Corrían los años setenta y el régimen albanés lanzaba su artillería pesada propagandística a través de Radio Tirana, la joya de la corona del dictador comunista Enver Hoxha. Pero la vida misteriosa y compleja de la capital albanesa tenía poco que ver con aquel triunfalismo radiofónico. La verdadera voz de Albania, la única destinada a perdurar y a seducir al mundo, estaba en las obras de un escritor de aspecto funcionarial, taciturno, vestido con sempiterna gabardina, llamado Ismaíl Kadaré. Un editor francés había descubierto al mundo la que sería la primera de una larga serie de excelentes novelas: El general del ejército muerto, el relato de la peregrinación por Albania de dos militares italianos con la misión de recuperar los restos de sus compatriotas caídos en ese país durante la II Guerra Mundial.
Traducida casi de inmediato a 30 idiomas, la novela mejoró el estatus de Kadaré en Albania. De tal forma que, durante décadas, pudo soportar sobre sus hombros el pesado entramado de controles del régimen, sin aparente dificultad, manteniendo sus novelas en el aire, como un consumado malabarista, resistiendo las presiones de quienes le pedían que fuera portavoz de la Nueva Albania, y de quienes le pedían que interpretara el papel de disidente.
Formó parte de las instituciones comunistas, fue diputado, estuvo al frente de la unión de escritores, se benefició de una cierta protección personal de Enver Hoxha, y todo eso sin dejar de ser un escritor desafecto al régimen, un tipo en el que no se podía confiar, porque escribía libremente, sin atenerse a las consignas del realismo socialista, ni a las necesidades de la propaganda del Partido del Trabajo, deslizándose peligrosamente hacia el odiado cosmopolitismo. Podía hacerlo porque en una Albania aislada y remota -apenas 3,6 millones de habitantes, hoy- su fama internacional era un motivo de orgullo irresistible para el dictador, una coraza que le protegía de purgas y exclusiones.
"Era una situación de lo más paradójica, es verdad. En el país estalinista por excelencia, era adorado por los comunistas, pero debido a esa cierta fama internacional, era admirado también por los burgueses del exterior. Para algunos, mi supervivencia era motivo de esperanza, para otros era un misterio del régimen", cuenta el escritor.
Pero más paradójico aún era lo que nadie sabía. Kadaré mantenía una estrecha relación con un joven escritor, Bashkim, hijo de Mehmet Shehu, mano derecha del dictador Hoxha, quien le informaba de todo lo que se decía de él en las alturas del poder, donde se le consideraba un "agente de la burguesía". "No era una sospecha banal, que viniera de los militantes de a pie, que me criticaban, envidiosos, porque me gustaba Francia, y me consideraban un burgués, sino del propio dictador. Si había sobrevivido a esa sospecha, poco podían importarme las demás críticas".
Kadaré lo cuenta instalado en un amplio sofá, en el salón de su casa de París, trajeado a su estilo, con chaqueta clara, sobre pantalón y camisa de un marrón chocolate. Nacido el 28 de enero de 1936, en la ciudad medieval de Gjirokastra, en el sur de Albania, tiempo atrás parte del Epiro del Norte griego, el escritor creció en medio de las convulsiones de un país, ocupado por los italianos, cercado por los alemanes, después, y finalmente, liberado por los comunistas locales. Nació musulmán, pero ese detalle pesó poco en su vida. "No soy religioso. Pertenezco a la secta de los bektashi, una escisión del islam muy tolerante. Comen cerdo, beben". Tras el largo paréntesis de ateísmo forzoso, en Albania han vuelto a florecer las tres religiones históricas, pero católicos, ortodoxos y musulmanes viven en paz. "Además hay muchos matrimonios mixtos, porque existe una mayor atracción erótica entre personas de distinta religión", apunta Kadaré, cuya esposa, Elena, es una ferviente católica.
No fue la religión lo que dividió a su familia, sino la ideología. Su padre, un modesto funcionario encargado de distribuir el correo oficial, aunque perteneciente a una familia importante, pasó a ser un conservador, un reaccionario, mientras los tíos maternos, hijos de un terrateniente local, se apuntaron al Partido Comunista desde el primer día. "Yo no sabía con quién quedarme. Quería a mi padre, pero mis tíos eran gente interesante, tenían una biblioteca estupenda, sabían latín. Tenía ante mí dos mundos contradictorios. Y la familia era determinante en la actitud que uno iba a tomar después".
