Por este lado, que determina la escritura vocal de la ópera y convierte a los cantantes, y al propio compositor, en esclavos de la palabra, flaquea una partitura de brillante colorido y vigor sinfónico que Josep Caballé-Domènech recrea con estupendos resultados en el foso liceista. La obra, que contiene aciertos incuestionables, y la calidad del montaje firmado por Carlos Wagner, obtuvieron una muy buena acogida en una noche de estreno que terminó con aplausos casi unánimes.
Las referencias a la Salomé de Oscar Wilde y Richard Strauss son evidentes, pero sólo como punto de partida: Valle-Inclán convierte el drama decadentista de Wilde en un esperpento sarcástico y salvaje que sólo coincide con Salomé en su más escandalosa escena; el beso de la princesa a la cabeza degollada del Bautista. Palomar amplía las referencias straussianas calcando las tesituras vocales del triángulo protagonista: una voz aguda de tenor para Herodes/ Don Igi; voz de barítono para el Bautista/ El Jándalo; y voz de soprano para Salomé/ La Pepona.
Valle-Inclán sitúa el argumento en un café español que Carlos Wagner recrea a través de un soberbio espacio escénico creado por Alfons Flores e iluminado con ricos matices por Xavi Clot: una batería de 15 mesas de billar y tres árboles que identifican el entorno rural del drama. Por este paisaje onírico que huele a España negra desfilan tullidos, ciegos y pordioseros: imágenes poderosas -acertado vestuario de Mercè Paloma- que son puro Valle-Inclán y también puro Buñuel y Azcona. No falla el ritmo teatral, ni el vigor dramático: este esperpento de resonancias bíblicas da mucho juego que Wagner resuelve con una espléndida dirección de actores.
Ángeles Blancas no deja cabos sueltos en su vigorosa creación de La Pepona y su arrolladora presencia tira del carro en la mayoría de las escenas. A su lado, se crece en entrega actoral el tenor José Manuel Zapata en un papel, Don Igi, muy alejado de su habitual- y menos sangriento- terreno belcantista. Ambos apechugan con una tensa escritura vocal y se dejan la piel en el escenario.
Los barítonos Alejandro Marco-Buhrmester (El Jándalo) y Michael Kraus (El ciego) lucen sólidos medios vocales en un reparto completado con suma eficacia por Enric Martínez-Castignani, Antonio Lozano, Roberto Accurso, Javier Abreu y Fabiola Masino. Palomar consigue en la parte coral -bien defendida por el coro del Liceo- sugerentes matices con un hábil juego de disonancias, pero es en el foso, muy bien controlado por Caballè-Domènech, donde brillan sus mejores recursos, con un lenguaje de gran vigor descriptivo y rítmico que se nutre de muchas influencias -Bartók, Shostakóvich, Puccini, Hermann, Strauss- y sigue la huella trazada por Falla y Gerhard en el uso de elementos, temas y giros de la música popular.
Las referencias a la Salomé de Oscar Wilde y Richard Strauss son evidentes, pero sólo como punto de partida: Valle-Inclán convierte el drama decadentista de Wilde en un esperpento sarcástico y salvaje que sólo coincide con Salomé en su más escandalosa escena; el beso de la princesa a la cabeza degollada del Bautista. Palomar amplía las referencias straussianas calcando las tesituras vocales del triángulo protagonista: una voz aguda de tenor para Herodes/ Don Igi; voz de barítono para el Bautista/ El Jándalo; y voz de soprano para Salomé/ La Pepona.
Valle-Inclán sitúa el argumento en un café español que Carlos Wagner recrea a través de un soberbio espacio escénico creado por Alfons Flores e iluminado con ricos matices por Xavi Clot: una batería de 15 mesas de billar y tres árboles que identifican el entorno rural del drama. Por este paisaje onírico que huele a España negra desfilan tullidos, ciegos y pordioseros: imágenes poderosas -acertado vestuario de Mercè Paloma- que son puro Valle-Inclán y también puro Buñuel y Azcona. No falla el ritmo teatral, ni el vigor dramático: este esperpento de resonancias bíblicas da mucho juego que Wagner resuelve con una espléndida dirección de actores.
Ángeles Blancas no deja cabos sueltos en su vigorosa creación de La Pepona y su arrolladora presencia tira del carro en la mayoría de las escenas. A su lado, se crece en entrega actoral el tenor José Manuel Zapata en un papel, Don Igi, muy alejado de su habitual- y menos sangriento- terreno belcantista. Ambos apechugan con una tensa escritura vocal y se dejan la piel en el escenario.
Los barítonos Alejandro Marco-Buhrmester (El Jándalo) y Michael Kraus (El ciego) lucen sólidos medios vocales en un reparto completado con suma eficacia por Enric Martínez-Castignani, Antonio Lozano, Roberto Accurso, Javier Abreu y Fabiola Masino. Palomar consigue en la parte coral -bien defendida por el coro del Liceo- sugerentes matices con un hábil juego de disonancias, pero es en el foso, muy bien controlado por Caballè-Domènech, donde brillan sus mejores recursos, con un lenguaje de gran vigor descriptivo y rítmico que se nutre de muchas influencias -Bartók, Shostakóvich, Puccini, Hermann, Strauss- y sigue la huella trazada por Falla y Gerhard en el uso de elementos, temas y giros de la música popular.