Vida y guerra en Damasco


DAMASCO. - Desde hace muchas décadas, Damasco vive en el corazón de este cronista. La primera visita fue en el verano de 1965, antes de empezar la aventura de corresponsal en Oriente Medio para La Vanguardia. El visitante nunca hubiese podido imaginar que esta “ciudadela baasista”, esta capital de los Omeya, que los sirios consideran una de las poblaciones más antiguas del mundo y que los nacionalistas la llamaban con orgullo “el corazón de los árabes”, se precipitase en este infierno de una guerra civil de mil rostros ocultos.



Explosiones en Damasco
Explosiones en Damasco
Apenas un centenar de kilómetros separan Beirut (Líbano) de Damasco (Siria). Esta carretera, por la que pasan miles de viajeros sirios que se refugian en Líbano, centenares de camiones de gran tonelaje que transportan gasóleo o toda suerte de mercancías destinadas a esta nación descoyuntada y que, a su regreso, sirven para la exportación de sus productos, se ha convertido en el cordón umbilical más fuerte entre Siria y el mundo exterior.
No es extraño que los rebeldes –el Ejército Libre Sirio– hayan amenazado con declararla “zona de guerra”. Casi todas las demás carreteras, incluyendo la del aeropuerto damasceno, son peligrosas o por lo menos inseguras. Como ocurría en Beirut en los años de su larga guerra –de 1975 a 1990–, que tantos aspectos va teniendo en común con la de Siria, con unos cuantos francotiradores se puede ahuyentar a los viajeros o transeúntes.

Se cuentan –cuando este periodista ha hecho el viaje– nueve controles desde la frontera siria hasta Damasco. Sorprende el silencio, el absoluto silencio en estos embotellamientos, sin un bocinazo, insistentes teléfonos móviles ni radios vociferantes en medio de este paisaje árido, tras la exuberancia de la planicie libanesa de la Bekaa y con la amena cumbre nevada del monte Hermón en el horizonte. Es como si los viajeros contuviesen sus respiraciones para no excitar a los malcarados soldados del ejército nacional o nizam, como le llaman en árabe.

Por la larga avenida Mezza de Damasco, atravesando la gran plaza circular de los Omeya con sus altos surtidores, y los céntricos barrios de la capital siria, con interminables embotellamientos de tráfico, provocados por los cada vez más frecuentes controles militares, se llega al barrio de Bab Tuma (la puerta de Tomás), el antiguo distrito cristiano amurallado de Damasco.

Aquí se puede visitar la catedral grecoortodoxa, en la Vía Recta de la Conversión de San Pablo, el templo cristiano más espacioso y bello de Siria, donde está también el patriarcado grecocatólico. O la pequeña catedral siriacocatólica, muy cerca de la iglesia armenia ortodoxa, y de la catedral maronita, lindante con el convento de los franciscanos. En sus alrededores viven los cristianos, entre las antiguas puertas de Bab Tuma, Bab Charqui y Bab Kissan.

La calle de Bab Tuma divide el vecindario de casas de fachadas modestas, que a menudo esconden amenas viviendas con patio florecido y ceñido de habitaciones en torno a un surtidor de mosaico, puertas con dovelas blancas y negras, ventanas y pequeñas galerías con celosías. Es el antiguo encanto de esta ciudad recoleta, regada por los canales del río Barada, este aprendiz de río damasceno.

En el laberinto de calles hay hornacinas de vírgenes con macetas de flores, verjas de iglesias con esquelas de sus muertos bajo el signo de la cruz, modestas tiendecitas, cafés con internet... Sus hoteles coquetos, sus restaurantes en viejas mansiones, sus bares con alcohol, su embrionario barrio para escultores, pintores y demás artistas tienen un aire mortecino.

Este año, los oficios de Semana Santa fueron más fervorosos que los de los años anteriores. Mujeres y hombres endomingados de esta minoría cristiana –hay dos millones de creyentes en Cristo en Siria, menos del 10% de su población– entonaban himnos religiosos, elevaban sus preces al cielo en distintas lenguas: árabe, siriaco, latín, armenio. Sus coros de hermosas voces quedaban, a menudo, ahogados por las explosiones que retumbaban en los barrios ­periféricos.

En la iglesia de los franciscanos, muy concurrida –en los días de Semana Santa, las iglesias de diferentes ritos abrieron las puertas de par en par–, fray Raymond Girgis, sirio de nacionalidad, reputado canonista oriental, explica que en la Semana Santa de este año hubo más afluencia de feligreses: “Muchos cristianos de Alepo, de Homs, de Deraa, del Rif, de suburbios de la capital, se han refugiado en el centro de Damasco, más seguro”. Quizá ese fervor se deba a su necesidad de aferrarse a la fe en estos tiempos turbulentos, de guerra e incertidumbre. Para facilitar su asistencia se adelantaron los horarios de las misas y fueron suprimidas las procesiones en los aledaños de las iglesias. El barrio se animó con estas fiestas religiosas, seña de identidad de los cristianos.