La de los Kadaré era una historia perfecta para ser contada. Un relato agobiante que contrasta con el esplendor del París otoñal que asoma por los balcones del apartamento del escritor, que dan a los Jardines de Luxemburgo. Exiliado en Francia en septiembre de 1990, Kadaré vive desde hace una década a caballo entre Tirana y la capital francesa. Pero su apartamento parisiense tiene un inequívoco aire provisional. Como si el más famoso escritor albanés, premio Booker, premio Príncipe de Asturias 2009, candidato al Nobel y al Médicis, miembro de la Academia de las Ciencias Morales y Políticas de París -a la que pertenecen también el Rey de España y el Papa-, se sintiera todavía un refugiado.
Su exilio encierra, en realidad, una de las mayores paradojas de su vida. ¿Por qué permaneció en Albania durante los años más negros de la dictadura de Hoxha? ¿Por qué lo abandonó, precisamente, cuando se iniciaba una tortuosa transición? "Quizás, como ya he dicho, pudo más en mí la desilusión de ver que no se daban los pasos necesarios, que la represión del régimen estalinista", dice. Ya en París, denunció la cerrazón del régimen poscomunista, que podía desencadenar, dijo, un baño de sangre. "Fue una intervención muy efectiva. Estoy orgulloso de mi contribución a la transición".
Escritor de fama en Francia, el país que le descubrió, Kadaré es editado en España por Alianza Editorial, y empieza a saborear las mieles del éxito en nuestro país. Cuando se anunció en junio que era el nuevo premio Príncipe de Asturias de las Letras, sus libros se agotaron en las librerías, a las que el próximo lunes llegará su última novela, publicada por la misma editorial, El accidente, concluida entre 2003 y 2004, en plena resaca de la guerra de Kosovo.
Alianza, que ha dedicado una colección al escritor albanés, se dispone a completar la publicación de toda la obra anterior. El accidente, un relato de misterio, erótico-amoroso, trufado con retazos de la crisis de Kosovo, y mordaces críticas a la Albania actual, puede resultar extraño, a primera vista, para un lector habituado a las historias densas y profundamente ancladas en la realidad de Kadaré. Sobreviven en él, por supuesto, los característicos toques de ironía, como esa burla de la pasión nobiliaria de la Albania de hoy, que lleva a los trabajadores a comprar títulos aristocráticos a cualquier precio, pero es un libro muy diferente de todos los demás. "Es un libro difícil. No creo que sea el mejor para empezar a conocer mi obra", dice el escritor, ojeando el ejemplar que le muestra la periodista. "Yo sugeriría otra novela que, siendo muy albanesa, es al mismo tiempo muy internacional, ha gustado en todos los países, Crónica de piedra". Un relato de Gjirokastra, vista con los ojos de un niño, en el que reconstruye momentos capitales de su vida y de la de su país. Un país orgulloso y derrotista a un tiempo, algo bastante familiar en España, que intenta restañar las heridas del pasado.
Ni siquiera el gran Kadaré, un santón intocable en Albania, se ha salvado de algunas dentelladas de los medios. "Un periodista me preguntó en un programa de televisión en directo: '¿No es cierto que usted vivía bajo la protección de Enver Hoxha?'. Desde luego, le respondí, era el que decidía sobre la vida y la muerte de todos. Pero, le pregunté yo a mi vez, ¿acaso no me protegía Hoxha de sus propios fieles, de su propio régimen?".
También su vida cómoda, en Occidente, ha tenido su cuota de hiel. Ha recibido premios y ha logrado una notoriedad envidiable. Pero su éxito en la Albania comunista le ha perseguido como una sombra de sospecha. El escritor Bashkim Shehu, su discípulo y amigo, explica que no era ni un disidente ni un portavoz del régimen. "Ninguno de esos dos términos es adecuado para desentrañar el fenómeno literario de Kadaré", dice, en conversación telefónica desde su casa de Barcelona.
