Ana María Matute
Al otro lado del salón, sobre una mesita, hay una reproducción en miniatura de su estudio de trabajo, un lugar sagrado al que nadie puede entrar, “pero es igual que esto, así se hacen perfectamente a la idea”, dice. La escritora, probablemente la más importante del mundo en lengua española, habla a sus 87 años con energía, susurra, agita su muleta, ríe con ojos de niña… La excusa del encuentro es la nueva edición de sus cuentos infantiles que emprende la editorial Destino. Unos días después de verla, el Magazine la acompañó a la escuela pública Palma de Mallorca, en el distrito barcelonés de Nou Barris, donde los alumnos habían leído El saltamontes verde y ardían en deseos de conocerla. “Me gusta tratar con niños, es una de las cosas que más echo de menos. Me encanta porque no me tienen respeto del malo, me hablan de tú enseguida”. Matute los hace reír a carcajadas, les increpa, les habla de temas como su depresión, se interesa por sus países de origen… Blande su muleta ligera, no la que le regaló el rey Juan Carlos y que guarda en su piso: “Es muy bonita, con lucecitas, amortiguadores y todo. Se la vi cuando el premio Cervantes, ‘los dos llevamos muleta –le dije–, pero la suya es espectacular’, y me la envió a casa. Pero sólo me la pongo para las grandes ocasiones porque pesa mucho y es más incómoda de llevar”.
¿Tiene niños en casa?
No. ¿Por…?
Por la casa de muñecas…
La estoy construyendo yo. Le falta todavía bastante… Pero no es para muñecas, es para los gnomos. Pero ahora no están.
¿Cómo?
Vendrán una vez esté la casa acabada, no antes. Vienen, siempre vienen. Yo les he construido muchas casas, incluso en el bosque, encima de los árboles, incluso una vez en un bosque en Suecia.
Ahora se publican de nuevo todos sus cuentos infantiles, uno a uno. ¿Para quién los escribió?
Para mi hijo. Para los niños. Me da una rabia cuando pretenden que pasen como textos para mayores… Hay cosas en ellos que los adultos no entienden, estos textos sólo los comprenden bien los pequeños. Ser niño es muy duro. Todo está en tu contra. Y ves cosas que los demás no ven, y nadie te valora. Pero antes les valoraban aún menos, eran como animales de compañía, los hermanos Grimm no escribieron sus cuentos para ellos, están llenos de cosas terroríficas y horribles, pero mejor así, porque a los niños no hay que esconderles nada, no hay que tratarlos como minusválidos, ellos comprenden el mundo mejor que nadie.
Pero son cuentos que gustan también a mayores.
Eso sí, claro. A mayores que sepan cómo mirar. Julio Cortázar me decía, de hecho, que lo que más le gustaba de mí eran los cuentos para niños. Pero él tenía una percepción privilegiada, era mago, ¿sabe? Me vino a conocer a Sitges porque le había encantado mi novela Primera memoria (1959). Soy muy vieja y los he conocido a todos: Pablo Neruda me dio un abrazo en Moscú, en un congreso de escritores, y me llevó agarrada a varios sitios, recuerdo que me emocioné tanto que mi marido creyó que no me iba a lavar el abrigo nunca más.
Usted tiene dos registros, el realista y el fantástico. Las historias áridas de la Artámila y la magia de Olvidado rey Gudú, por decirlo de algún modo.
Hubo una época en que escribir algo no realista era muy complicado. Aun así, siempre hay algo mágico en un texto mío. Pero ¿qué es la realidad? Para mí, un gnomo es de un realismo tremendo. Les he construido muchas casas.
Su padre fabricaba paraguas, ¿verdad?
Y mi abuelo. Aún existe el local, con el cartel Matute en la puerta, era también almacén de metales. Es de mis primos, mis hermanos no quisieron continuarlo.
¿Cuándo escribe?
Por la mañana, pero no temprano. A veces les digo a mis hijos: “No me llaméis para comer”.
¿Y ahora?
Estoy intentando hacer una nueva novela, se llama Demonios familiares, pero los vértigos no me dejan, a ver si me los pueden quitar, es pesadísimo, una molestia nueva, la máquina se hace vieja.
Pero a un escritor le favorece la edad…
Sí, eres más objetivo, tienes más experiencia y además la administras mejor… Te sirve para escabullirte de ciertas cosas. Y conoces más tus límites…
Pero ¿usted qué límites tiene… para escribir, digo?
Ninguno. No me pongo barreras. Pero, si bien es fenomenal llegar a una edad como la mía, por otro lado es muy triste porque todo se muere: ves en el diario cómo van cayendo tus amigos, todo lo que ha sido tu mundo se desmorona y aparece como un campo de cenizas.
