El Tribunal Superior Electoral anuló la candidatura presidencial de Lula por el Partido de los Trabajadores (PT), la formación que fundó en 1980 con un puñado de obreros e intelectuales y que aún lidera desde prisión con mano de hierro. “Solo no seré candidato si me muero, renuncio o soy arrancado por la Justicia Electoral. No pretendo morir, no pienso renunciar y voy a luchar por mi registro hasta el final”, escribía el exmandatario (2003-2010) en una carta tras inscribir su candidatura en la corte electoral, el pasado 15 de agosto en Brasilia. Pero su sueño de disputar la Presidencia por sexta vez fue frustrado hoy por decisión del Tribunal Superior Electoral.
Brasil, la mayor economía de Sudamérica, ha sido testigo de la inhabilitación de un Lula que se posicionaba como el máximo favorito para las elecciones de octubre con cerca de un 40 % de las intenciones de voto, según las últimas encuestas.
El apoyo que encuentra el extornero mecánico en los sondeos demoscópicos no se ha visto minado ni por la condena a 12 años y 1 mes de cárcel por corrupción pasiva y lavado de dinero, ni por los otros cinco procesos penales que tiene abiertos en la Justicia, la mayoría también por sospechas de corrupción.
Su idea, desde prisión, era volver hacer “feliz” al pueblo brasileño, mientras denunciaba una “conjura” de las elites y la Justicia para evitar su participación en los comicios.
Paradójicamente, la candidatura de Lula ha sido vetada por una ley que él mismo sancionó en 2010, el último año de sus dos mandatos, y que prohíbe de manera explícita que una persona condenada en segunda instancia, como es su caso, pueda postular a cualquier cargo electivo.
Nacido en 1945 en el estado de Pernambuco, en la paupérrima región nordeste de Brasil, emigró a Sao Paulo y solo conoció a su padre, un campesino analfabeto y alcohólico, cuando tenía cinco años de edad.
Entonces vendía tapioca y naranjas, lo que no le impidió acabar la educación primaria y convertirse en el primero de la familia con un título, el de tornero mecánico.
Con el tiempo entró en el Sindicato de los Metalúrgicos de Sao Bernardo do Campo, en la zona metropolitana de la capital paulista, que presidió y desde donde lideró un combativo movimiento obrero que organizó históricas manifestaciones en plena dictadura militar (1964-1985).
Formado en el marxismo, en 1980 fundó el PT, la plataforma progresista desde la que se convirtió en referencia de la izquierda latinoamericana.
Fue candidato presidencial en 1989, 1994, 1998 y 2002, año, este último, en el que ganó los comicios aunque con una imagen bien distinta a la del revolucionario de barba espesa que creció en los movimientos sindicales. Ahora vestía con traje, propagaba el “paz y amor” y rechazaba la guerra frontal contra el capital.
En ocho años de gestión, sacó de la pobreza a cerca de 30 millones de personas y, bajo su gestión, el gigante sudamericano obtuvo un crecimiento económico extraordinario con justicia social.
Brasil era un ejemplo mundial. Lula aparecía en las portadas de las principales revistas más prestigiosas y era calificado en el pasado por el expresidente de Estados Unidos Barack Obama como “el político más popular de la Tierra”. Pero empezó a despertar del sueño en 2005, cuando surgieron los primeros escándalos de corrupción en el seno de su partido.
El caso conocido como ‘Mensalao’, que destapó una red mediante la cual se repartían sobornos periódicos a diputados para comprar su apoyo político en el Congreso, precedió al estallido en 2014 del escándalo de Petrobras, ya con su ahijada política, Dilma Rousseff, como presidenta de Brasil. Entre las decenas de empresarios y políticos acusados por corrupción, Lula era el rey de la baraja y contra él los fiscales empezaron a redactar denuncias y los jueces a abrir procesos.