La suya no era la biografía que gusta en Europa, del heroico disidente, sino la de un escritor, gran conocedor de la naturaleza humana, que ha sabido defender su libertad interior con uñas y dientes. "En Occidente hay una especie de cliché sobre los escritores del Este. Todos tienen que ser como Václav Havel, disidentes con años de cárcel. La gente no comprende que había muchas diferencias entre los países comunistas. Que Albania era un régimen muy duro en el que no cabía la disidencia. Solzhenitsin escribió sus primeros libros críticos contra Stalin en 1962, es decir, nueve años después de su desaparición. Hoxha fue adorado y obedecido hasta su muerte. Pero su viuda lo siguió controlando todo. No había la menor ocasión para una disidencia abierta".
Hoxha, nacido en la misma calle y en la misma ciudad (Gjirokastra) de Kadaré, aunque una generación anterior, es un personaje que asoma, como un fantasma maligno, en varias de sus novelas. Por ejemplo, en El sucesor, un relato dedicado a la muerte, en 1981 (por supuesto suicidio) de Mehmet Shehu, hasta un año antes, mano derecha del dictador. También hay alusiones al dictador en El concierto o en El largo invierno, que evoca la ruptura con la Unión Soviética. En realidad, las rupturas eran constantes. En cuarenta años de poder absoluto, Hoxha se las arregló para pelearse uno tras otro con todos los "países hermanos".
Rompió con la Yugoslavia de Tito en 1948, con los soviéticos en 1961 y con los chinos en 1978, dejando el país en el desamparo internacional más absoluto. Pese a ello, su muerte, en abril de 1985, desencadenó un duelo descomunal en Albania, y hasta el mismo Kadaré recriminó en una carta enviada al diario Le Monde el tratamiento periodístico otorgado en Occidente a aquella noticia. Hoy se ve en la obligación de aclarar el tema. "La idea que escribí era bien sencilla: no hay que burlarse del llanto de un país por la desaparición de una personalidad relevante de su historia, porque nadie sabe lo que significa ese llanto".
El escritor, tímido y renuente en los años de la dictadura, no tuvo miedo a asumir un protagonismo político de primer orden en la crisis de Kosovo, que acabó con los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado. "Eran necesarios para detener la masacre serbia sobre Kosovo", dice. La suya fue una defensa cerrada de la intervención contra Serbia, que encontró considerables apoyos y alguna crítica. Hubo quien le acusó de estar aplicando una especie de vendetta, del Kanun albanés contra los vecinos serbios. "Me criticaron, sí. No comprenden que no hay por mi parte ninguna hostilidad hacia los serbios. Creo que expliqué bien mi posición en Tres cantos fúnebres por Kosovo. Pero no lo entienden". Tres cantos fúnebres es un pequeño relato en el que Kadaré intenta explicar las paradojas de esta región, reclamada por serbios y albaneses, y conquistada por los turcos en el siglo XIV.
La crítica francesa y la española han encontrado en la obra del autor albanés, a menudo, el pálpito de la mejor literatura política de nuestro tiempo. A veces de forma poco explícita, como en su novela El palacio de los sueños, un relato alegórico, un punto kafkiano, en el que el poder dictatorial, no contento con controlar las mentes de los súbditos del imperio, destina un palacio, repleto de oficinas y departamentos, a investigar los sueños, último reducto de libertad individual, para catalogarlos por su peligrosidad.
Kadaré ha dejado entrever en varios de sus libros las dificultades de su vida de escritor en aquella cárcel al aire libre que fuera Albania desde mediados de los años cuarenta hasta 1990. Una vida cercada por la sospecha, que le llevó a intentar la fuga. La primera vez fue durante un viaje a Praga, con una delegación de la juventud albanesa, a principios de los años sesenta. Lo tenía todo preparado para quedarse en esa ciudad, pero a última hora no pudo. "Me dio un ataque de pánico, la habitación del hotel me pareció estrechísima, sentí una tristeza enorme, irracional. Había dejado la maleta en el aeropuerto, seguramente me habría ayudado tener allí algo propio".
¿Quizás necesitaba su país, fuente inagotable de historias, para sobrevivir como escritor? A fin de cuentas, vivía ya para la literatura. La literatura era el dios supremo, la única causa sagrada a la que quería entregarse. "No, ésa no era la razón. Aunque es cierto que el escritor tiene una vida paralela, una segunda patria en la literatura. Es una vida que no siempre encaja con la vida real. Al contrario, la relación entre vida y literatura es conflictiva. No hay idilio, sino casi una guerra oculta entre ambas".