Su mundo también son los que la leen ahora, ¿no?
Claro, no es que esté completamente hecha polvo.
¿Cuál es su primer recuerdo de la vida?
Yo en brazos de alguien que me acuna, no sé si masculino o femenino, me tiene muy cogidita, y hay una lámpara de mesa, y suena una canción como un tarareo bajito. Mi madre me decía: “Tú no te puedes acordar de eso, tenías meses”, pero le describí la lámpara y acerté.
Siempre ha mantenido la mirada de niña, al menos como escritora.
Sí, y como persona también, y por eso me he llevado muchos chascos.
Pero, a lo mejor, gracias a esos chascos, ha podido escribir como escribe.
No sólo enseña lo malo, también lo bueno. Yo soy inocente, sí, conservo algo de joven porque todos los días tengo un desengaño o un asombro, y eso no es de viejos.
¿Qué hace al levantarse?
El crucigrama de Fortuny en La Vanguardia. Además, me he hecho amiga suya y me saca muchas veces en las definiciones.
Su primer matrimonio, celebrado en 1952, resultó fallido…
Me quitó el niño en 1963, al separarnos. En el mundo entero otorgan la custodia a la madre, pero aquí, con Franco, no. Estuve casi tres años separada de mi hijo. Suerte que tenía una suegra muy buena, que me permitía verlo a escondidas de su padre. El niño es este señor que les ha abierto la puerta, ¿qué les parece?
Era una época en que nadie hablaba de maltrato, ni físico ni psicológico. Tampoco se separaba nadie.
Pero yo sí. No sé de dónde saqué la fuerza, nunca he sido gritona ni mandona, siempre he procurado pasar desapercibida. A los tres años ya estaba harta de mi marido, pero estuvimos casados un poco más de diez años. Hasta que me fui.
¿Cómo eran sus padres?
Eran de derechas; mi padre, fabricante, y mi madre, hija de terratenientes de La Rioja. Yo escribía mis novelas, escribía desde los cinco años, pero mi madre me hacía hacer punto antes, hasta que se dio cuenta de que yo era diferente, porque ella no era nada tonta, no se acostaba nunca sin leer. Mi padre tenía una pequeña biblioteca y nos llevaba mucho al teatro, en Madrid, sobre todo. El otro día fui a ver la obra en que Vicky Peña interpreta a María Moliner.
Moliner quiso ser académica de la lengua, como lo es usted.
Era de lógica que lo fuera, pero los académicos no quisieron… Como con Caballero Bonald, que ha tardado mucho en serlo. Somos amigos de toda la vida. Cuando yo estaba casada con el malo, me dejó tirada en Mallorca sin dinero. Se fue a Madrid “a arreglarlo todo”, en realidad a vaguear y perorar en los cafés, era su especialidad. Me dejó colgada en un hotel. Camilo José Cela se enteró y se presentó allí con su mujer, Charo, pagó las 6.000 pesetas que debíamos de la cuenta y me llevó a su casa, donde estuve viviendo tres meses. Y allí Cela tenía de secretario a Caballero Bonald, estábamos los dos como dos gatitos recogidos de la calle. Me tuvo como a una hija, por lo que a Cela siempre lo he visto como alguien paternal.
Y luego los dos, Caballero y usted, han sido premios Cervantes…
Pues entonces lo que nos gustaba leer era el Pulgarcito, que recibía el hijo de Cela y que nosotros le quitábamos a la mínima ocasión. “Vaya par de intelectuales que estamos hechos”, nos decíamos entre risas. Sobre todo, nos encantaban las viñetas de la familia Cebolleta. Cuando los padres invitaban al jefe a su casa a cenar, para impresionarlo, se ponían una capa y unos ropajes que hacían que, al llegar el jefe, exclamara: “¡Oh, qué lujo asiático!”. Nos quedamos con esa frase, y es la que nos enviamos por telegrama cuando ambos ganamos el Cervantes. Hemos tomado muchos gin-tonics…
Ahora ya no debe de tomar tantos…
El médico dice que me va bien, aunque mi hijo sospecha falsamente que me caigo en los hoteles a causa de la bebida, pero no, es a causa de las esterillas que ponen bajo las camas, en las que se me engancha la muleta. El médico me ha dicho que esas esterillas han matado más gente que Stalin y Hitler juntos.
