Por primera vez en su vida, Usain Bolt, un niño al que le encanta llamar la atención, corrió 100 metros. No 70, como cuando batió el récord del mundo y se proclamó campeón olímpico en Pekín; no 50 como en las series y semifinales. Esta vez 100 metros enteros y al 100%. Por primera vez en su corta carrera como hombre más rápido del planeta, Usain Bolt se vio empujado durante toda la recta por otro atleta, por Tyson Gay, un norteamericano que llegó a Berlín como campeón mundial y dispuesto a pelear hasta el final contra un chico que si no se conocieran sus orígenes en la rural y profunda Jamaica se pensaría que ha llegado de otro planeta para asombrar a los humanos. Por primera vez, así, se puede llegar a vislumbrar con cierta solidez los límites verdaderos de Bolt, ese enigma, los límites del hombre. Se imprimieron ayer con caracteres gigantes en el estadio olímpico de Berlín. Tomen aire antes de conocerlos. No se desmayen. 9,58s.
Ya pueden fisiólogos, biomecánicos, sabios y aficionados dejar de discutir. El viento, una brisa apenas perceptible, 0,9 metros por segundo. Menor, por lo menos que el huracán que debió levantar a su paso el enorme Bolt, casi dos metros de músculos tensos e increíblemente veloces manejados por la cabeza de uno que llega a la gran cita con la misma mentalidad de un niño que, al salir hacia la escuela, se dedica a hacer muecas y ver su cara en el espejo del ascensor de su casa. Solo que las muecas, los movimientos de cejas, el circo, Bolt lo hacía ante 70.000 personas que abarrotaban el estadio en la cálida (26 grados) noche berlinesa, ante miles de millones de espectadores televisivos, ante las enormes pantallas gigantes del estadio hacia las que dirigía la mirada. Solo que lo hacía rodeado de atletas, de los mejores del mundo por una vez, de los más rápidos de la historia tras él: de Gay, de Powell, que, liberado del peso de las esperanzas de la sociedad jamaicana, un país loco por la velocidad, se expresaba por fin feliz. De atletas que vivían con una rara trascendencia el momento previo a la carrera.
Once centésimas menos que los 9,69s con los que alucinó al mundo en Pekín, la marca a la que ninguna otra persona se había acercado hasta entonces y sigue sin acercarse ahora. O acercándose un poquito, porque Tyson Gay, el mejor velocista que ha dado nunca Estados Unidos, terminó segundo con 9,71s, una marca que si no existiera Bolt lo habría elevado ya a los altares. Por eso, pese a eso, mientras Bolt y su compatriota, y ahora amigo, Asafa Powell, que terminó tercero con 9,84s, celebraban con unos jamaicanos pases de baile su alegría, Gay, meditabundo, incrédulo, maldecía, se maldecía, sobre la misma pista azul en la que había contribuido unos minutos antes a uno de los grandes momentos de la historia del deporte.
Porque sin Gay no habría habido récord del mundo. Porque el norteamericano, que partió por la calle 5, a la derecha de Bolt, calle 4, no se dejó avasallar por la zancada gigante del hombre al que perseguía a su izquierda. Salió más rápido Gay, pero solo un par de milésimas de segundo, una diferencia que con el primer apoyo, la punta derecha reforzada de sus zapatillas naranjas, Bolt enjugó. Desde el segundo apoyo de los 41 pasos en los que más que correr, sobrevoló los 100 metros, Bolt ya iba por delante. Pero Gay no se paró. Como el boyero que azuza al buey a latigazos y le hace ir más y más deprisa, evita que se pare, así Gay, un paso por detrás de Bolt empujó al jamaicano hasta la última línea. Gay hizo de Bolt el más grande. Más grande que Mo Greene, que ganó más Mundiales que él pero nunca fundó una categoría propia, como la que los entomólogos del deporte están dispuestos a crear para clasificar a Bolt; más grande que Carl Lewis, la última megaestrella del sprint. Casi como Jesse Owens.