Los años convulsos del poscomunismo dejaron en evidencia esa guerra soterrada. Escritores famosos, admirados en Occidente, se vieron amenazadas por viejos dossieres desempolvados a última hora. Por eso, Kadaré considera importante que todos los detalles que ha contado de sus choques con la censura, de sus dificultades personales, sean perfectamente demostrables. "Todo lo que afirmo se puede verificar. Si digo que me planteé no regresar a Albania, estando en Praga, es cierto y se puede demostrar. Cuando lo conté hace 20 años, vivía el amigo checo al que le confesé mi plan. Era un escritor conocido. Si digo que Claude Durand, mi editor francés, vino a Tirana para hacerse cargo del manuscrito de La hija de Agamenón, y guardarlo en la caja fuerte de un banco francés, es porque es verdad y se puede comprobar". Eran cautelas necesarias, dice el escritor. "Tras la caída del comunismo ha habido muchas calumnias, sobre todo sobre los escritores. La policía política tenía un departamento dedicado a urdir historias para desacreditar a la gente".
Uno de sus vecinos más famosos, en este barrio encantador de París, el checo Milan Kundera, tuvo que hacer frente el año pasado a graves acusaciones de haber sido un delator del régimen comunista en su juventud. Kadaré cree que la denuncia tenía mucho que ver "con las difíciles, tensas relaciones de Kundera con su país". Algo que no le ocurre a él. "Mi relación con Albania es fácil. Allí tengo la misma notoriedad que aquí".
Kadaré, amante de la buena cocina, de la vida familiar como buen albanés, dueño de un fino sentido del humor, tiene, sin embargo, un lado impenetrable y complejo, como su obra. Elude el tema cuando se le pregunta si en su casa se prepara el bürek albanés, empanadillas de carne y hojaldre, y se queda callado cuando esta periodista le dice que conoció hace tiempo su ciudad, Gjirokastra. Un hermetismo que se explica quizás, en los 40 años de dictadura comunista, cuando una pregunta mal formulada, una palabra de más, podían acarrear la ruina de una familia.
La caída del régimen albanés y la desmembración de Yugoslavia dieron paso a otro momento oscuro. ¿Hasta cuándo serán un polvorín los Balcanes? "Todos los pueblos son responsables de sus defectos, pero los conflictos que ahora vemos en los Balcanes son fruto de la frustración de cinco siglos de ocupación turca, de una independencia tardía, que han llevado a nuestros países a enfrentarse entre sí. Bajo el Imperio Otomano, los Balcanes se contaminaron con el mal. Hay un poema del escritor griego Giorgios Seferis en el que relata una guerra entre la serpiente y el gato, que se desarrolló a través de las generaciones. Finalmente ganó el gato, pero, dice Seferis, se había convertido en una criatura perversa. Había sido contaminado por el mal".
El escritor, que recibirá el día 23 de octubre el Príncipe de Asturias de las Letras, parece muy consciente de la importancia del galardón ("hay premios y premios, y todo escritor sabe que existe esa jerarquía", dice), dotado con 50.000 euros y la reproducción de una estatuilla de Joan Miró, que le abre definitivamente las puertas del mercado español, con 450 millones de hipotéticos lectores. Su conversación, en francés, está salpicada de alusiones a Cervantes, a Shakespeare, a Dante y a Esquilo. Kadaré admira a los mismos escritores que todo el mundo. "Me parece que la Humanidad no se ha equivocado en esto. Puede que en algún caso haya tardado en llegar ese reconocimiento, pero no creo que haya genios olvidados, que tengan que ser descubiertos. Prefiero tener un gusto simple, directo. No me gusta pasar por un escritor sofisticado". Aun así, hay nombres de autores desconocidos que han marcado su biografía, como el de Lagush Poradeci, poeta albanés que falleció unos pocos años antes de la caída del comunismo, y cuya fotografía ocupa un sitio bien visible, sobre una mesita camilla, en el salón de su casa.
Mediada la entrevista, se escuchan, por el pasillo del apartamento, las carreras de su nieto de cuatro años, Adrian. Kadaré le hace pasar, encantado con la desenvoltura del niño. Cuando el fotógrafo le pregunta por su estudio, el escritor le guía hasta un cuarto al otro extremo del pasillo, al que dan varias habitaciones. En una de ellas, con la puerta abierta, están sentados su yerno y su hija, Gressa, bióloga e investigadora, que acaban de regresar de una larga estancia en Nueva York.