Usted vivía en un mundo de hombres. Era la única mujer con todos los grandes premios literarios: el Nadal, el Planeta, el de la Crítica, el Nacional…
Siempre. Tardé mucho en tener amigas, como Josefina Aldecoa, Carmen Martín Gaite y Ana María Moix, que me escribió una carta cuando ella tenía 17 años. Me dijo que llevaría una piel de leopardo, y yo le respondí: “Pues yo una de gato viudo”, ¡y se lo creyó! Un día, me invitó con Terenci a ver Cleopatra al cine. Ahora ya no veo tanto cine, porque me he quedado sorda. Pero sí, en los ambientes literarios había hombres, y yo iba y bebía con ellos. Me llamaban “el pequeño cosaco”, porque les seguía el ritmo. Yo he bebido toda la vida, con mi hermano de pequeños cogíamos unas moñas… Las mujeres de entonces eran, como yo las llamaba, señoras recortadas, sólo pensaban en hacer una buena boda.
¿Cree que puede ganar un día el Nobel?
Jamás. Ya se murió, en los años 90, el académico sueco que me defendía, Artur Lundkvist.
La descubrió el editor Ignacio Agustí.
Yo fui a que me descubrieran. Cuando tenía 17 años había escrito a mano una novela en un cuadernito cuadriculado, Pequeño teatro. Un día pregunté: “¿Cuál es la mejor editorial de España?”. “Destino”, me dijeron. Y allí que me fui. No me recibían, y al final un chico me dijo: “La haré pasar”. Agustí era todo un señor, me trató muy educadamente y me dijo: “Tienes que pasarlo a máquina”. Lo hice, se lo envié; y no había pasado ni una semana que me lo encontré por la calle. “Señorita Matute, hemos leído el libro, pero ¿usted qué edad tiene?”. Yo tenía 19, y me respondió, sorprendido: “Le vamos a publicar el libro, venga un día con su padre”. Firmamos un contrato de 5.000 pesetas para toda la vida. Mi padre dijo: “¿No le podrían dar un poco más?”. Y Josep Vergés, el dueño, respondió: “Es un producto que todavía no sabemos cómo va a salir”. Claro, una editorial no es una ONG, pero en aquella época los contratos eran leoninos.
No tenía usted detrás entonces a una agente como Carmen Balcells.
Ella fue decisiva en que volviera a escribir. Sin ella, no habría existido Olvidado rey Gudú, que es el libro que yo escogería de entre todos los míos. Llevaba 18 años sin escribir, ¿se da cuenta? A causa de una depresión muy mala. Balcells me preguntó: “¿No tienes nada?”. “No, sólo me quedó a medio terminar un libro”. “Traémelo”. Cuando lo leyó, me dijo que había que acabarlo y me secuestró: me llevó a vivir a su casa hasta que lo acabara, me puso una suite estupenda, con dormitorio y cuarto de trabajo con mi máquina eléctrica, y una secretaria abajo que lo pasaba a ordenador. Lo terminé en meses. Al acabar, tomamos champán y me coronó con la corona del roscón de Reyes. Desde entonces me representa y todo cambió a mejor.
Porque escribir no es un oficio fácil…
Que nadie escriba para ganar dinero, porque todos los que nos hemos dedicado a esto podemos explicar cosas…
¿Cómo conoció a José Manuel Lara, el fundador de Planeta?
Cuando no era nadie, nadie le conocía. Fue un verano de principios de los 50, en el café Gijón, vi a un hombre sudoroso, sin corbata, que estaba allí buscando autores entre las mesas, los abordaba directamente, se presentaba y a algunos se los llevaba.
¿Cuál fue su etapa más feliz?
Una de las que más fue cuando vivía con mi segundo marido en un dúplex en Sitges. Teníamos tres terrazas y dos chimeneas. Vivíamos en traje de baño, por no decir en cueros. Yo escribía todo el día. He viajado mucho, mi segundo marido tenía una casa en Hong Kong e íbamos todos los años. He conocido todo el mundo… menos Oceanía.
¿Y su experiencia en Estados Unidos en los sesenta?
Fue extraordinaria. Estuve viviendo en Indiana, Oklahoma y Virginia. Acababa de recuperar a mi hijo. Primero, me invitó un profesor norteamericano, que me dijo: “De todos los autores españoles que he leído, la que más me ha gustado eres tú”. E invitaron a José Aldecoa y a mí, una semana cada uno. Después me escogieron para impartir un año de clases. En EE.UU. estaban todos los exiliados republicanos españoles, los conocí a todos. Al que más recuerdo es a Francisco Ayala, a quien yo llamaba cariñosamente “el demonio”. Todavía me vienen a ver alumnos de aquellos años, de mis clases de Novela Española Contemporánea, en las que incluí hasta a Maria Aurèlia Capmany. Al volver, a mi hijo no le gustaban las chicas españolas, las veía muy paradas.
