borracho”, “cayendo”, “poder”, “tocar”, “no”.  Se aferró al saxofón, como si fuera una baranda o un poste, o cualquier cosa firme que pudiera sostenerle. Y resultó que sí lo era, el saxofón lo sostuvo con más fuerza que los dos hombres que le ayudaron a subir. El sonido salía y se colaba por los oídos de la gente que cerraba los ojos y sonreía; ni siquiera se percataron de que la piel de los brazos y del cuello se les había puesto de gallina. Podían estar en el mejor club de Nueva York, podían estar en París, podía ser Charlie Parker el que tocaba y no Humberto Sandoval. La sensación era la misma.

La noche en blanco y negro, la noche que se ilumina más por el destello de un saxofón que por las lámparas de neón o la luna completa. El concierto terminó, afuera la noche estaba sola, sin la compañía de la música que la hace menos triste, menos oscura. El Fantasma se tambaleó por dos o tres calles, caminó aferrado a su saxofón y llegó a casa. El conejo ya había salido de la chistera.

No fue la única vez que Humberto, el Fantasma Sandoval, subió al escenario con una borrachera a cuestas. Quizá es la maldición de todos los genios; como a Charlie Parker lo acabaron las drogas, al Fantasma el alcohol lo llevó al cielo y al infierno con intervalos a veces demasiado cortos.
Lunes, 19 de Julio 2010
El Periódico de Guatemala
           


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