El imán se sentó entre el jefe policiaco –un tipo genuinamente decente, que quería que los musulmanes lo consideraran su amigo– y yo, y hasta hicimos bromas sobre esas “revisiones al azar” que los musulmanes venidos de Medio Oriente y un tal R. Fisk suelen recibir en los aeropuertos de Estados Unidos y Canadá. Todo marchó bien hasta que me levanté a hablar.
Advertí a los presentes que tal vez no les gustaría todo lo que iba yo a decir. Y, en efecto, cuando les dije que estaban en plena libertad de condenar a Israel y Estados Unidos –que, de hecho, deben condenarlos cuando abusan de los derechos humanos, ocupan países de otros pueblos y asesinan civiles inocentes–, pero que quería saber por qué rara vez los escucho condenar a los despiadados estados policiacos de Medio Oriente y otras zonas del sureste de Asia de los que ellos provienen, me saludó el silencio. Unos diplomáticos musulmanes estaban como estatuas, lo cual dejaba traslucir la crueldad de sus regímenes. El único aplauso inmediato surgió cuando mencioné que cuando soldados occidentales comenzaron a matar musulmanes en tierras musulmanes había llegado el momento de retirar esos soldados.
De ese comentario surgieron dos fenómenos interesantes. El primero fue que tanto el jefe de la policía como los militares canadienses se unieron al aplauso. La malhadada participación militar canadiense en Afganistán es tema de considerable controversia en las fuerzas armadas del país norteamericano. He descubierto que, una vez que los políticos han emitido sus órdenes, los soldados dejan conocer su punto de vista.
Mucho más revelador, sin embargo, fue el largo paseo que di al día siguiente por la tundra helada de Canadá, durante el cual dos musulmanes del país –sí, llevaban barba– me explicaron por qué su comunidad guardó silencio sobre las iniquidades perpetradas por las dictaduras en sus países de origen. Había yo insinuado que tal vez dependían del apoyo económico y político de esos regímenes y, hasta cierto punto, estuvieron de acuerdo.
“Señor Robert, tiene que entender algo –dijo de pronto el conductor del auto–. Aquí en Canadá operan agentes del mukhabarat. Siempre que hay una disputa, aunque sea entre familias, alguien que esté enojado puede acusar a su antagonista de ser opositor al régimen. Tenemos que recordar que nuestros familiares siguen viviendo en países árabes y que los pueden arrestar. O a nosotros, cuando vayamos a visitarlos.”
Por supuesto. Sólo un occidental –alguien que da por sentado automáticamente que quien ostente un pasaporte canadiense está seguro– podría haber dejado de notar esa falla de la valiente sociedad multiétnica canadiense: no que vastas comunidades procedentes de todas partes del mundo vivan en una tierra de libertad, sino que esa libertad está sobrecogedoramente limitada por la crueldad y la falta de libertad que imperan en las naciones de las que muchas de ellas provienen.
Y así comencé a enterarme de lo que significa ser árabe en Canadá. No se necesita más que una desacuerdo allí para que un email llegue a Trípoli, a El Cairo, Damasco o el golfo Pérsico para informar a los déspotas locales que su doble ciudadano –Mohamed, Hassan, Abdulrahman o como se llame– es un subversivo en potencia y, por lo tanto, un terrorista. Y tan grande es la cooperación entre nuestras amadas instituciones occidentales de inteligencia y los torturadores de esas repulsivas dictaduras, que comparten semejante “información”.
Así pues, pasados unos días de que el mensaje original se transmite al mundo árabe, el mukhabarat informa en privado al servicio canadiense de inteligencia –organismo en verdad ingenuo, conocido como CSIS– que el tal Mohamed o como se llame es “terrorista”. Y en este punto, la persona en cuestión comienza a ser vigilada por el CSIS como un peligroso terrorista en Canadá.
En ese momento entendí exactamente por qué mis comentarios en el salón de banquetes de Ottawa fueron recibidos con un silencio glacial. No hace mucho, por ejemplo, Maher Arar, quien reside en Canadá, fue levantado por los esbirros de la FBI cuando estaba en tránsito en el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York y “transferido” a una prisión subterránea en Siria, donde fue torturado, por cortesía de la información proporcionada por el CSIS y la Real Policía Montada de Canadá.
Más tarde, el gobierno canadiense indemnizó a Arar con 10 millones de dólares por tan indignante experiencia. Pero, ¿quién quiere hablar contra el gobierno de su país de origen si con eso va acabar en compañía de un torturador bien adiestrado?
Así como Tariq Ali reveló el año pasado en la London Review of Books la cara negra de la leyenda de Benazir Bhutto, mi abogada favorita, Gareth Peirce –quien cobró fama por la película En el nombre del padre–, ha iluminado con su antorcha escarlata la versión británica de estos inicuos procedimientos.
En esa misma publicación, presentó el recuento más detallado hasta la fecha de las fraudulentas promesas hechas por las autoridades británicas a los árabes que eligieran regresar a sus salvajes lugares de origen –en vez de languidecer en una especie de arresto domiciliario– de que no serían torturados ni aprisionados cuando llegaran allá.
Por ejemplo, cuando Benaissa Taleb y Rida Dendani fueron deportadas a Argelia, un diplomático británico les prometió que sólo estarían detenidas unas horas. Pero ambas fueron interrogadas y golpeadas durante 12 días en Argel, y luego sentenciadas a pasar varios años en prisión. Cuando Dendani dirigió una súplica desesperada a la Comisión Especial de Apelaciones sobre Inmigración del gobierno británico, ésta ni siquiera se molestó en contestarle. Y no había ninguna razón para esa negativa.
Como Peirce ha revelado ahora, a partir de documentos judiciales y memorandos privados entre la Oficina de Asuntos Internos y Anthony Blair (en verdad me apena tener que mencionar el nombre de este despreciable individuo), cuando unos servidores públicos advirtieron que unos egipcios podrían sufrir torturas si se les deportaba a El Cairo, se les respondió con estas palabras: “Mándenlos a su tierra”. Cuando la Oficina de Asuntos Internos expresó su preocupación porque las seguridades ofrecidas por Egipto no eran confiables, Blair escribió: “Ya es demasiado. ¿De qué nos sirve todo esto?”
¿Seré el único que reacciona con algo más que disgusto ante el hipócrita sermón que ese hombre detestable pronunció hace poco en la catedral de Winchester? Porque es su insensible e inmoral reacción a esos casos de deportación –igual a la de incontables líderes políticos como él hacia los musulmanes de Europa y Norteamérica– lo que condujo a ese silencio hueco y sobrecogedor en el salón de banquetes de Ottawa. Ahora me doy cuenta de que, si yo hubiera estado entre el público, también habría guardado silencio.
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