"Kadaré es un hombre sencillo, familiar. Según él, sólo escribe dos o tres horas al día, aunque yo no acabo de creérmelo", cuenta su traductor al español, Ramón Sánchez Lizarralde. El estilo del narrador albanés no deja de perfeccionarse, sin perder ni una gota "de la profunda originalidad de una obra en la que se perciben las huellas de Chéjov, pero también las de Joyce y las de Faulkner", dice Sánchez Lizarralde. Algunas de sus novelas tienen además un potencial estético que ha explotado el cine, al que Kadaré es muy aficionado. El general del ejército muerto fue llevado a la pantalla e interpretado por Marcello Mastroianni, y su relato Abril quebrado ha sido filmado como un drama rural brasileño. Su relato Cuestión de locura es, según Sánchez Lizarralde, "un viaje nostálgico a la infancia, un poco como el Amarcord de Fellini".
Es una pequeña licencia, porque toda la obra de Kadaré gira en torno a la fascinante y terrible historia de su país. De forma alegórica o directa, salpicados con gotas de humor negro o de simple ironía, aparecen en ella los episodios de la vieja Albania, dominada por los visires del Imperio Otomano, del breve periodo monárquico del rey Zog, de la ocupación italiana y el yugo de Vittorio Emanuele rey de Albania y Etiopía, de la dictadura comunista, y de la Albania recién llegada a una frágil democracia.
Con el Príncipe de Asturias en el bolsillo, Kadaré piensa quizás en el Nobel, aunque no le obsesiona conseguirlo. El autor de El palacio de los sueños no cree en el poder transformador de la literatura, del arte en general. "Lo que no significa que no sirva, que no sea enormemente importante", dice. Sin ser una denuncia abierta de la opresión comunista, sus escritos, esos en los que, según Bashkim Shehu, "palpita la aspiración a otro modo de vida", consolaron a muchos tocados por el régimen, y han hecho más por cambiar el mundo que la soporífera propaganda de Radio Tirana.
Traducida casi de inmediato a 30 idiomas, la novela mejoró el estatus de Kadaré en Albania. De tal forma que, durante décadas, pudo soportar sobre sus hombros el pesado entramado de controles del régimen, sin aparente dificultad, manteniendo sus novelas en el aire, como un consumado malabarista, resistiendo las presiones de quienes le pedían que fuera portavoz de la Nueva Albania, y de quienes le pedían que interpretara el papel de disidente.
Formó parte de las instituciones comunistas, fue diputado, estuvo al frente de la unión de escritores, se benefició de una cierta protección personal de Enver Hoxha, y todo eso sin dejar de ser un escritor desafecto al régimen, un tipo en el que no se podía confiar, porque escribía libremente, sin atenerse a las consignas del realismo socialista, ni a las necesidades de la propaganda del Partido del Trabajo, deslizándose peligrosamente hacia el odiado cosmopolitismo. Podía hacerlo porque en una Albania aislada y remota -apenas 3,6 millones de habitantes, hoy- su fama internacional era un motivo de orgullo irresistible para el dictador, una coraza que le protegía de purgas y exclusiones.
"Era una situación de lo más paradójica, es verdad. En el país estalinista por excelencia, era adorado por los comunistas, pero debido a esa cierta fama internacional, era admirado también por los burgueses del exterior. Para algunos, mi supervivencia era motivo de esperanza, para otros era un misterio del régimen", cuenta el escritor.
Pero más paradójico aún era lo que nadie sabía. Kadaré mantenía una estrecha relación con un joven escritor, Bashkim, hijo de Mehmet Shehu, mano derecha del dictador Hoxha, quien le informaba de todo lo que se decía de él en las alturas del poder, donde se le consideraba un "agente de la burguesía". "No era una sospecha banal, que viniera de los militantes de a pie, que me criticaban, envidiosos, porque me gustaba Francia, y me consideraban un burgués, sino del propio dictador. Si había sobrevivido a esa sospecha, poco podían importarme las demás críticas".
