Las permanentes injerencias extranjeras en El Líbano


Extractos de la conferencia pronunciada en Sevilla el 26 de mayo por Tomás Alcoverro en un seminario sobre El Líbano, organizado por la "Fundación de las Tres Culturas", El Líbano, el pequeño y frágil Líbano, es el último eslabón del Imperio Otomano, con su arcaico sistema confesional que, sin embargo, ha permitido la convivencia de poblaciones con creencias y estilos de vida muy diversos.



Las permanentes injerencias extranjeras en El Líbano
El éxito de los otomanos fue saber administrar su mundo de diferencias, asegurando una paz doméstica, incluso un cierto bienestar. Las descripciones de la vida social en el interior del imperio ofrecen una imagen de un pluralismo étnico y religioso: prosperidad de los griegos de Estambul, la antigua Constantinopla, y de Esmirna; fortuna de judíos sefarditas en Palestina y en Iraq; vida compartida de armenios con turcos y kurdos.

Fue un imperio multinacional, plurireligioso, consolidado por Solimán el Magnifico en el siglo XVI, haciendo reinar la justicia para todos, arrastrado por la tiranía y por las matanzas, tras haber intentado varias modernas reformas, y que se hundió bajo los repetidos asaltos de la expansión colonial europea.

Fue en este contexto donde surgió, violento y brutal, el nacionalismo turco dando la espalda al pluralismo étnico y cultural otomano, sobre el que se apoyará Mustafa Kemal para impedir el desmembramiento final de un vasto territorio, con sus extendidas alas en los Balcanes y en el Oriente Medio, y construir la república turca laica del siglo XX.

Es el Líbano, con sus propias tradiciones, el que será el heredero de este pluralismo clásico del Imperio Otomano, acogiendo refugiados armenios, asirios, kurdos, ahuyentados por las matanzas. Y después acogiendo a los palestinos, tras la fundación del Estado de Israel en 1948. La organización de la vida política libanesa, siempre tan inestable o en precario equilibrio, y sus controvertidas estructuras estatales, conservan muchos aspectos del sistema otomano en su tolerante pluralismo. El sistema libanés será destruido, a su vez, por las ambiciones regionales de sus vecinos y la rivalidad de las grandes potencias, tanto de Occidente como de Oriente.

En las rocas del Nahr el Kalb hay esculpidas estelas de los ejércitos que pasaron por el Líbano, desde los soldados de Nabucodonosor hasta las tropas del mandato francés de 1920, sin olvidar los contingentes militares otomano y egipcio. Desde siempre y especialmente desde los siglos XVIII y XIX, la historia de este pueblo, abocado al Mediterráneo, ha estado hondamente marcada por los poderes extranjeros, reclamados a menudo por los propios libaneses. No hay en Nahr el Kalb otras estelas para recordar el desembarco de los "marines" estadounidenses de 1958, ni las invasiones israelíes de 1978 y 1982, ni los últimos combates del verano del 2006.

En este abrupto paisaje costero, perforado por el túnel de la carretera de Beirut, se perciben de un vistazo algunas de las características de su turbulento devenir histórico.

No hay país en el mundo en el que los embajadores, los cónsules, los representantes, sobre todo de las grandes potencias -como el propio Nuncio del Vaticano-, gocen de un prestigio político y social tan populares. Antaño el embajador de Francia, protectora secular de los cristianos maronitas, era una suerte de virrey. Durante la decadencia del Imperio Otomano, cónsules europeos se atribuyeron competencias mucho más amplias que sus concretas funciones de representación, al proteger las comunidades minoritarias cristianas o judías en Estambul y en otras ciudades y territorios del vasto Estado. Con los revolucionarios cambios internacionales el representante de la Casa Blanca es siempre un personaje muy conocido entre los libaneses. En los años del terror y la violencia callejera de Beirut, sus raudos desplazamientos con escoltas de desafiantes guardaespaldas armados hasta los dientes, eran secuencias cinematográficas de rancias cintas de guerra y aventuras.

No hay día en que alguno de los embajadores de las grandes potencias no opine sobre todo lo divino y humano de la bizantina política libanesa ante las cámaras de sus numerosas televisiones, recomiende, advierta incluso, o dicte a los gobernantes lo que deben hacer. El sistema de comunidades confesionales, vestigio del gobierno del Imperio otomano, ha provocado lo que el magnifico historiador y sociólogo libanés Georges Corm definió como "la cultura de los consules", esta constante palabrería e intoxicación sin precedentes de los diplomáticos acreditados en Beirut.

Los actuales acontecimientos, en medio de esta gravísima crisis que ha cobrado alarmantes repercusiones internacionales, es muy semejante a lo que sucedía en el siglo XIX, el siglo colonial, según atestiguan los archivos diplomáticos de la época.