A Adolfo Hitler, cuya siniestra sombra aún se deja intuir en la grandilocuencia del estadio de mármol que construyó en las afueras de Berlín a mayor gloria de su perverso sentido de la belleza , en las desnudas escaleras que enmarcan al podio, no le habría gustado en lo más mínimo el show de Bolt, lo habría considerado arte degenerado, pero en 2009, Bolt, su carrera, su mirada ansiosa, por fin, hacia el cronómetro cuando cruzaba la línea de llegada, al resto de la humanidad la hizo maravillarse. Y sentir por un momento que no todo en la vida está escrito, que es la función fundamental de los fenómenos.
Ya pueden fisiólogos, biomecánicos, sabios y aficionados dejar de discutir. El viento, una brisa apenas perceptible, 0,9 metros por segundo. Menor, por lo menos que el huracán que debió levantar a su paso el enorme Bolt, casi dos metros de músculos tensos e increíblemente veloces manejados por la cabeza de uno que llega a la gran cita con la misma mentalidad de un niño que, al salir hacia la escuela, se dedica a hacer muecas y ver su cara en el espejo del ascensor de su casa. Solo que las muecas, los movimientos de cejas, el circo, Bolt lo hacía ante 70.000 personas que abarrotaban el estadio en la cálida (26 grados) noche berlinesa, ante miles de millones de espectadores televisivos, ante las enormes pantallas gigantes del estadio hacia las que dirigía la mirada. Solo que lo hacía rodeado de atletas, de los mejores del mundo por una vez, de los más rápidos de la historia tras él: de Gay, de Powell, que, liberado del peso de las esperanzas de la sociedad jamaicana, un país loco por la velocidad, se expresaba por fin feliz. De atletas que vivían con una rara trascendencia el momento previo a la carrera.
Once centésimas menos que los 9,69s con los que alucinó al mundo en Pekín, la marca a la que ninguna otra persona se había acercado hasta entonces y sigue sin acercarse ahora. O acercándose un poquito, porque Tyson Gay, el mejor velocista que ha dado nunca Estados Unidos, terminó segundo con 9,71s, una marca que si no existiera Bolt lo habría elevado ya a los altares. Por eso, pese a eso, mientras Bolt y su compatriota, y ahora amigo, Asafa Powell, que terminó tercero con 9,84s, celebraban con unos jamaicanos pases de baile su alegría, Gay, meditabundo, incrédulo, maldecía, se maldecía, sobre la misma pista azul en la que había contribuido unos minutos antes a uno de los grandes momentos de la historia del deporte.
Porque sin Gay no habría habido récord del mundo. Porque el norteamericano, que partió por la calle 5, a la derecha de Bolt, calle 4, no se dejó avasallar por la zancada gigante del hombre al que perseguía a su izquierda. Salió más rápido Gay, pero solo un par de milésimas de segundo, una diferencia que con el primer apoyo, la punta derecha reforzada de sus zapatillas naranjas, Bolt enjugó. Desde el segundo apoyo de los 41 pasos en los que más que correr, sobrevoló los 100 metros, Bolt ya iba por delante. Pero Gay no se paró. Como el boyero que azuza al buey a latigazos y le hace ir más y más deprisa, evita que se pare, así Gay, un paso por detrás de Bolt empujó al jamaicano hasta la última línea. Gay hizo de Bolt el más grande. Más grande que Mo Greene, que ganó más Mundiales que él pero nunca fundó una categoría propia, como la que los entomólogos del deporte están dispuestos a crear para clasificar a Bolt; más grande que Carl Lewis, la última megaestrella del sprint. Casi como Jesse Owens.
A Adolfo Hitler, cuya siniestra sombra aún se deja intuir en la grandilocuencia del estadio de mármol que construyó en las afueras de Berlín a mayor gloria de su perverso sentido de la belleza , en las desnudas escaleras que enmarcan al podio, no le habría gustado en lo más mínimo el show de Bolt, lo habría considerado arte degenerado, pero en 2009, Bolt, su carrera, su mirada ansiosa, por fin, hacia el cronómetro cuando cruzaba la línea de llegada, al resto de la humanidad la hizo maravillarse. Y sentir por un momento que no todo en la vida está escrito, que es la función fundamental de los fenómenos.