Un apartamento de tres plantas en el litoral paulista dado, según comprobó la justicia, en concepto de soborno por una constructora llevó a Lula en abril pasado a cumplir pena en una celda en la sede de la Policía Federal en la sureña ciudad de Curitiba.
Hoy una ley sancionada con su puño y letra le impide volver a ser presidente de Brasil, en un nuevo capítulo de la vida política del líder más carismático del país.
Brasil, la mayor economía de Sudamérica, ha sido testigo de la inhabilitación de un Lula que se posicionaba como el máximo favorito para las elecciones de octubre con cerca de un 40 % de las intenciones de voto, según las últimas encuestas.
El apoyo que encuentra el extornero mecánico en los sondeos demoscópicos no se ha visto minado ni por la condena a 12 años y 1 mes de cárcel por corrupción pasiva y lavado de dinero, ni por los otros cinco procesos penales que tiene abiertos en la Justicia, la mayoría también por sospechas de corrupción.
Su idea, desde prisión, era volver hacer “feliz” al pueblo brasileño, mientras denunciaba una “conjura” de las elites y la Justicia para evitar su participación en los comicios.
Paradójicamente, la candidatura de Lula ha sido vetada por una ley que él mismo sancionó en 2010, el último año de sus dos mandatos, y que prohíbe de manera explícita que una persona condenada en segunda instancia, como es su caso, pueda postular a cualquier cargo electivo.
Nacido en 1945 en el estado de Pernambuco, en la paupérrima región nordeste de Brasil, emigró a Sao Paulo y solo conoció a su padre, un campesino analfabeto y alcohólico, cuando tenía cinco años de edad.
Entonces vendía tapioca y naranjas, lo que no le impidió acabar la educación primaria y convertirse en el primero de la familia con un título, el de tornero mecánico.
Con el tiempo entró en el Sindicato de los Metalúrgicos de Sao Bernardo do Campo, en la zona metropolitana de la capital paulista, que presidió y desde donde lideró un combativo movimiento obrero que organizó históricas manifestaciones en plena dictadura militar (1964-1985).
Formado en el marxismo, en 1980 fundó el PT, la plataforma progresista desde la que se convirtió en referencia de la izquierda latinoamericana.
Fue candidato presidencial en 1989, 1994, 1998 y 2002, año, este último, en el que ganó los comicios aunque con una imagen bien distinta a la del revolucionario de barba espesa que creció en los movimientos sindicales. Ahora vestía con traje, propagaba el “paz y amor” y rechazaba la guerra frontal contra el capital.
En ocho años de gestión, sacó de la pobreza a cerca de 30 millones de personas y, bajo su gestión, el gigante sudamericano obtuvo un crecimiento económico extraordinario con justicia social.
Brasil era un ejemplo mundial. Lula aparecía en las portadas de las principales revistas más prestigiosas y era calificado en el pasado por el expresidente de Estados Unidos Barack Obama como “el político más popular de la Tierra”. Pero empezó a despertar del sueño en 2005, cuando surgieron los primeros escándalos de corrupción en el seno de su partido.
El caso conocido como ‘Mensalao’, que destapó una red mediante la cual se repartían sobornos periódicos a diputados para comprar su apoyo político en el Congreso, precedió al estallido en 2014 del escándalo de Petrobras, ya con su ahijada política, Dilma Rousseff, como presidenta de Brasil. Entre las decenas de empresarios y políticos acusados por corrupción, Lula era el rey de la baraja y contra él los fiscales empezaron a redactar denuncias y los jueces a abrir procesos.
Un apartamento de tres plantas en el litoral paulista dado, según comprobó la justicia, en concepto de soborno por una constructora llevó a Lula en abril pasado a cumplir pena en una celda en la sede de la Policía Federal en la sureña ciudad de Curitiba.
Hoy una ley sancionada con su puño y letra le impide volver a ser presidente de Brasil, en un nuevo capítulo de la vida política del líder más carismático del país.