Si, tradicionalmente, el Sónar de día, en aquel acotado CCCB, era un remanso de paz, una coqueta zona de pícnic comparada con el monstruo nocturno de Fira Gran Via, el formato actual ya es otra cosa: un gigante que sigue creciendo y absorbiendo naves feriales que se convierten en catedrales de sonido y acogen riadas de público. Pero, como siempre, el festival es capaz de conjugar esa vocación de masas con el refinamiento y la exploración.
Richie Hawtin, Plastikman, coronó ayer la jornada inauguralde este festival que celebra su 21ª edición sin conocer sus límites, ni físicos ni conceptuales. El artista británico-canadiense, un clásico del Sónar, culminó el programa del Village con un espectáculo, 'Objekt', estrenado en el Guggenheim de Nueva York, que marcó distancias con los cánones ordinarios del concierto. Él, a oscuras en escena, y en el centro de la pista, rodeado de público, un enorme obelisco rectangular en cuyo interior se reproducían formas, contornos, líneas de luz cambiantes, en sofisticadas superficies de leds manejadas por el propio Plastikman. Un montaje hipnótico que trasciende la noción de actuación musical y vulnera la relación del artista con el público.
El 'show' de Plastikman puso un acento 'arty' innovador, en una línea de reconsiderar el papel del músico sobre el escenario. Quebró el rol del artista como 'showman' y le relegó a cómplice de un icono que atraía las miradas. Otras propuestas de ayer en el Sonar Village, algo así como el pulmón verde (sintético) del festival, su plaza pública, fueron más contenidos en su puesta escénica. Ahí vimos, unas horas antes, al estadounidense Travis Stewart Machinedrum, pilotando un 'set' de música electrónica que bebía de tramas de r&b con músculo orgánico, guitarra y batería (esta, a cargo de Lane Barrington), y fundiendo ambientaciones oníricas con asaltos musculosos. El menú de su elogiado disco 'Vapor city', en una concepción escénica integral que incluyó proyecciones del artista visual Weirdcore.
En materia de escenarios, otro impacto para el asistente se producía al acceder al reubicado Sónar Dome, una nave con aspecto de hangar aeronáutico cubierto con larguísimos cortinajes y convertido en templo para el culto de artistas como Chris & Cosey, es decir,Chris Carter y Cosey Fanni Tutti. Pareja de calado de la música industrial de los años 70 y 80, pioneros de bastantes cosas, musicales y audiovisuales, y aún en forma con una propuesta que fundió los ritmos bailables secos con la voz susurrada y de ultratumba, muy procesada, de Cosey. Nobleza filogótica asentada en andamios electrónicos.
Discoteca en la oscuridad
También alteró el diálogo con el público el equipo integrado porJames Murphy (LCD Soundsystem) y 2manydjs en'Despacio', su propuesta mezcla de instalación y 'set' de discjockeys. Triunfaron. Colas de 20 minutos para acceder a su escenario estable, en el que están instalados durante seis horas cada día a lo largo de las tres jornadas de festival. Situados en un discreto flanco, manejando maquinaria, el centro de atención se situó en la pista, con un millar de personas bailando en la semioscuridad, observados con mirada severa por siete intimidantes torres de altavoces McIntosh.
En contraste con su minimalismo escénico tuvimos actuaciones como la del noruego Trentemoller , con una propuesta mitad electrónica mitad orgánica, con su batería, sus guitarras y su bajo, y canciones generosas en minutaje que en sus arrebatos más épicos coquetearon con un sinfonismo rockero. Una expresión física para la primera jornada de este Sónar que sigue mutando.