Y si estuvo en Sitges, ¿conoció al escritor y periodista César González-Ruano?
No. Ese fue más conocido de mi primer marido. Toda aquella gentuza hacía cosas muy feas, se quitaban el dinero unos a otros. Mi ex no traía dinero a casa, sólo entraba lo que yo conseguía.
¿Nunca lo volvió a ver?
Sí, cuando él estaba ya muy mal en una residencia. Le fui a ver y luego me arrepentí, porque se puso a hablarle mal de mí a mi hijo. No podía evitarlo: era lenguaraz y malo.
Usted, justamente, ha sabido reflejar en sus obras la maldad del ser humano.
Sí, y la estupidez sobre todo. La maldad y la bondad son muy exquisitas, tienen pocos representantes porque son producto de una gran inteligencia. Pero la estupidez se prodiga…
Se habla de infancia feliz, pero la suya…
Yo tuve solamente ratos felices. Y otros muy malos. Cuando un niño se portaba mal, un castigo era meterlo en un cuarto oscuro, sin pensar en los traumas que podía crear. Mis hermanos salían llorando. Yo me portaba mal para que me metieran dentro, para que me dejaran en paz.
¿Qué placer encontraba?
Era maravilloso. Lo que yo llamaba la luz de la oscuridad. Ahí empecé a ser escritora, a ver la realidad desde otro camino. Lo llamaba la ciudad de los armarios, que no llegaban al techo. Abría los cajones, tocaba las mamparas. Un día, cogí un terrón de azúcar, lo partí en dos y salió una lucecita azul, que parece ser que es una cosa que ocurre, como cuando metes el pescado fresco en la oscuridad, y me maravillé: “¡Soy maga!”, me lo creí. Y me lo sigo creyendo.
Nunca habla de política.
Yo he sido comunista… hasta que fui a la Unión Soviética, seis meses en Rusia me bastaron para ver lo que era aquello. Hoy, me sacan de quicio los recortes y los desahucios, no entiendo cómo son capaces de dejar a gente en la calle.
Si tuviera que recomendar un solo libro...
La Biblia. La leí de niña y me he leído luego varias: la protestante, la católica… Es el mejor libro de aventuras que se ha hecho jamás. Olvidado rey Gudú y todos mis libros vienen de la Biblia. Luego, el Quijote me lo hicieron leer de adolescente y me pareció horrible, me aburría, no entendía nada, pero, a los 18 años, ya todo cambió. Es el primer libro con el que he llorado, con la muerte del Quijote, por todo lo que significa: el dejar que la locura desaparezca. Eso es terrible. El triunfo de la sensatez.
¿Eso no le ha sucedido aún?
Me costaría mucho.
Tiene fama de apadrinar escritoras…
De eso tienen la culpa los críticos, que no hacen más que ver rasgos femeninos, o míos, en los libros que escriben chicas. Me saca de quicio. A mí me confundían con Carmen Martín Gaite, que somos el día y la noche. Primera memoria no tiene nada que ver con Entre visillos.
¿Se ha llevado bien con los críticos?
No me ha importado lo que dijeran. No he tenido malas críticas tampoco, aunque sí algo peor: la incomprensión, ver cómo hablan y hablan de un libro mío durante páginas sin haberlo entendido. Eso te hunde. La teoría es lo que me sobra de la literatura. Mis clases consistían en leer los libros y explicarlos, de manera muy viva, me acercaba a lo que el escritor había hecho.
¿Qué lee últimamente?
Henning Mankell, novela negra, los tres últimos de Enrique Vila-Matas…
¿Quién le contaba a usted los cuentos?
Mi tata, éramos como sus nietos y nos explicaba historias de duendes. La tata Anastasia, de Burgos. Nos explicaba que, en los caseríos, en otoño, por la noche, cuando empezaba a hacer frío, los duendes que no podían meterse debajo de árboles pasaban frío y hambre, y ella les ponía unos cuencos con grano en la puerta para que esos seres comieran algo, y un poco de sidra para que entraran en calor.
Usted fue una niña tartamuda, ¿no?
Sí, pero se me fue de golpe con los bombardeos de Barcelona. Aquella angustia: no sabías qué hacer, si te movías, te podían matar, pero si te quedabas quieta, también.
¿Hasta cuándo fue a misa?
Hasta los 16 o 17 años. Enseguida lo dejé, pero ahora…
¿Ha cambiado?