Kadaré lo cuenta instalado en un amplio sofá, en el salón de su casa de París, trajeado a su estilo, con chaqueta clara, sobre pantalón y camisa de un marrón chocolate. Nacido el 28 de enero de 1936, en la ciudad medieval de Gjirokastra, en el sur de Albania, tiempo atrás parte del Epiro del Norte griego, el escritor creció en medio de las convulsiones de un país, ocupado por los italianos, cercado por los alemanes, después, y finalmente, liberado por los comunistas locales. Nació musulmán, pero ese detalle pesó poco en su vida. "No soy religioso. Pertenezco a la secta de los bektashi, una escisión del islam muy tolerante. Comen cerdo, beben". Tras el largo paréntesis de ateísmo forzoso, en Albania han vuelto a florecer las tres religiones históricas, pero católicos, ortodoxos y musulmanes viven en paz. "Además hay muchos matrimonios mixtos, porque existe una mayor atracción erótica entre personas de distinta religión", apunta Kadaré, cuya esposa, Elena, es una ferviente católica.
No fue la religión lo que dividió a su familia, sino la ideología. Su padre, un modesto funcionario encargado de distribuir el correo oficial, aunque perteneciente a una familia importante, pasó a ser un conservador, un reaccionario, mientras los tíos maternos, hijos de un terrateniente local, se apuntaron al Partido Comunista desde el primer día. "Yo no sabía con quién quedarme. Quería a mi padre, pero mis tíos eran gente interesante, tenían una biblioteca estupenda, sabían latín. Tenía ante mí dos mundos contradictorios. Y la familia era determinante en la actitud que uno iba a tomar después".
La de los Kadaré era una historia perfecta para ser contada. Un relato agobiante que contrasta con el esplendor del París otoñal que asoma por los balcones del apartamento del escritor, que dan a los Jardines de Luxemburgo. Exiliado en Francia en septiembre de 1990, Kadaré vive desde hace una década a caballo entre Tirana y la capital francesa. Pero su apartamento parisiense tiene un inequívoco aire provisional. Como si el más famoso escritor albanés, premio Booker, premio Príncipe de Asturias 2009, candidato al Nobel y al Médicis, miembro de la Academia de las Ciencias Morales y Políticas de París -a la que pertenecen también el Rey de España y el Papa-, se sintiera todavía un refugiado.
Su exilio encierra, en realidad, una de las mayores paradojas de su vida. ¿Por qué permaneció en Albania durante los años más negros de la dictadura de Hoxha? ¿Por qué lo abandonó, precisamente, cuando se iniciaba una tortuosa transición? "Quizás, como ya he dicho, pudo más en mí la desilusión de ver que no se daban los pasos necesarios, que la represión del régimen estalinista", dice. Ya en París, denunció la cerrazón del régimen poscomunista, que podía desencadenar, dijo, un baño de sangre. "Fue una intervención muy efectiva. Estoy orgulloso de mi contribución a la transición".
Escritor de fama en Francia, el país que le descubrió, Kadaré es editado en España por Alianza Editorial, y empieza a saborear las mieles del éxito en nuestro país. Cuando se anunció en junio que era el nuevo premio Príncipe de Asturias de las Letras, sus libros se agotaron en las librerías, a las que el próximo lunes llegará su última novela, publicada por la misma editorial, El accidente, concluida entre 2003 y 2004, en plena resaca de la guerra de Kosovo.
Alianza, que ha dedicado una colección al escritor albanés, se dispone a completar la publicación de toda la obra anterior. El accidente, un relato de misterio, erótico-amoroso, trufado con retazos de la crisis de Kosovo, y mordaces críticas a la Albania actual, puede resultar extraño, a primera vista, para un lector habituado a las historias densas y profundamente ancladas en la realidad de Kadaré. Sobreviven en él, por supuesto, los característicos toques de ironía, como esa burla de la pasión nobiliaria de la Albania de hoy, que lleva a los trabajadores a comprar títulos aristocráticos a cualquier precio, pero es un libro muy diferente de todos los demás. "Es un libro difícil. No creo que sea el mejor para empezar a conocer mi obra", dice el escritor, ojeando el ejemplar que le muestra la periodista. "Yo sugeriría otra novela que, siendo muy albanesa, es al mismo tiempo muy internacional, ha gustado en todos los países, Crónica de piedra". Un relato de Gjirokastra, vista con los ojos de un niño, en el que reconstruye momentos capitales de su vida y de la de su país. Un país orgulloso y derrotista a un tiempo, algo bastante familiar en España, que intenta restañar las heridas del pasado.
