Tomás es un guerrillero de 37 años, 14 de los cuales ha militado en la organización comunista que ahora está negociando con el gobierno la paz en Cuba para terminar con un conflicto de más de medio siglo que deja millones de víctimas.
La misión que recibió de sus comandantes no es fácil, según admite.
De barba bien dibujada, Tomás debe explicar lo que está en juego en La Habana a guerrilleros en su mayoría más jóvenes que él y con quienes anduvo horas antes, en la madrugada, por entre riachuelos y senderos de montaña.
"¿Cómo nos desarraigamos del arma que hemos tenido durante tantos años?", se pregunta este instructor de las FARC en una entrevista con la AFP en un campamento rebelde, en el noroeste de Colombia.
Mientras sus jefes, a miles de kilómetros de allí, dan las puntadas finales al proceso de negociación, Tomás se encarga de impartir "pedagogía de paz" o lo que es lo mismo: persuadir a jóvenes y viejos guerrilleros de que deberán dejar las armas para hacer política.
La experiencia se repite en los campamentos clandestinos que tiene esta guerrilla de 7.000 combatientes en varios puntos del país.
Los alumnos son los mismos hombres y mujeres que por años recibieron clases de guerra, también en la selva, para conquistar el poder en Colombia, un propósito al que la organización de origen campesino renunció después de un largo y feroz enfrentamiento con el Estado.
"Hay unos que lo ven con expectativa, quizá con alegría, con optimismo. Hay otros que lo vemos con sigilo, con un poco de reserva (...), y sobre todo con el temor de no dar un paso en falso", señala.
- El arma en el aula -
Apartado de la tropa, Tomás, formado en zootecnia, prepara las clases en su computador personal.
A sus espaldas, un jefe bigotudo de boina verde ordena a los guerrilleros romper filas y sentarse, uno al lado del otro, en los tablones de madera que ellos mismos cortaron y armaron como si se tratase de un rústico auditorio.
Siempre con el fusil al lado o una pistola en el arnés, los más jóvenes se esfuerzan por seguir la exposición de Tomás entre simulados cabeceos y bostezos. Los más veteranos, más atentos, toman apuntes en sus libretas e intervienen cada tanto con preguntas que comienzan con un "disculpe camarada, pero...".
"El problema, compañeros, es por la tierra y se debe democratizar el acceso a la tierra", proclama Tomás al aludir a uno de los convenios de La Habana, y que justamente trata sobre el problema agrario.
Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el gobierno se han puesto de acuerdo en otros asuntos relacionados con el narcotráfico -combustible del conflicto-, participación en política de los rebeldes y reparación de víctimas.
Quedan por definir el desarme de la agrupación y el mecanismo de refrendación de los acuerdos.
- Generaciones diferentes, un miedo común -
Entre los alumnos de Tomás hay mujeres jóvenes y muchachos que apenas salieron de la adolescencia. Pero entre el grupo sobresale Cornelio, de 55 años, 33 de ellos en la guerrilla.
Sentado junto a compañeros que bien podrían ser sus nietos, Cornelio lanza una salva de interrogantes durante la clase.
"Si existen unas preocupaciones es bueno aclararlas", se justifica este curtido rebelde en diálogo con la AFP al término de la instrucción.
"A nosotros nos hablan de la dejación de armas; nos hablan de convertirnos en un partido político (...) entonces la pregunta que nos hacemos: ¿qué va a pasar cuando tengamos las armas guardadas y comience la delincuencia a hacer de las suyas?", prosigue.
Históricamente las FARC han atribuido su existencia a la persecución de los campesinos por parte del Estado o a su ausencia en amplias zonas de Colombia, donde esa guerrilla se erigió como única ley.
Fuera de sus regiones de influencia, esta agrupación es vista por sus críticos como el mayor responsable de la violencia en el campo.
Con 27 años, Franky, que se incorporó a las FARC hace una década, sintetiza el miedo que atraviesa a las varias generaciones de esa guerrilla de cara a un acuerdo de paz.
"Que no nos vayan a fallar, que nosotros hagamos una dejación de armas y en ese momento (...) nos sigan asesinando así como así", señala.
Pero las FARC -que a finales de los ochenta enfrentaron el asesinato sistemático de sus integrantes que se dedicaron a la política mientras apoyaban la lucha armada- no solo deben lidiar con los miedos.
Sus combatienes más jóvenes portan con orgullo el fusil y es difícil saber si la política los entusiasmará tanto como la guerra.
"Es un reto realmente (...) garantizar que cuando ya surja la dejación de armas, esos muchachos se queden plegados al trabajo militante" en la política, reconoce Tomás, evocando el riesgo de la disidencia.