Ahora soy creyente. Desde hace diez u once años, quizá más. No practico porque no ando. Y porque una vez fui a una iglesia que hay aquí al lado… ¡y no había nadie! Me dije: “¿Yo qué hago aquí?”. Me levanté y me fui. Tengo una idea de Dios, un día lo sentí de una manera muy profunda.
¿Le ayuda a escribir?
Sí, estoy mejor creyendo.
¿En qué más cree?
Creo en tantas cosas que no tienen nada que ver con las creencias de la mayoría de la gente... ¿Usted cree en la casualidad? Pues no existe; sólo lo parece, pero todo tiene una razón de ser, nada sucede porque sí. Vivir, hablar, es magia. Todo está cargado de magia, la magia hace que estemos aquí charlando. Si no, tendríamos que estar hocicando por los montes.
¿Tiene niños en casa?
No. ¿Por…?
Por la casa de muñecas…
La estoy construyendo yo. Le falta todavía bastante… Pero no es para muñecas, es para los gnomos. Pero ahora no están.
¿Cómo?
Vendrán una vez esté la casa acabada, no antes. Vienen, siempre vienen. Yo les he construido muchas casas, incluso en el bosque, encima de los árboles, incluso una vez en un bosque en Suecia.
Ahora se publican de nuevo todos sus cuentos infantiles, uno a uno. ¿Para quién los escribió?
Para mi hijo. Para los niños. Me da una rabia cuando pretenden que pasen como textos para mayores… Hay cosas en ellos que los adultos no entienden, estos textos sólo los comprenden bien los pequeños. Ser niño es muy duro. Todo está en tu contra. Y ves cosas que los demás no ven, y nadie te valora. Pero antes les valoraban aún menos, eran como animales de compañía, los hermanos Grimm no escribieron sus cuentos para ellos, están llenos de cosas terroríficas y horribles, pero mejor así, porque a los niños no hay que esconderles nada, no hay que tratarlos como minusválidos, ellos comprenden el mundo mejor que nadie.
Pero son cuentos que gustan también a mayores.
Eso sí, claro. A mayores que sepan cómo mirar. Julio Cortázar me decía, de hecho, que lo que más le gustaba de mí eran los cuentos para niños. Pero él tenía una percepción privilegiada, era mago, ¿sabe? Me vino a conocer a Sitges porque le había encantado mi novela Primera memoria (1959). Soy muy vieja y los he conocido a todos: Pablo Neruda me dio un abrazo en Moscú, en un congreso de escritores, y me llevó agarrada a varios sitios, recuerdo que me emocioné tanto que mi marido creyó que no me iba a lavar el abrigo nunca más.
Usted tiene dos registros, el realista y el fantástico. Las historias áridas de la Artámila y la magia de Olvidado rey Gudú, por decirlo de algún modo.
Hubo una época en que escribir algo no realista era muy complicado. Aun así, siempre hay algo mágico en un texto mío. Pero ¿qué es la realidad? Para mí, un gnomo es de un realismo tremendo. Les he construido muchas casas.
Su padre fabricaba paraguas, ¿verdad?
Y mi abuelo. Aún existe el local, con el cartel Matute en la puerta, era también almacén de metales. Es de mis primos, mis hermanos no quisieron continuarlo.
¿Cuándo escribe?
Por la mañana, pero no temprano. A veces les digo a mis hijos: “No me llaméis para comer”.
¿Y ahora?
Estoy intentando hacer una nueva novela, se llama Demonios familiares, pero los vértigos no me dejan, a ver si me los pueden quitar, es pesadísimo, una molestia nueva, la máquina se hace vieja.
Pero a un escritor le favorece la edad…
Sí, eres más objetivo, tienes más experiencia y además la administras mejor… Te sirve para escabullirte de ciertas cosas. Y conoces más tus límites…
Pero ¿usted qué límites tiene… para escribir, digo?
Ninguno. No me pongo barreras. Pero, si bien es fenomenal llegar a una edad como la mía, por otro lado es muy triste porque todo se muere: ves en el diario cómo van cayendo tus amigos, todo lo que ha sido tu mundo se desmorona y aparece como un campo de cenizas.
Su mundo también son los que la leen ahora, ¿no?
Claro, no es que esté completamente hecha polvo.
¿Cuál es su primer recuerdo de la vida?
Yo en brazos de alguien que me acuna, no sé si masculino o femenino, me tiene muy cogidita, y hay una lámpara de mesa, y suena una canción como un tarareo bajito. Mi madre me decía: “Tú no te puedes acordar de eso, tenías meses”, pero le describí la lámpara y acerté.
Siempre ha mantenido la mirada de niña, al menos como escritora.
Sí, y como persona también, y por eso me he llevado muchos chascos.
