Juan Eduardo Zuñiga
En la obra de los grandes escritores rusos del XIX que Zúñiga tiene desde hace decenios en su cabecera (Pushkin, Dostoievski, Chéjov...) "no hay espacio para bromas, nunca encuentras en ellos el producto superficial de una distracción; es una escritura muy densa, muy entrañada en el propio escritor. Una seriedad que a los europeos de este lado nos puede extrañar". Zúñiga atribuye esa esencialidad con la que los autores rusos se enfrentan a su propia alma a la propia violencia del clima, "que pasa sin solución de continuidad del invierno más cruel a la frondosidad casi instantánea de la primavera".
Desata nostalgia, quizá, esa vitalidad, en relación con la difícil penetración de nuestros propios clásicos. "Es que en Rusia recitan la poesía de Pushkin en las calles, los clásicos se aprenden de memoria en las escuelas, y aquí les hemos enseñado a los chicos que no importa la poesía, que eso no es importante para su educación".
En la casa de Zúñiga (y de su mujer, Felicidad Oquín, escritora) hay ahora dos nietos, de 10 y 13 años. Él les habla de "cosas concretas, de cómo hacer gimnasia, de qué fue la Revolución Francesa; ya tendrán tiempo de averiguar cómo un chiquillo de esos años cayó estupefacto ante el encanto de Turgueniev".
Con los años, cuando Zúñiga puso en orden esa estupefacción, fueron naciendo estas páginas en las que ahora se muestra "la pasión literaria rusa" de uno de los grandes autores españoles de la última parte del siglo XX. "He querido verles en su ámbito", dice Zúñiga, "en las ciudades silenciosas, en sus circunstancias, en su paisaje". Quien toca este libro toca a unos tipos que siguen viviendo en esa vecindad, acaso extraña para ellos, del Retiro de la Feria.
Invernal Dostoievski
En la primavera, por decirlo así, estaría Antón Chéjov, por ejemplo, "y en el invierno más duro estaría Dostoievski". Los adora a los dos, y de Dostoievski dice, como si fuera un vecino: "Pobre Dostoievski. Qué obra hubiera hecho si hubiera tenido una vida feliz". A lo mejor no hubiera hecho obras tan grandes. "Muy posiblemente". Habla de ellos como si fueran vecinos porque, en efecto, han sido sus convecinos literarios de toda la vida.Lo que es extraordinario, dice él, "es que en España se les siga publicando, queriendo y discutiendo; ahora hay en el mercado ¡dos nuevas traducciones de la obra magna de Tolstói, Guerra y paz, y hay editoriales, como Alba, que abordan con éxito la publicación de clásicos rusos".Desata nostalgia, quizá, esa vitalidad, en relación con la difícil penetración de nuestros propios clásicos. "Es que en Rusia recitan la poesía de Pushkin en las calles, los clásicos se aprenden de memoria en las escuelas, y aquí les hemos enseñado a los chicos que no importa la poesía, que eso no es importante para su educación".
En la casa de Zúñiga (y de su mujer, Felicidad Oquín, escritora) hay ahora dos nietos, de 10 y 13 años. Él les habla de "cosas concretas, de cómo hacer gimnasia, de qué fue la Revolución Francesa; ya tendrán tiempo de averiguar cómo un chiquillo de esos años cayó estupefacto ante el encanto de Turgueniev".
Con los años, cuando Zúñiga puso en orden esa estupefacción, fueron naciendo estas páginas en las que ahora se muestra "la pasión literaria rusa" de uno de los grandes autores españoles de la última parte del siglo XX. "He querido verles en su ámbito", dice Zúñiga, "en las ciudades silenciosas, en sus circunstancias, en su paisaje". Quien toca este libro toca a unos tipos que siguen viviendo en esa vecindad, acaso extraña para ellos, del Retiro de la Feria.