Los embajadores de los poderosos gobiernos de Occidente están siempre en el centro de intrigas políticas locales, como antaño los cónsules, protectores de las diversas comunidades confesionales, como el francés de los maronitas, el inglés de los drusos, el ruso de los griegos ortodoxos. Era el tiempo de las Capitulaciones, normas legales que protegían a las minorías. Los dirigentes de este país, único en el mundo, extraen parte de su propia autoridad de los vínculos con algún estado extranjero, a través de su relación con un embajador o jefe de misión diplomática.

Esta manera de actuar es tan habitual que los libaneses no se percatan del ridículo y de la incompatibilidad entre estas declaraciones e injerencias frecuentes con la soberanía estatal. Los libaneses, incluso en épocas de miedo e inseguridad, se dirigen a los diplomáticos, a los corresponsales occidentales, para formularles la tan traída y llevada pregunta: "¿Qué piensan de la situación?". Y es que el Líbano, desgraciadamente por sus empecinadas luchas por imponer sus "identidades asesinas", en expresión del escritor Amin Maalouf, es una fácil palestra para toda suerte de injerencias extranjeras, árabes, regionales, como la de Israel; o internacionales como la de los EE.UU. y Francia, acentuadas con la adopción de la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, que reclamaba la retirada de las tropas sirias y el desarme de la organización chiíta guerrillera del Hizbulah.

Este pequeño país es un estado tampón, zarandeado por todos los vientos de la historia. Es un tentador paraíso para embajadores y cónsules extranjeros. Una vez más el Líbano, sometido desde el Imperio Otomano a la "cultura de los cónsules", vale decir de las "normales" injerencias extranjeras, padece en su carne esta desorbitada internacionalización que ahonda sus constantes divisiones internas, fomenta sus contradicciones entre Oriente y Occidente.

Mientras una parte de la población ha recibido con agradecimiento, con simpatía, esta profunda internacionalización; otra, sobre todo la comunidad chiíta, la más numerosa del Líbano, la ha sentido como una amenaza de extensión de la influencia occidental.

En su último libro, Ahmad Beydoun ha tratado con clarividencia de este tema. Su libro, La degenerescence du Liban oú la reforme orpheline, analiza la patética situación de un país que necesita poner fin al régimen confesional, al comunitarismo, como gusta decirse ahora. Necesita la reforma, una reforma que esta claramente articulada en la crisis sistemática del modelo comunitario, pero nadie sabe cuándo, cómo y en qué condiciones podrá desenvolverse una verdadera voluntad de cambio. Describe tres clases de injerencia: a través de la ayuda financiera, de la asistencia política y de la "satelización de los símbolos".

"La forma religiosa de movilización política es ciertamente -escribe-, la más eficaz y seria, por ejemplo el caso de la relación del Hizbulah e Irán. La historia contemporánea del Líbano ha contado con numerosos casos de infeudación en masa o bien en grupos, respecto a las potencias exteriores. Es una suerte de tradición libanesa que arrastra alegremente las ideas de ciudadanía, de elemental nacionalidad, de un estado de derecho. Este tipo de relación ha hecho que sean casi indiscernibles los actores exteriores de los autóctonos, en las crisis que han devastado el país". "Es obvio -continúa- que la tendencia de echarse en brazos de un protector extranjero, se hace más fuerte en los periodos de una grave tensión interior. El clima del conflicto tiende a reducir el país y a sus habitantes a una situación de rehén, desencadenando el proceso de trueques vinculados a las condiciones que socavan el interior del Oriente Medio".

Beydoun explica también que hay unas formas de injerencias extranjeras permanentes. Las élites comunitarias del Líbano se han copiado unas a otras su comportamiento, en un periodo de más de doscientos años. Hace más de medio siglo, Georges Nacache, periodista y político, aludiendo al pacto nacional entre cristianos y musulmanes en el que se fundó este Estado, escribió que "una nación no se hace con dos negaciones", refiriéndose al compromiso de los libaneses de no dejarse arrastrar ni por las tentaciones de Oriente ni por las llamadas de Occidente.

Es imposible hacer la historia del Líbano, ultimo eslabón del ordenamiento jurídico político del Estado otomano, sin corroborar que desde 1840 hasta ahora son constantes las intervenciones de los poderes extranjeros, sean franceses, británicos, israelíes, egipcios o palestinos, sin olvidar sobre todo a los vecinos sirios y ahora a los iraníes de la Republica Islámica, con su indiscutible poder regional acrecentado en los últimos meses con su programa nuclear.

En pocas palabras, no han cambiado ni las circunstancias geopolíticas ni las influencias ni dependencias que siguen convirtiendo al Líbano en una palestra privilegiada para todos los agentes de las fuerzas enfrentadas de Oriente Medio. Como el Imperio Otomano que sucumbió a las presiones externas, el Líbano es ahora "el hombre enfermo del siglo XXI".

Tomás Alcoverro
Domingo, 31 de Mayo 2009
La Vanguardia, Barcelona
           


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