Pero, a lo mejor, gracias a esos chascos, ha podido escribir como escribe.
No sólo enseña lo malo, también lo bueno. Yo soy inocente, sí, conservo algo de joven porque todos los días tengo un desengaño o un asombro, y eso no es de viejos.
¿Qué hace al levantarse?
El crucigrama de Fortuny en La Vanguardia. Además, me he hecho amiga suya y me saca muchas veces en las definiciones.
Su primer matrimonio, celebrado en 1952, resultó fallido…
Me quitó el niño en 1963, al separarnos. En el mundo entero otorgan la custodia a la madre, pero aquí, con Franco, no. Estuve casi tres años separada de mi hijo. Suerte que tenía una suegra muy buena, que me permitía verlo a escondidas de su padre. El niño es este señor que les ha abierto la puerta, ¿qué les parece?
Era una época en que nadie hablaba de maltrato, ni físico ni psicológico. Tampoco se separaba nadie.
Pero yo sí. No sé de dónde saqué la fuerza, nunca he sido gritona ni mandona, siempre he procurado pasar desapercibida. A los tres años ya estaba harta de mi marido, pero estuvimos casados un poco más de diez años. Hasta que me fui.
¿Cómo eran sus padres?
Eran de derechas; mi padre, fabricante, y mi madre, hija de terratenientes de La Rioja. Yo escribía mis novelas, escribía desde los cinco años, pero mi madre me hacía hacer punto antes, hasta que se dio cuenta de que yo era diferente, porque ella no era nada tonta, no se acostaba nunca sin leer. Mi padre tenía una pequeña biblioteca y nos llevaba mucho al teatro, en Madrid, sobre todo. El otro día fui a ver la obra en que Vicky Peña interpreta a María Moliner.
Moliner quiso ser académica de la lengua, como lo es usted.
Era de lógica que lo fuera, pero los académicos no quisieron… Como con Caballero Bonald, que ha tardado mucho en serlo. Somos amigos de toda la vida. Cuando yo estaba casada con el malo, me dejó tirada en Mallorca sin dinero. Se fue a Madrid “a arreglarlo todo”, en realidad a vaguear y perorar en los cafés, era su especialidad. Me dejó colgada en un hotel. Camilo José Cela se enteró y se presentó allí con su mujer, Charo, pagó las 6.000 pesetas que debíamos de la cuenta y me llevó a su casa, donde estuve viviendo tres meses. Y allí Cela tenía de secretario a Caballero Bonald, estábamos los dos como dos gatitos recogidos de la calle. Me tuvo como a una hija, por lo que a Cela siempre lo he visto como alguien paternal.
Y luego los dos, Caballero y usted, han sido premios Cervantes…
Pues entonces lo que nos gustaba leer era el Pulgarcito, que recibía el hijo de Cela y que nosotros le quitábamos a la mínima ocasión. “Vaya par de intelectuales que estamos hechos”, nos decíamos entre risas. Sobre todo, nos encantaban las viñetas de la familia Cebolleta. Cuando los padres invitaban al jefe a su casa a cenar, para impresionarlo, se ponían una capa y unos ropajes que hacían que, al llegar el jefe, exclamara: “¡Oh, qué lujo asiático!”. Nos quedamos con esa frase, y es la que nos enviamos por telegrama cuando ambos ganamos el Cervantes. Hemos tomado muchos gin-tonics…
Ahora ya no debe de tomar tantos…
El médico dice que me va bien, aunque mi hijo sospecha falsamente que me caigo en los hoteles a causa de la bebida, pero no, es a causa de las esterillas que ponen bajo las camas, en las que se me engancha la muleta. El médico me ha dicho que esas esterillas han matado más gente que Stalin y Hitler juntos.
Usted vivía en un mundo de hombres. Era la única mujer con todos los grandes premios literarios: el Nadal, el Planeta, el de la Crítica, el Nacional…
Siempre. Tardé mucho en tener amigas, como Josefina Aldecoa, Carmen Martín Gaite y Ana María Moix, que me escribió una carta cuando ella tenía 17 años. Me dijo que llevaría una piel de leopardo, y yo le respondí: “Pues yo una de gato viudo”, ¡y se lo creyó! Un día, me invitó con Terenci a ver Cleopatra al cine. Ahora ya no veo tanto cine, porque me he quedado sorda. Pero sí, en los ambientes literarios había hombres, y yo iba y bebía con ellos. Me llamaban “el pequeño cosaco”, porque les seguía el ritmo. Yo he bebido toda la vida, con mi hermano de pequeños cogíamos unas moñas… Las mujeres de entonces eran, como yo las llamaba, señoras recortadas, sólo pensaban en hacer una buena boda.
