Erdogan, con el líder de la Liga Árabe Nabil Al Arabi, en El Cairo.
A inicios de septiembre, en reacción ante la negativa israelí de presentar excusas por el asalto contra la flotilla humanitaria para Gaza el año pasado, Turquía suspendió sus relaciones de cooperación militar con Tel Aviv, expulsó los principales diplomáticos israelíes de su territorio y habló de mandar la marina turca para escoltar los próximos barcos humanitarios. En su discurso en la cumbre de la Liga Árabe de en Cairo, Erdogan explicó ante un público embelesado que Israel “tenía que pagar por los crímenes que había cometido.”
¿Se habrán vuelto los turcos radicales antioccidentales, como se les reprocha a veces en Tel Aviv y en Washington? ¿Querrán tomar el puesto de una Siria debilitada y un Irán que suscita sospechas a la cabeza de un frente regional contra el Estado judío y su padrino norteamericano?
Sería más bien extraño, ya que Turquía es todavía miembro de la OTAN, todavía candidata a la Unión Europea, y todavía un amigo y aliado declarado de Estados Unidos, un estatuto oficialmente reconocido también por Washington. Casi al mismo momento en que decretaba sanciones contra Israel, Ankara aceptó el despliegue en su frontera sudoriental de un sofisticado sistema de radar de la OTAN cuyo objetivo explícito es proteger Europa de los misiles iraníes.
En realidad, lo que está ocurriendo es algo más complejo y más interesante, y existe cierto paralelismo con las evoluciones recientes en otras partes del mundo. En America del Sur, en la primera década del siglo XXI, la Venezuela de Hugo Chávez –amigo cercano de Bashar al-Asad y Mahmud Ahmadinejad– era supuestamente la punta de lanza del antiimperialismo regional, mientras el Brasil de Lula era percibido por los radicales como demasiado conciliador hacia el “imperio”.
Sin embargo, el radicalismo de Chávez colapsó bajo el peso de sus contradicciones y de su retórica fatua. El líder venezolano proclama ahora estar prácticamente enamorado del presidente colombiano Juan Manuel Santos, ayer tratado de fascista, mafioso y cachorro de Washington. Y no hay dudas de que Santos es el mejor amigo de Washington en la región.
Es ahora el moderado Brasil y su política de tipo “cero problemas con los vecinos” –para retomar el famoso lema del canciller turco Ahmet Davutoglu– quien asume a los ojos del mundo el liderazgo de los afanes de autonomía y autodeterminación diplomática de la región. Sin sorpresas, Brasilia y Ankara ya demostraron su voluntad de colaboración estrecha sobre temas internacionales delicados, como las ambiciones nucleares de Teherán.
Hay también un lado económico en este paralelismo del “poder blando”. Mientras las multinacionales brasileñas –las únicas de origen local que cuentan en la región– manejan casi todos los grandes proyectos de infraestructuras sudamericanas, las empresas turcas hacen exactamente lo mismo en Asia Central. Y los intereses turcos no solo están penetrando Oriente Medio (¿adivinen quién ganó los contratos de recolección de basura en metrópolis iraquíes como Bagdad y Basra?), sino también África subsahariana.
Al inicio de la guerra civil libia, cuando los extranjeros fueron evacuados precipitadamente, muchos se sorprendieron de saber que había alrededor de 25.000 trabajadores turcos en el país de Muamar Gadafi. Allá también, las empresas turcas estaban fuertemente implicadas en el sector de la construcción, entre otros.
Ankara fue inicialmente muy prudente y no rompió completamente con el dictador libio, pero cuando finalmente lo hizo, regaló 300 millones de dólares a los rebeldes. Las oportunidades económicas de Turquía en Libia lucen óptimas. En cuanto a Egipto, el volumen anual de sus intercambios con Turquía llega a 3.700 millones de dólares, no muy lejos del nivel del comercio entre Ankara e Israel.
Aún considerando los posibles beneficios de esta nueva combatividad de Turquía, queda un interrogante: ¿Se trata de una estrategia brillante o de un peligroso salto hacia el vacío por parte de Erdogan? Pese a las habilidades políticas y diplomáticas del primer ministro turco y de su ministro de Relaciones Exteriores, los escépticos piensan que no serán capaces de controlar todas las consecuencias de su riesgosa estrategia en un escenario tan volátil y traicionero como Oriente Medio. En otras palabras, Turquía está jugando con fuego.