Ni siquiera el gran Kadaré, un santón intocable en Albania, se ha salvado de algunas dentelladas de los medios. "Un periodista me preguntó en un programa de televisión en directo: '¿No es cierto que usted vivía bajo la protección de Enver Hoxha?'. Desde luego, le respondí, era el que decidía sobre la vida y la muerte de todos. Pero, le pregunté yo a mi vez, ¿acaso no me protegía Hoxha de sus propios fieles, de su propio régimen?".
También su vida cómoda, en Occidente, ha tenido su cuota de hiel. Ha recibido premios y ha logrado una notoriedad envidiable. Pero su éxito en la Albania comunista le ha perseguido como una sombra de sospecha. El escritor Bashkim Shehu, su discípulo y amigo, explica que no era ni un disidente ni un portavoz del régimen. "Ninguno de esos dos términos es adecuado para desentrañar el fenómeno literario de Kadaré", dice, en conversación telefónica desde su casa de Barcelona.
La suya no era la biografía que gusta en Europa, del heroico disidente, sino la de un escritor, gran conocedor de la naturaleza humana, que ha sabido defender su libertad interior con uñas y dientes. "En Occidente hay una especie de cliché sobre los escritores del Este. Todos tienen que ser como Václav Havel, disidentes con años de cárcel. La gente no comprende que había muchas diferencias entre los países comunistas. Que Albania era un régimen muy duro en el que no cabía la disidencia. Solzhenitsin escribió sus primeros libros críticos contra Stalin en 1962, es decir, nueve años después de su desaparición. Hoxha fue adorado y obedecido hasta su muerte. Pero su viuda lo siguió controlando todo. No había la menor ocasión para una disidencia abierta".
Hoxha, nacido en la misma calle y en la misma ciudad (Gjirokastra) de Kadaré, aunque una generación anterior, es un personaje que asoma, como un fantasma maligno, en varias de sus novelas. Por ejemplo, en El sucesor, un relato dedicado a la muerte, en 1981 (por supuesto suicidio) de Mehmet Shehu, hasta un año antes, mano derecha del dictador. También hay alusiones al dictador en El concierto o en El largo invierno, que evoca la ruptura con la Unión Soviética. En realidad, las rupturas eran constantes. En cuarenta años de poder absoluto, Hoxha se las arregló para pelearse uno tras otro con todos los "países hermanos".
Rompió con la Yugoslavia de Tito en 1948, con los soviéticos en 1961 y con los chinos en 1978, dejando el país en el desamparo internacional más absoluto. Pese a ello, su muerte, en abril de 1985, desencadenó un duelo descomunal en Albania, y hasta el mismo Kadaré recriminó en una carta enviada al diario Le Monde el tratamiento periodístico otorgado en Occidente a aquella noticia. Hoy se ve en la obligación de aclarar el tema. "La idea que escribí era bien sencilla: no hay que burlarse del llanto de un país por la desaparición de una personalidad relevante de su historia, porque nadie sabe lo que significa ese llanto".
El escritor, tímido y renuente en los años de la dictadura, no tuvo miedo a asumir un protagonismo político de primer orden en la crisis de Kosovo, que acabó con los bombardeos de la OTAN sobre Belgrado. "Eran necesarios para detener la masacre serbia sobre Kosovo", dice. La suya fue una defensa cerrada de la intervención contra Serbia, que encontró considerables apoyos y alguna crítica. Hubo quien le acusó de estar aplicando una especie de vendetta, del Kanun albanés contra los vecinos serbios. "Me criticaron, sí. No comprenden que no hay por mi parte ninguna hostilidad hacia los serbios. Creo que expliqué bien mi posición en Tres cantos fúnebres por Kosovo. Pero no lo entienden". Tres cantos fúnebres es un pequeño relato en el que Kadaré intenta explicar las paradojas de esta región, reclamada por serbios y albaneses, y conquistada por los turcos en el siglo XIV.
La crítica francesa y la española han encontrado en la obra del autor albanés, a menudo, el pálpito de la mejor literatura política de nuestro tiempo. A veces de forma poco explícita, como en su novela El palacio de los sueños, un relato alegórico, un punto kafkiano, en el que el poder dictatorial, no contento con controlar las mentes de los súbditos del imperio, destina un palacio, repleto de oficinas y departamentos, a investigar los sueños, último reducto de libertad individual, para catalogarlos por su peligrosidad.
