La política de explotación de los recursos mineros –si acaso existe alguna– es una vergüenza. El subsuelo de toda la Nación ha sido inescrupulosamente cedido a cuanto aventurero con suficientes conexiones políticas existe.
Se han dejado de lado los intereses económicos del Estado, sobreponiendo los de los explotadores, sin medir el daño irreparable que causarán sobre miles de hectáreas de selva virgen, arrasando con la biodiversidad de flora y fauna, y contaminando por siglos las fuentes de agua de una enorme porción del territorio nacional. ¿Debe el riquísimo –pero frágil– tesoro natural perderse para siempre en beneficio del dudoso mercado minero?
Con la aprobación del estudio de impacto ambiental dado por la Autoridad Nacional del Ambiente se abre una puerta peligrosísima, amenazando sin escrúpulos el futuro de parte de nuestra herencia natural, solo para beneficiar a unos cuantos bolsillos. Tanta complacencia en el Gobierno resulta sospechosa, en especial porque los propietarios de esta concesión han hecho ya gala de un irrespeto inaudito a los requisitos más básicos en el desarrollo de su proyecto. El mensaje enviado con este desacierto habla por sí solo: el país está a la venta al mejor postor.
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