Rusia, y antes la URSS -mucho más que EE.UU.- ha sido la potencia mundial más implicada en los conflictos de Oriente Medio.
Ingenieros y obreros rusos, por ejemplo, levantaron entre 1968 y 1973 la gran presa siria de Tabqa, en el río Éufrates. Alrededor de seis mil consejeros militares soviéticos vivían en Siria. Los letreros en cirílico eran comunes en la calle Kuatli del centro de Alepo.
La alianza del rais Hafez el Asad con el Kremlin se fundaba, como ahora, en acuerdos militares. El objetivo era mantener el “equilibrio estratégico con Israel”, siempre reforzado con la ayuda de EE.UU. El pragmatismo de Hafez el Asad estaba por encima de las discrepancias ideológicas.
Miles de sirios estudiaron en la URSS y muchos conservan todavía la nacionalidad rusa. La radio y televisión sirias aún emiten informativos en ruso.
Cuando se desmoronó la URSS, Siria perdió a su gran aliado. El régimen tuvo que adaptarse a la nueva escena internacional dominada por EE.UU. El eclipse soviético dejó en Damasco un vacío. Fue el presidente Putin quien desempolvó los desdeñados expedientes comerciales, militares y diplomáticos con el ánimo de recuperar las estrechas relaciones de la época soviética. En el 2005 condonó gran parte de la deuda que Siria había contraído con la URSS. A cambio, el régimen de Bashar el Asad reactivó la cooperación, especialmente en el área energética.
Hace un par de años, Rusia impidió que EE.UU. bombardease la zona controlada por el Gobierno de Damasco. Ahora, ante la ineficacia de la pregonada coalición internacional contra el Estado Islámico, ha dado un paso más hacia su pleno compromiso de apoyar al régimen de El Asad.
La guerra de Siria tiene una dimensión en Rusia que no hay que olvidar: el miedo al contagio yihadista que ya sufrió el norte del Cáucaso. La guerra santa no es sólo una metáfora.
Tomás Alcoverro
Ingenieros y obreros rusos, por ejemplo, levantaron entre 1968 y 1973 la gran presa siria de Tabqa, en el río Éufrates. Alrededor de seis mil consejeros militares soviéticos vivían en Siria. Los letreros en cirílico eran comunes en la calle Kuatli del centro de Alepo.
La alianza del rais Hafez el Asad con el Kremlin se fundaba, como ahora, en acuerdos militares. El objetivo era mantener el “equilibrio estratégico con Israel”, siempre reforzado con la ayuda de EE.UU. El pragmatismo de Hafez el Asad estaba por encima de las discrepancias ideológicas.
Miles de sirios estudiaron en la URSS y muchos conservan todavía la nacionalidad rusa. La radio y televisión sirias aún emiten informativos en ruso.
Cuando se desmoronó la URSS, Siria perdió a su gran aliado. El régimen tuvo que adaptarse a la nueva escena internacional dominada por EE.UU. El eclipse soviético dejó en Damasco un vacío. Fue el presidente Putin quien desempolvó los desdeñados expedientes comerciales, militares y diplomáticos con el ánimo de recuperar las estrechas relaciones de la época soviética. En el 2005 condonó gran parte de la deuda que Siria había contraído con la URSS. A cambio, el régimen de Bashar el Asad reactivó la cooperación, especialmente en el área energética.
Hace un par de años, Rusia impidió que EE.UU. bombardease la zona controlada por el Gobierno de Damasco. Ahora, ante la ineficacia de la pregonada coalición internacional contra el Estado Islámico, ha dado un paso más hacia su pleno compromiso de apoyar al régimen de El Asad.
La guerra de Siria tiene una dimensión en Rusia que no hay que olvidar: el miedo al contagio yihadista que ya sufrió el norte del Cáucaso. La guerra santa no es sólo una metáfora.
Tomás Alcoverro