El restaurante Estoril, un estilo cairota que se desvanece


EL CAIRO. -Tiene el restaurante Estoril dos puertas, la principal al fondo de un edificio en decadencia de la calle Kasr El Nil, una calle muy comercial y literaria de El Cairo, y otra, abierta a un callejón vetusto y sucio entre Kasr el Nil y Talat El Harb.



Manifestantes asaltando una sede de los Hermanos Musulmanes
Manifestantes asaltando una sede de los Hermanos Musulmanes
Sería poco después de la muerte de Nasser, allá por el invierno de 1971, la primera vez que fui al Estoril. Recuerdo sus camareros sudaneses, viejos suftraguís tocados de blancos turbantes,vestidos de verdes o encarnadas túnicas. El restaurante resplandecía con un estilo moderno, muy vital. Era angosto, encajonado entre paredes colgadas de telas de pintores locales, con una barra de mármol del bar, donde bebían y hablaban por los codos parroquianos sentados en taburetes, y con dos hileras de mesas dispuestas a cada lado del pasillo. El Estoril, abierto en 1956, era muy reputado por su cocina francesa, sus vinos, su estilo cosmopolita y desenfadado. Han ido pasando los años y nunca en cada viaje he dejado de frecuentarlo. El otro día el maitre me sorprendió al decirme que ya no servían postres porque menguaba la clientela. El viernes solo estaba abierta su puerta secundaria porque atravesaban la calle Kasr el Nil los manifestantes que se encaminaban a la vecina plaza del Tahrir. El Estoril se ha convertido en uno de los de los últimos lugares de talante liberal en este céntrico barrio de la ciudad, donde aún se citan alrededor de su barra con una vieja máquina calculadora de manillar, cairotas de otra generación que aun beben alcohol en público, que no latía con las doctrinas y emociones del Islam, cuando Egipto aun no había sufrido su expansión.
Mi Cairo, mi geografía humana de todos estos años de visitar la ciudad, se extiende desde la corniche del Nilo, con el Hotel Nile Hilton y su contiguo edificio del Museo y de la horrible y kafkiana gran mole de la Mogama, con sus laberintos de despachos administrativos, policíacos, hasta la plaza de la Opera, la calle de Adli con la gran sinagoga, pasando por Kasr el Nil, la plazuela de Talat Harb, con la estatua del enturbantado político nacionalista, la esquina de la pasteleria Gropi, antaño famosa por sus helados. En el mismo edificio hay el resturante del club helénico, vestigio de la época internacional de Egipto con sus colonias griegas, italianas, maltesas, levantinas. En la acera del Gropi, lugar de citas, hubo durante años un desordenado kiosko en el que a veces, incluso, encontraba algún ejemplar atrasado de La Vanguardia. ¡Que emoción tener el periódico en las manos, que alegría encontrar publicada una de mis crónicas! Ni el correo ni el teléfono funcionaban bien en El Cairo, hoy desbordado de móviles y ordenadores. El télex era el mejor medio para enviar informaciones y artículos. Me instalaba en este barrio, sobre todo, porque aquí estaba en una callejuela, cerca del Banco Central, la oficina de la United Press International, en un decrépito edificio delante del diario Al Ahram. Como nuestro periódico tenía un acuerdo con aquella agencia norteamericana, los corresponsales que íbamos por el mundo, desde los tiempos de Augusto Assía, teníamos derecho a utilizar sus informaciones y lo más importante: enviar nuestras crónicas por sus télex.
En la acera frontera del Gropi sigue abierta la librería de L’Orientaliste con sus libros antiguos y raros que a menudo citaba Ignacio Rupérez cuando era consejero de la embajada de España. A unos pasos, detrás de la calle Kasr el Nil, está el hotel Cosmopolitan que durante años fue mi hotel preferido de El Cairo, modesto y decadente, donde conocí a Javier Valenzuela al empezar su carrera de corresponsal.
El Estoril sigue frecuentado por hombres de un cierto ambiente ya trasnochado de cairotas sobrevivientes de otro tiempo, junto a jóvenes turistas extranjeros en busca del espíritu desvanecido de la ciudad, como diría el escritor francés Michel Butor. Le Riche con su aire tan literario al otro lado de la calle Kasr el Nil tiene todos sus escaparates cubiertos con ajadas fotografías de El Cairo.
En estos cines, cada vez menos frecuentados, como el Metropole, vi las cintas de Chahine sobre la mítica Alejandría de un cosmopolitismo efímero, ahora plaza fuerte de salafistas. Al final de la calle Talat el Harb, con muchas zapaterías con sus luces abiertas de noche, aun queda L’Americaine que todavía tiene su rótulo en francés. ¡Agonía de la francofonía en Egipto! Aún se editan las cuatro u ocho páginas de Le Progrés egyptienn, que publicaba hace años una sección de ecos de sociedad titulada ¨Alexandrinades¨. Ya quedan pocos taxis blancos y negros con su matrículas Privée, que sufren la competencia de los taxis blancos, modernos, con sus taxímetros que rompen la costumbre y pesadilla de los regateos en sus carreras.
El Cairo languidece. En la calle Kasr El Nil ya ha cerrado Livres de France. Desfallece pero no deja de vibrar porque es el centro, aunque fatigado, de un barrio que fue imagen de un tiempo de modernidad en el paisaje urbano de esta capital que a mi me gusta llamar metrópoli africana.
Leyendo el Inmueble Yacubian del famoso escritor Alaa Al Aswany, estoy seguro que el restaurante ‘Maxim’ que describe en su famosa novela es el Estoril. Es allí donde se celebra la fiesta de la boda de Zaki Bey con Busayna Desuki, que Christine ameniza ¨para preservar el estilo europeo de la ocasión¨, tocando en el piano y entonando la Vie en rose de Édith Piaf.
El gran escritor que nunca ha abandonado su consulta profesional de dentista ha compuesto la elegía de la decadencia de este barrio con muchos edificios decrépitos, degradados, de arquitectura europea, antaño elegantes, con su estilo de vida cosmopolita. Una decadencia que comenzó lentamente en la década de los setenta, con las inexorables olas de impetuosa religiosidad que fueron acabando con sus costumbres occidentalizadas, libres, empujando a las elites a otros barrios como Mohandesin o Medinet Nasr. Algunos establecimientos de aquella época que han sobrevivido se me antojan trasnochados.
Sentado en la humilde mesa de descoloridos manteles, sorbiendo la cerveza local, de marca Stella, de grandes botellas con su etiqueta que celebra sus ciento veinte años de vida, oigo los gritos de los jóvenes manifestantes rumbo al Tahrir. Quizá con su vitalidad hayan dado un nuevo soplo a este mundo que se desvanece, o acaso le han clavado su puntilla mortal.
Tomás Alcoverro
Lunes, 24 de Diciembre 2012
La Vanguardia, Barcelona, España
           


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