Ante las iglesias, vigiladas por militares, se congregaban grupos de muchachos y muchachas para conversar y hacerse fotos con sus flamantes teléfonos móviles. A través de muchos altavoces de las tiendas de Bab Tuma se difundían canciones e himnos de Semana Santa, la voz inmortal de la cantante libanesa Feiruz, que tradicionalmente interpreta estas plegarias.

Parece que los habitantes de Damasco se han acostumbrado a soportar las fuertes explosiones que día y noche retumban en la ciudad y al ruido de los vuelos de combate. El humilde repicar de campanas de Bab Tuma apenas se oye en su pequeño vecindario.

La ciudad es una extensa capital de gran diversidad confesional y étnica, no sólo una ciudad de mayoría musulmana suní, sino también un centro urbano de antigua tradición cristiana, donde residen también en gran número drusos y alauíes, cuyos territorios originales se encuentran en el sur y en el litoral mediterráneo de la república, además de una población kurda arraigada en el monte Qasium, que domina la capital.

El barrio de Meze 86 se llama así porque en sus colinas se había asentado un batallón, antaño muy famoso. Son casas de basta construcción, encabalgadas en las abruptas laderas bajo las que se extiende la ciudad.

Muchos vecinos de Meze 86 son militares, a menudo oriundos de Kardaha, en la montaña alauí, cuna de los Asad, la familia presidencial. Recorriendo sus empinadas y desangeladas calles de modestas tiendas y viviendas, llaman la atención las innumerables fotografías de jóvenes muertos pegadas en las paredes. Son los “mártires de las fuerzas armadas caídos en la guerra contra los insurrectos”. Los muros están embadurnados de esquelas, de pasquines de los seguidores del régimen, de grandes retratos del presidente y de su padre, al que sucedió en aquel verano del 2000, el año de sus promesas de una “primavera política” que nunca cumplió.

Meze, con sus accesos bien guardados, es una espartana ciudadela alauí incrustada en la capital. El taxista, vecino de Jobar, uno de los más activos focos de radicales suníes enemigos del poder, rehúsa penetrar en el barrio por temor a sus centinelas.

Damasco es una metrópoli con vastos suburbios, que los urbanistas llaman “barrios informales”, en los que se hacinan desde 1980 pobres inmigrantes rurales. La ciudad cuenta con dos provincias, la de la capital propiamente dicha, y la del territorio circundante, en el que están ahora las zonas más rebeldes, como Jobar, Dunmma o Harasta.

Los barrios más seguros pertenecen a la provincia de la capital. Desde los de la población residencial, como Melki o Abu Rumane, hasta zonas populares musulmanas, o el privilegiado sector cristiano de Bab Tuma, bien protegido por el ejército. En el extenso cinturón de miseria, los insurrectos desafían con una frecuencia cada vez mayor a las tropas regulares.

La geografía militar de Damasco tiene mucho de sociología urbana. Hay barrios como Jaramana con –al menos hasta ahora– pocos atentados y explosiones y donde vive una población mixta de drusos y cristianos con un núcleo musulmán que ha ido creciendo en los últimos años. Pero las explosiones –obra tanto del ejército como de los rebeldes–, los atentados con automóviles trufados de bombas, los ataques y disparos a edificios públicos no detienen su vida cotidiana.

Aunque se pueda considerar que la capital es frente de batalla, no está dividida por líneas militares ni barricadas. Hay sí, zonas más seguras, como las que se encuentran bajo autoridad gubernamental, y zonas más peligrosas, donde los rebeldes, atrincherados entre la población civil, resisten los fuertes ataques militares lanzados para erradicarlos.

Esta extraña guerra a la que se libran es, a la vez, guerra de guerrilla urbana y compleja guerra de datos estratégicos, que procuran sus respectivos servicios de inteligencia. Si bien no hay posiciones fijas, se lucha con una gran movilidad, tanto desplazando las bocas de fuego, como eligiendo los objetivos cambiantes.

Es también una guerra psicológica, que hace mella en la población, que ya está habituada a este ritmo impuesto, pero no puede dejar de vivir en vilo permanentemente. La vida de los damascenos, que ya han perdido su vulnerabilidad, evoca a este corresponsal cada vez más la de los habitantes de Beirut durante su guerra.

Es muy difícil describir esta realidad de claroscuros en la que la excitación de las armas no perturba radicalmente el normal fluir de los días. En la ciudad no falta de nada –zocos y tiendas están abiertos, aunque los precios se han triplicado en pocos meses–, pero sí que escasea el gasóleo que transportan camiones desde la frontera libanesa. Los niños van a las escuelas, el Estado sigue manteniendo sus servicios públicos y las subvenciones de productos de primera necesidad como el pan o las ayudas hospitalarias.