¿Cree que puede ganar un día el Nobel?
Jamás. Ya se murió, en los años 90, el académico sueco que me defendía, Artur Lundkvist.
La descubrió el editor Ignacio Agustí.
Yo fui a que me descubrieran. Cuando tenía 17 años había escrito a mano una novela en un cuadernito cuadriculado, Pequeño teatro. Un día pregunté: “¿Cuál es la mejor editorial de España?”. “Destino”, me dijeron. Y allí que me fui. No me recibían, y al final un chico me dijo: “La haré pasar”. Agustí era todo un señor, me trató muy educadamente y me dijo: “Tienes que pasarlo a máquina”. Lo hice, se lo envié; y no había pasado ni una semana que me lo encontré por la calle. “Señorita Matute, hemos leído el libro, pero ¿usted qué edad tiene?”. Yo tenía 19, y me respondió, sorprendido: “Le vamos a publicar el libro, venga un día con su padre”. Firmamos un contrato de 5.000 pesetas para toda la vida. Mi padre dijo: “¿No le podrían dar un poco más?”. Y Josep Vergés, el dueño, respondió: “Es un producto que todavía no sabemos cómo va a salir”. Claro, una editorial no es una ONG, pero en aquella época los contratos eran leoninos.
No tenía usted detrás entonces a una agente como Carmen Balcells.
Ella fue decisiva en que volviera a escribir. Sin ella, no habría existido Olvidado rey Gudú, que es el libro que yo escogería de entre todos los míos. Llevaba 18 años sin escribir, ¿se da cuenta? A causa de una depresión muy mala. Balcells me preguntó: “¿No tienes nada?”. “No, sólo me quedó a medio terminar un libro”. “Traémelo”. Cuando lo leyó, me dijo que había que acabarlo y me secuestró: me llevó a vivir a su casa hasta que lo acabara, me puso una suite estupenda, con dormitorio y cuarto de trabajo con mi máquina eléctrica, y una secretaria abajo que lo pasaba a ordenador. Lo terminé en meses. Al acabar, tomamos champán y me coronó con la corona del roscón de Reyes. Desde entonces me representa y todo cambió a mejor.
Porque escribir no es un oficio fácil…
Que nadie escriba para ganar dinero, porque todos los que nos hemos dedicado a esto podemos explicar cosas…
¿Cómo conoció a José Manuel Lara, el fundador de Planeta?
Cuando no era nadie, nadie le conocía. Fue un verano de principios de los 50, en el café Gijón, vi a un hombre sudoroso, sin corbata, que estaba allí buscando autores entre las mesas, los abordaba directamente, se presentaba y a algunos se los llevaba.
¿Cuál fue su etapa más feliz?
Una de las que más fue cuando vivía con mi segundo marido en un dúplex en Sitges. Teníamos tres terrazas y dos chimeneas. Vivíamos en traje de baño, por no decir en cueros. Yo escribía todo el día. He viajado mucho, mi segundo marido tenía una casa en Hong Kong e íbamos todos los años. He conocido todo el mundo… menos Oceanía.
¿Y su experiencia en Estados Unidos en los sesenta?
Fue extraordinaria. Estuve viviendo en Indiana, Oklahoma y Virginia. Acababa de recuperar a mi hijo. Primero, me invitó un profesor norteamericano, que me dijo: “De todos los autores españoles que he leído, la que más me ha gustado eres tú”. E invitaron a José Aldecoa y a mí, una semana cada uno. Después me escogieron para impartir un año de clases. En EE.UU. estaban todos los exiliados republicanos españoles, los conocí a todos. Al que más recuerdo es a Francisco Ayala, a quien yo llamaba cariñosamente “el demonio”. Todavía me vienen a ver alumnos de aquellos años, de mis clases de Novela Española Contemporánea, en las que incluí hasta a Maria Aurèlia Capmany. Al volver, a mi hijo no le gustaban las chicas españolas, las veía muy paradas.
Y si estuvo en Sitges, ¿conoció al escritor y periodista César González-Ruano?
No. Ese fue más conocido de mi primer marido. Toda aquella gentuza hacía cosas muy feas, se quitaban el dinero unos a otros. Mi ex no traía dinero a casa, sólo entraba lo que yo conseguía.
¿Nunca lo volvió a ver?
Sí, cuando él estaba ya muy mal en una residencia. Le fui a ver y luego me arrepentí, porque se puso a hablarle mal de mí a mi hijo. No podía evitarlo: era lenguaraz y malo.
