Esclavos de la palabra


Tras dos óperas de cámara -Ruleta (1998) y Juana (2005)-, el compositor catalán Enric Palomar (Badalona, Barcelona, 1964) da un paso de gigante en la consolidación de su lenguaje operístico con el estreno mundial, en el Liceo y a lo grande, de La cabeza del Bautista, adaptación lírica de la obra de Ramón María del Valle-Inclán. De la calidad de su teatro no es necesario hablar, pero en la ópera no basta la riqueza de un texto para lograr la gloria lírica. Palomar ha topado con la dureza del lenguaje de Valle-Inclán, descarnado y lacerante, de apabullante riqueza, pero bastante hostil al canto, e intenta domar tan desbordante verbo combinando partes habladas, declamación y un canto que se torna monótono en sus recurrentes saltos y cambios de registro.



Esclavos de la palabra
Por este lado, que determina la escritura vocal de la ópera y convierte a los cantantes, y al propio compositor, en esclavos de la palabra, flaquea una partitura de brillante colorido y vigor sinfónico que Josep Caballé-Domènech recrea con estupendos resultados en el foso liceista. La obra, que contiene aciertos incuestionables, y la calidad del montaje firmado por Carlos Wagner, obtuvieron una muy buena acogida en una noche de estreno que terminó con aplausos casi unánimes.
Las referencias a la Salomé de Oscar Wilde y Richard Strauss son evidentes, pero sólo como punto de partida: Valle-Inclán convierte el drama decadentista de Wilde en un esperpento sarcástico y salvaje que sólo coincide con Salomé en su más escandalosa escena; el beso de la princesa a la cabeza degollada del Bautista. Palomar amplía las referencias straussianas calcando las tesituras vocales del triángulo protagonista: una voz aguda de tenor para Herodes/ Don Igi; voz de barítono para el Bautista/ El Jándalo; y voz de soprano para Salomé/ La Pepona.
Valle-Inclán sitúa el argumento en un café español que Carlos Wagner recrea a través de un soberbio espacio escénico creado por Alfons Flores e iluminado con ricos matices por Xavi Clot: una batería de 15 mesas de billar y tres árboles que identifican el entorno rural del drama. Por este paisaje onírico que huele a España negra desfilan tullidos, ciegos y pordioseros: imágenes poderosas -acertado vestuario de Mercè Paloma- que son puro Valle-Inclán y también puro Buñuel y Azcona. No falla el ritmo teatral, ni el vigor dramático: este esperpento de resonancias bíblicas da mucho juego que Wagner resuelve con una espléndida dirección de actores.
Ángeles Blancas no deja cabos sueltos en su vigorosa creación de La Pepona y su arrolladora presencia tira del carro en la mayoría de las escenas. A su lado, se crece en entrega actoral el tenor José Manuel Zapata en un papel, Don Igi, muy alejado de su habitual- y menos sangriento- terreno belcantista. Ambos apechugan con una tensa escritura vocal y se dejan la piel en el escenario.
Los barítonos Alejandro Marco-Buhrmester (El Jándalo) y Michael Kraus (El ciego) lucen sólidos medios vocales en un reparto completado con suma eficacia por Enric Martínez-Castignani, Antonio Lozano, Roberto Accurso, Javier Abreu y Fabiola Masino. Palomar consigue en la parte coral -bien defendida por el coro del Liceo- sugerentes matices con un hábil juego de disonancias, pero es en el foso, muy bien controlado por Caballè-Domènech, donde brillan sus mejores recursos, con un lenguaje de gran vigor descriptivo y rítmico que se nutre de muchas influencias -Bartók, Shostakóvich, Puccini, Hermann, Strauss- y sigue la huella trazada por Falla y Gerhard en el uso de elementos, temas y giros de la música popular.
Miércoles, 22 de Abril 2009
El País, España
           


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