Mahón, en Menorca.
Tuvo lugar en la Fundació Rubió i Tudurí, presidida por el jurista y escritor Josep María Quintana, en su sede pegada al gran claustro del Convento del Carmen, y en la finca de Mongofra, con su elegante mansión, en un paisaje de campos verdes, rebaños de vacas, con su diminuta plaza de toros, que se extiende hasta la orilla del mar. El día de la conferencia los diarios Última hora y Menorca publicaron entrevistas a toda página sobre mi trabajo como corresponsal y la compleja situación del Oriente Medio. En el escaparate de la céntrica librería de la Fundació expusieron mis libros La historia desde mi balcón y Espejismos de Oriente. ¡Entre los asistentes al acto, no faltaba una amable libanesa de Beirut! Como dijo Emili en sus palabras introductorias, ¨Si fa uns anys, bastants anys, m ´haguesin dit que un dia jo faria de presentador d´en Tomás Alcoverro no ho hauria cregut. Ell tampoc¨.
El Tiempo que crea y destruye, como supo Marcel Proust describir, me ha deparado en Mahón horas exquisitas. Mi primer viaje a Menorca se remonta al principio del decenio de los sesenta, cuando un grupo de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, guiado por el profesor Pericot, desembarcamos en la isla para visitar monumentos megalíticos, navetas y talaiots.
La ciudad tenía un aire muy recoleto. Recuerdo que acudió al muelle a recibirnos Hernández Mora, que conocía a Pericot, catedrático de Instituto y humanista, sobre el que Josep María Quintana ha trazado en su libro Mao un conmovedor retrato. Entonces las referencias literarias isleñas eran las obras de Angel Ruiz Pablo y la novela Piedras y viento de Mario Verdaguer. Pocos años después, al empezar a trabajar en La Vanguardia, supe de su paso por el periódico, donde había sido redactor en la sección de Internacional. Leyendo a Quintana he sabido que escribió otras novelas en un estilo de ‘narración vanguardista’. En el pequeño y precioso edificio del Ateneo hay expuestas algunas de sus pinturas. Como cuenta Quintana, la calle de Isabel II fue donde vivieron algunos letraheridos, lletraferits, artistas de la palabra salvada como Verdaguer o el polifacético y emprendedor Rubió i Tudurí, que escribió varias obras de teatro, convirtiéndose más tarde en gran mecenas cultural de Menorca.
Recién desembarcado en el aeropuerto, Emili me llevó a pasear por calles cuando ya había oscurecido. Estaba impaciente por ver el Teatro Principal donde tantas óperas se habían representado, a veces por compañías italianas antes de llegar al Liceo. En una abrir y cerrar de ojos, la encargada, taquillera y aficionada al cante operístico nos mostró el teatro, sobre el que tanto me había hablado Emili, la contigua sala de recepciones de la reina. Sin perder tiempo, pude admirar el gran órgano de la iglesia de Santa María, entrever el Casino y el Dineret, observar los clientes del American bar y del Bar de Andalucía, de la plaza Real.
Al encaminarnos a mi hotel, atravesando un barrio de antiguos emigrantes que regresaron de Argelia tras su guerra de independencia, Emili volvió a sorprenderme al contarme que la abuela de Albert Camus, era de origen menorquín.
He aprendido que Mahon fue heterodoxa y diferente. Es ciudad liberal, cosmopolita –amigos diplomáticos españoles, pintores como mi amigo Francesc Artigau tienen casas en la isla- y quiere mantener un estilo selecto de turismo.
Debido a su puerto natural, hondo y abrigado, fue en una época estratégico objetivo de intrigas internacionales como los pueblos del Oriente Medio, hasta que los ingleses prefirieron establecer su base militar en Malta, casi en el centro de nuestro mar. Como es la isla más occidental de España sufre, a menudo, la precariedad de sus vuelos aéreos. En la mansión de Mongofra su viento me estremeció la última noche.
Lo mejor era llegar a la ciudad, como hice antaño por mar, lentamente en un barco, como describió Baltasar Porcel.
Tomás Alcoverro
El Tiempo que crea y destruye, como supo Marcel Proust describir, me ha deparado en Mahón horas exquisitas. Mi primer viaje a Menorca se remonta al principio del decenio de los sesenta, cuando un grupo de estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras, guiado por el profesor Pericot, desembarcamos en la isla para visitar monumentos megalíticos, navetas y talaiots.
La ciudad tenía un aire muy recoleto. Recuerdo que acudió al muelle a recibirnos Hernández Mora, que conocía a Pericot, catedrático de Instituto y humanista, sobre el que Josep María Quintana ha trazado en su libro Mao un conmovedor retrato. Entonces las referencias literarias isleñas eran las obras de Angel Ruiz Pablo y la novela Piedras y viento de Mario Verdaguer. Pocos años después, al empezar a trabajar en La Vanguardia, supe de su paso por el periódico, donde había sido redactor en la sección de Internacional. Leyendo a Quintana he sabido que escribió otras novelas en un estilo de ‘narración vanguardista’. En el pequeño y precioso edificio del Ateneo hay expuestas algunas de sus pinturas. Como cuenta Quintana, la calle de Isabel II fue donde vivieron algunos letraheridos, lletraferits, artistas de la palabra salvada como Verdaguer o el polifacético y emprendedor Rubió i Tudurí, que escribió varias obras de teatro, convirtiéndose más tarde en gran mecenas cultural de Menorca.
Recién desembarcado en el aeropuerto, Emili me llevó a pasear por calles cuando ya había oscurecido. Estaba impaciente por ver el Teatro Principal donde tantas óperas se habían representado, a veces por compañías italianas antes de llegar al Liceo. En una abrir y cerrar de ojos, la encargada, taquillera y aficionada al cante operístico nos mostró el teatro, sobre el que tanto me había hablado Emili, la contigua sala de recepciones de la reina. Sin perder tiempo, pude admirar el gran órgano de la iglesia de Santa María, entrever el Casino y el Dineret, observar los clientes del American bar y del Bar de Andalucía, de la plaza Real.
Al encaminarnos a mi hotel, atravesando un barrio de antiguos emigrantes que regresaron de Argelia tras su guerra de independencia, Emili volvió a sorprenderme al contarme que la abuela de Albert Camus, era de origen menorquín.
He aprendido que Mahon fue heterodoxa y diferente. Es ciudad liberal, cosmopolita –amigos diplomáticos españoles, pintores como mi amigo Francesc Artigau tienen casas en la isla- y quiere mantener un estilo selecto de turismo.
Debido a su puerto natural, hondo y abrigado, fue en una época estratégico objetivo de intrigas internacionales como los pueblos del Oriente Medio, hasta que los ingleses prefirieron establecer su base militar en Malta, casi en el centro de nuestro mar. Como es la isla más occidental de España sufre, a menudo, la precariedad de sus vuelos aéreos. En la mansión de Mongofra su viento me estremeció la última noche.
Lo mejor era llegar a la ciudad, como hice antaño por mar, lentamente en un barco, como describió Baltasar Porcel.
Tomás Alcoverro