Usted, justamente, ha sabido reflejar en sus obras la maldad del ser humano.
Sí, y la estupidez sobre todo. La maldad y la bondad son muy exquisitas, tienen pocos representantes porque son producto de una gran inteligencia. Pero la estupidez se prodiga…
Se habla de infancia feliz, pero la suya…
Yo tuve solamente ratos felices. Y otros muy malos. Cuando un niño se portaba mal, un castigo era meterlo en un cuarto oscuro, sin pensar en los traumas que podía crear. Mis hermanos salían llorando. Yo me portaba mal para que me metieran dentro, para que me dejaran en paz.
¿Qué placer encontraba?
Era maravilloso. Lo que yo llamaba la luz de la oscuridad. Ahí empecé a ser escritora, a ver la realidad desde otro camino. Lo llamaba la ciudad de los armarios, que no llegaban al techo. Abría los cajones, tocaba las mamparas. Un día, cogí un terrón de azúcar, lo partí en dos y salió una lucecita azul, que parece ser que es una cosa que ocurre, como cuando metes el pescado fresco en la oscuridad, y me maravillé: “¡Soy maga!”, me lo creí. Y me lo sigo creyendo.
Nunca habla de política.
Yo he sido comunista… hasta que fui a la Unión Soviética, seis meses en Rusia me bastaron para ver lo que era aquello. Hoy, me sacan de quicio los recortes y los desahucios, no entiendo cómo son capaces de dejar a gente en la calle.
Si tuviera que recomendar un solo libro...
La Biblia. La leí de niña y me he leído luego varias: la protestante, la católica… Es el mejor libro de aventuras que se ha hecho jamás. Olvidado rey Gudú y todos mis libros vienen de la Biblia. Luego, el Quijote me lo hicieron leer de adolescente y me pareció horrible, me aburría, no entendía nada, pero, a los 18 años, ya todo cambió. Es el primer libro con el que he llorado, con la muerte del Quijote, por todo lo que significa: el dejar que la locura desaparezca. Eso es terrible. El triunfo de la sensatez.
¿Eso no le ha sucedido aún?
Me costaría mucho.
Tiene fama de apadrinar escritoras…
De eso tienen la culpa los críticos, que no hacen más que ver rasgos femeninos, o míos, en los libros que escriben chicas. Me saca de quicio. A mí me confundían con Carmen Martín Gaite, que somos el día y la noche. Primera memoria no tiene nada que ver con Entre visillos.
¿Se ha llevado bien con los críticos?
No me ha importado lo que dijeran. No he tenido malas críticas tampoco, aunque sí algo peor: la incomprensión, ver cómo hablan y hablan de un libro mío durante páginas sin haberlo entendido. Eso te hunde. La teoría es lo que me sobra de la literatura. Mis clases consistían en leer los libros y explicarlos, de manera muy viva, me acercaba a lo que el escritor había hecho.
¿Qué lee últimamente?
Henning Mankell, novela negra, los tres últimos de Enrique Vila-Matas…
¿Quién le contaba a usted los cuentos?
Mi tata, éramos como sus nietos y nos explicaba historias de duendes. La tata Anastasia, de Burgos. Nos explicaba que, en los caseríos, en otoño, por la noche, cuando empezaba a hacer frío, los duendes que no podían meterse debajo de árboles pasaban frío y hambre, y ella les ponía unos cuencos con grano en la puerta para que esos seres comieran algo, y un poco de sidra para que entraran en calor.
Usted fue una niña tartamuda, ¿no?
Sí, pero se me fue de golpe con los bombardeos de Barcelona. Aquella angustia: no sabías qué hacer, si te movías, te podían matar, pero si te quedabas quieta, también.
¿Hasta cuándo fue a misa?
Hasta los 16 o 17 años. Enseguida lo dejé, pero ahora…
¿Ha cambiado?
Ahora soy creyente. Desde hace diez u once años, quizá más. No practico porque no ando. Y porque una vez fui a una iglesia que hay aquí al lado… ¡y no había nadie! Me dije: “¿Yo qué hago aquí?”. Me levanté y me fui. Tengo una idea de Dios, un día lo sentí de una manera muy profunda.
¿Le ayuda a escribir?
Sí, estoy mejor creyendo.
¿En qué más cree?
Creo en tantas cosas que no tienen nada que ver con las creencias de la mayoría de la gente... ¿Usted cree en la casualidad? Pues no existe; sólo lo parece, pero todo tiene una razón de ser, nada sucede porque sí. Vivir, hablar, es magia. Todo está cargado de magia, la magia hace que estemos aquí charlando. Si no, tendríamos que estar hocicando por los montes.