Como en el Beirut de antaño hay dos negocios que prosperan en Siria, la venta de grupos electrógenos y la de lápidas funerarias. Damasco se ha hecho una ciudad más insegura, aislada, triste. El régimen, que presumía de controlar la capital, ha tenido que echar mano de otras tácticas ­defensivas.

En Jaramana, en Bab Tuma, en Meze, en Abu Rumaneh, se ven patrullas de los “comités populares”. Son voluntarios jóvenes o cincuentones bien armados que, apostados en esquinas y lugares céntricos, velan por la seguridad de sus vecinos. Suplen y refuerzan al ejército regular. “Jaramana
–dice Akram Musa, uno de sus habitantes de la comunidad drusa–, si no fuese por estos voluntarios, ya habría caído en manos de los rebeldes”.
Estos milicianos encuadrados en la “defensa civil” reciben sus soldadas de Rami Majluf, el multimillonario hombre de negocios primo del rais Bashar el Asad. En Homs fueron estos comités populares los que defendieron a los habitantes alauíes de los rebeldes. Pero ahora, en la capital, la explosión de obuses de morteros, disparados sobre todo a partir del mes de febrero, ha agravado el sentimiento de inseguridad de los damascenos.

Se puede contemplar la capital desde el restaurante giratorio del hotel Sham, que continúa abierto. Desde la mesa se descubre muy lentamente su paisaje urbano, desde el parque del club militar Uadi, la calle Salhie, el monte Qasium, el palacio del pueblo o residencia del rais, la ancha fachada blanca del Banco Central, la gran mezquita de los Omeya sobresaliendo del caserio... Pero ahora, un mediodía cualquiera, de vez en cuando, se ve en el cielo de la antigua ciudad “corazón de los árabes”, donde convergen todos los caminos del Oriente Medio, la humareda de una explosión.

Horas antes, cuenta Aida Shami, empleada comercial alaui, todos comentaban horrorizados en la capital las fetuas o decretos religiosos promulgados por un jeque integrista tunecino, sobre el yihad al munakaha, “la lucha sexual”, en las que incitaba a las jóvenes tunecinas a viajar a Siria para satisfacer las necesidades sexuales de los yihadistas o combatientes de la guerra santa.

En otros textos se había dispuesto que las mujeres de las minorías religiosas, como alauíes, drusas, cristianas, ismaelíes, kurdas, podían ser consideradas botín de guerra. Esta horrenda guerra civil ha provocado la demonización del enemigo, la deshumanización del Otro. Si para unos, el régimen de El Asad es bárbaro y sanguinario, para otros, sus adversarios son simplemente terroristas a sueldo de los tiránicos y oscurantistas principados árabes del golfo Pérsico, de gobiernos de Occidente, fanáticos voluntarios extranjeros que se han ensañado en destruir un país de antigua civilización y de gran diversidad en su composición social, para imponer su califato despótico y medieval.

En esta guerra civil interminable y escandalosa, hay, además del enfrentamiento de los rebeldes contra El Asad, la lucha entre regímenes árabes, el combate en Oriente Medio entre persas y árabes, la batalla o fitna de suníes y chiíes, el forcejeo de organizaciones terroristas que quieren imponerse sobre los grupos insurrectos, una suerte de renovada guerra fría de Rusia y Estados Unidos.

Cenando a la luz de las velas, como en los días de los combates de Beirut, en casa de Mohsen Bilal, exministro y exembajador, doctor en Medicina, muy vinculado al presidente El Asad, del que fue profesor, el político sorprendió a este periodista al afirmar que el año próximo “habrá elecciones, el presidente se presentará y volverá a ganarlas”, cuando lo que se le había preguntado era si al final de su mandato en el 2014 podría vislumbrarse un compromiso para una transición política en Siria.

El terror golpea Damasco, y sus habitantes se encierran de noche en sus casas. No es fácil encontrar un taxi para regresar a Bab Tuma. Y en el restaurante L’Oriental, cabe al patriarcado grecocatólico, deja boquiabierto la explosión de alegría de una fiesta de mujeres escotadas, ceñidas minifaldas, elegantes trajes largos, enjoyadas y maquilladas, de caballeros endomingados y con corbata, de adolescentes que, frenéticamente, bailaban ritmos estadounidenses entre las mesas. Una pareja de novios celebra ostentosamente su banquete de nupcias bebiendo champán, besándose con pasión ante los flashes de las cámaras fotográficas de los móviles de los comensales.

Encaramado en el brocal de un surtidor, el novio, exaltado, entonando patrióticas canciones a Siria, a la gloria de su ejército, blande la bandera nacional. ¨Siria es fuerte, viva Rusia”, claman los invitados, ya muy avanzada la medianoche dominical.
Tomás Alcoverro
Domingo, 23 de Junio 2013
La Vanguardia, Barcelona, España
           


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