Lo que podría ser el caso si el status quo regional fuera sostenible. No lo es, Erdogan lo sabe, y su apuesta tiene mucho más sentido si uno toma la verdadera medida de la situación. Los líderes de Turquía están en lo cierto en al menos un cosa: las autocracias árabes y los abusos coloniales israelíes son parte de la misma ecuación obsoleta. En vista de la obtusidad suicida de Tel Aviv, y considerando la miopía y la parálisis vergonzosa de la primera superpotencia, algo de caos creativo no puede ser peor que el presente inmovilismo enfermizo.
¿Se habrán vuelto los turcos radicales antioccidentales, como se les reprocha a veces en Tel Aviv y en Washington? ¿Querrán tomar el puesto de una Siria debilitada y un Irán que suscita sospechas a la cabeza de un frente regional contra el Estado judío y su padrino norteamericano?
Sería más bien extraño, ya que Turquía es todavía miembro de la OTAN, todavía candidata a la Unión Europea, y todavía un amigo y aliado declarado de Estados Unidos, un estatuto oficialmente reconocido también por Washington. Casi al mismo momento en que decretaba sanciones contra Israel, Ankara aceptó el despliegue en su frontera sudoriental de un sofisticado sistema de radar de la OTAN cuyo objetivo explícito es proteger Europa de los misiles iraníes.
En realidad, lo que está ocurriendo es algo más complejo y más interesante, y existe cierto paralelismo con las evoluciones recientes en otras partes del mundo. En America del Sur, en la primera década del siglo XXI, la Venezuela de Hugo Chávez –amigo cercano de Bashar al-Asad y Mahmud Ahmadinejad– era supuestamente la punta de lanza del antiimperialismo regional, mientras el Brasil de Lula era percibido por los radicales como demasiado conciliador hacia el “imperio”.
Sin embargo, el radicalismo de Chávez colapsó bajo el peso de sus contradicciones y de su retórica fatua. El líder venezolano proclama ahora estar prácticamente enamorado del presidente colombiano Juan Manuel Santos, ayer tratado de fascista, mafioso y cachorro de Washington. Y no hay dudas de que Santos es el mejor amigo de Washington en la región.
Es ahora el moderado Brasil y su política de tipo “cero problemas con los vecinos” –para retomar el famoso lema del canciller turco Ahmet Davutoglu– quien asume a los ojos del mundo el liderazgo de los afanes de autonomía y autodeterminación diplomática de la región. Sin sorpresas, Brasilia y Ankara ya demostraron su voluntad de colaboración estrecha sobre temas internacionales delicados, como las ambiciones nucleares de Teherán.
Hay también un lado económico en este paralelismo del “poder blando”. Mientras las multinacionales brasileñas –las únicas de origen local que cuentan en la región– manejan casi todos los grandes proyectos de infraestructuras sudamericanas, las empresas turcas hacen exactamente lo mismo en Asia Central. Y los intereses turcos no solo están penetrando Oriente Medio (¿adivinen quién ganó los contratos de recolección de basura en metrópolis iraquíes como Bagdad y Basra?), sino también África subsahariana.
Al inicio de la guerra civil libia, cuando los extranjeros fueron evacuados precipitadamente, muchos se sorprendieron de saber que había alrededor de 25.000 trabajadores turcos en el país de Muamar Gadafi. Allá también, las empresas turcas estaban fuertemente implicadas en el sector de la construcción, entre otros.
Ankara fue inicialmente muy prudente y no rompió completamente con el dictador libio, pero cuando finalmente lo hizo, regaló 300 millones de dólares a los rebeldes. Las oportunidades económicas de Turquía en Libia lucen óptimas. En cuanto a Egipto, el volumen anual de sus intercambios con Turquía llega a 3.700 millones de dólares, no muy lejos del nivel del comercio entre Ankara e Israel.
Aún considerando los posibles beneficios de esta nueva combatividad de Turquía, queda un interrogante: ¿Se trata de una estrategia brillante o de un peligroso salto hacia el vacío por parte de Erdogan? Pese a las habilidades políticas y diplomáticas del primer ministro turco y de su ministro de Relaciones Exteriores, los escépticos piensan que no serán capaces de controlar todas las consecuencias de su riesgosa estrategia en un escenario tan volátil y traicionero como Oriente Medio. En otras palabras, Turquía está jugando con fuego.
Lo que podría ser el caso si el status quo regional fuera sostenible. No lo es, Erdogan lo sabe, y su apuesta tiene mucho más sentido si uno toma la verdadera medida de la situación. Los líderes de Turquía están en lo cierto en al menos un cosa: las autocracias árabes y los abusos coloniales israelíes son parte de la misma ecuación obsoleta. En vista de la obtusidad suicida de Tel Aviv, y considerando la miopía y la parálisis vergonzosa de la primera superpotencia, algo de caos creativo no puede ser peor que el presente inmovilismo enfermizo.