Herman Van Rompuy
SOLEDAD GALLEGO-DÍAZ. -
Resulta, sin embargo, que Van Rompuy, que ocupa el cargo por dos años y medio, prorrogables otro tanto, no es el portavoz de esos funcionarios, ni tan siquiera de los 27 líderes de los países miembros de la Unión, sino que representa a unos cuantos millones de personas (unos 500, para ser más precisos) a las que, probablemente, les gustaría haber oído, siquiera una vez, un discurso del presidente europeo dirigido a la ciudadanía, un discurso que sirviera de inspiración y orientación, en una ocasión como la actual, de gran confusión y preocupación. Decenas de miles de europeos se congregaron en las calles de París o Berlín para escuchar al presidente Barack Obama cuando visitó por primera vez Europa. Nadie le pide a Van Rompuy que tenga el encanto, la capacidad oratoria o el empeño del presidente norteamericano para intentar conectar con los ciudadanos. De hecho, no tiene, ni por lo más remoto, ni su papel político ni sus competencias. Pero una cosa es aceptar que esos límites existen y otra consentirle que se comporte como un genio más o menos tenebroso, encantado con moverse en las bambalinas y la trastienda del poder.
Es de agradecer que el presidente de la Unión Europea sea un hombre culto, de espíritu delicado, escritor de haikus y admirador de Shakespeare. Se comprende que al hacerse cargo de un puesto de nueva creación tenga que moverse con cuidado para ir estableciendo su papel público sin provocar incidentes con los 27 presidentes de países de la UE ni con los miembros de la Comisión. Pero en la sociedad actual no basta con ese tipo de inteligencia: el presidente de la UE tiene que contar con los ciudadanos, presentarse ante ellos y dirigirse a ellos. No lo ha hecho hasta ahora ni parece tener la menor intención de hacerlo en el futuro próximo.
Aseguran que este ex primer ministro belga, flamenco, de 62 años, es sobre todo un hombre de compromiso, es decir, un hombre que procura avanzar por medio de acuerdos y promesas. Se equivoca, sin embargo, si cree que el arte de compromiso es opaco, algo turbio y velado que obliga al secreto. Probablemente exija prudencia y discreción, como se exige a los jefes de Estado de países con democracias parlamentarias, pero una cosa es ejercer esa moderación y otra, convertir la presidencia de la Unión en algo enigmático, de significación oscura y misteriosa, que los ciudadanos desconocen. Ésa puede ser una idea especialmente peligrosa y, sobre todo, de muy poco provecho para el futuro.
La Unión Europea atraviesa momentos complicados. El siempre crítico The Economist reconocía sin embargo esta misma semana que algunos de los tópicos con los que se la caracteriza no son ciertos, o por lo menos no enteramente ciertos. Alemania, el gran motor europeo, es un ejemplo de flexibilidad y capacidad de reacción. La economía francesa o la italiana son también más adaptables de lo que generalmente se comenta. La necesidad de un "gobierno económico europeo" en la zona del euro se dibuja cada vez con mayor claridad. Seguramente el presidente de la UE no tiene a su alcance dar un impulso a esa mayor armonización europea, pero quizá sí podría ir haciendo pedagogía, pragmática pedagogía, entre los ciudadanos. Pero para eso hay que creer que existe esa ciudadanía.
Resulta, sin embargo, que Van Rompuy, que ocupa el cargo por dos años y medio, prorrogables otro tanto, no es el portavoz de esos funcionarios, ni tan siquiera de los 27 líderes de los países miembros de la Unión, sino que representa a unos cuantos millones de personas (unos 500, para ser más precisos) a las que, probablemente, les gustaría haber oído, siquiera una vez, un discurso del presidente europeo dirigido a la ciudadanía, un discurso que sirviera de inspiración y orientación, en una ocasión como la actual, de gran confusión y preocupación. Decenas de miles de europeos se congregaron en las calles de París o Berlín para escuchar al presidente Barack Obama cuando visitó por primera vez Europa. Nadie le pide a Van Rompuy que tenga el encanto, la capacidad oratoria o el empeño del presidente norteamericano para intentar conectar con los ciudadanos. De hecho, no tiene, ni por lo más remoto, ni su papel político ni sus competencias. Pero una cosa es aceptar que esos límites existen y otra consentirle que se comporte como un genio más o menos tenebroso, encantado con moverse en las bambalinas y la trastienda del poder.
Es de agradecer que el presidente de la Unión Europea sea un hombre culto, de espíritu delicado, escritor de haikus y admirador de Shakespeare. Se comprende que al hacerse cargo de un puesto de nueva creación tenga que moverse con cuidado para ir estableciendo su papel público sin provocar incidentes con los 27 presidentes de países de la UE ni con los miembros de la Comisión. Pero en la sociedad actual no basta con ese tipo de inteligencia: el presidente de la UE tiene que contar con los ciudadanos, presentarse ante ellos y dirigirse a ellos. No lo ha hecho hasta ahora ni parece tener la menor intención de hacerlo en el futuro próximo.
Aseguran que este ex primer ministro belga, flamenco, de 62 años, es sobre todo un hombre de compromiso, es decir, un hombre que procura avanzar por medio de acuerdos y promesas. Se equivoca, sin embargo, si cree que el arte de compromiso es opaco, algo turbio y velado que obliga al secreto. Probablemente exija prudencia y discreción, como se exige a los jefes de Estado de países con democracias parlamentarias, pero una cosa es ejercer esa moderación y otra, convertir la presidencia de la Unión en algo enigmático, de significación oscura y misteriosa, que los ciudadanos desconocen. Ésa puede ser una idea especialmente peligrosa y, sobre todo, de muy poco provecho para el futuro.
La Unión Europea atraviesa momentos complicados. El siempre crítico The Economist reconocía sin embargo esta misma semana que algunos de los tópicos con los que se la caracteriza no son ciertos, o por lo menos no enteramente ciertos. Alemania, el gran motor europeo, es un ejemplo de flexibilidad y capacidad de reacción. La economía francesa o la italiana son también más adaptables de lo que generalmente se comenta. La necesidad de un "gobierno económico europeo" en la zona del euro se dibuja cada vez con mayor claridad. Seguramente el presidente de la UE no tiene a su alcance dar un impulso a esa mayor armonización europea, pero quizá sí podría ir haciendo pedagogía, pragmática pedagogía, entre los ciudadanos. Pero para eso hay que creer que existe esa ciudadanía.