Kadaré ha dejado entrever en varios de sus libros las dificultades de su vida de escritor en aquella cárcel al aire libre que fuera Albania desde mediados de los años cuarenta hasta 1990. Una vida cercada por la sospecha, que le llevó a intentar la fuga. La primera vez fue durante un viaje a Praga, con una delegación de la juventud albanesa, a principios de los años sesenta. Lo tenía todo preparado para quedarse en esa ciudad, pero a última hora no pudo. "Me dio un ataque de pánico, la habitación del hotel me pareció estrechísima, sentí una tristeza enorme, irracional. Había dejado la maleta en el aeropuerto, seguramente me habría ayudado tener allí algo propio".
¿Quizás necesitaba su país, fuente inagotable de historias, para sobrevivir como escritor? A fin de cuentas, vivía ya para la literatura. La literatura era el dios supremo, la única causa sagrada a la que quería entregarse. "No, ésa no era la razón. Aunque es cierto que el escritor tiene una vida paralela, una segunda patria en la literatura. Es una vida que no siempre encaja con la vida real. Al contrario, la relación entre vida y literatura es conflictiva. No hay idilio, sino casi una guerra oculta entre ambas".
Los años convulsos del poscomunismo dejaron en evidencia esa guerra soterrada. Escritores famosos, admirados en Occidente, se vieron amenazadas por viejos dossieres desempolvados a última hora. Por eso, Kadaré considera importante que todos los detalles que ha contado de sus choques con la censura, de sus dificultades personales, sean perfectamente demostrables. "Todo lo que afirmo se puede verificar. Si digo que me planteé no regresar a Albania, estando en Praga, es cierto y se puede demostrar. Cuando lo conté hace 20 años, vivía el amigo checo al que le confesé mi plan. Era un escritor conocido. Si digo que Claude Durand, mi editor francés, vino a Tirana para hacerse cargo del manuscrito de La hija de Agamenón, y guardarlo en la caja fuerte de un banco francés, es porque es verdad y se puede comprobar". Eran cautelas necesarias, dice el escritor. "Tras la caída del comunismo ha habido muchas calumnias, sobre todo sobre los escritores. La policía política tenía un departamento dedicado a urdir historias para desacreditar a la gente".
Uno de sus vecinos más famosos, en este barrio encantador de París, el checo Milan Kundera, tuvo que hacer frente el año pasado a graves acusaciones de haber sido un delator del régimen comunista en su juventud. Kadaré cree que la denuncia tenía mucho que ver "con las difíciles, tensas relaciones de Kundera con su país". Algo que no le ocurre a él. "Mi relación con Albania es fácil. Allí tengo la misma notoriedad que aquí".
Kadaré, amante de la buena cocina, de la vida familiar como buen albanés, dueño de un fino sentido del humor, tiene, sin embargo, un lado impenetrable y complejo, como su obra. Elude el tema cuando se le pregunta si en su casa se prepara el bürek albanés, empanadillas de carne y hojaldre, y se queda callado cuando esta periodista le dice que conoció hace tiempo su ciudad, Gjirokastra. Un hermetismo que se explica quizás, en los 40 años de dictadura comunista, cuando una pregunta mal formulada, una palabra de más, podían acarrear la ruina de una familia.
La caída del régimen albanés y la desmembración de Yugoslavia dieron paso a otro momento oscuro. ¿Hasta cuándo serán un polvorín los Balcanes? "Todos los pueblos son responsables de sus defectos, pero los conflictos que ahora vemos en los Balcanes son fruto de la frustración de cinco siglos de ocupación turca, de una independencia tardía, que han llevado a nuestros países a enfrentarse entre sí. Bajo el Imperio Otomano, los Balcanes se contaminaron con el mal. Hay un poema del escritor griego Giorgios Seferis en el que relata una guerra entre la serpiente y el gato, que se desarrolló a través de las generaciones. Finalmente ganó el gato, pero, dice Seferis, se había convertido en una criatura perversa. Había sido contaminado por el mal".
El escritor, que recibirá el día 23 de octubre el Príncipe de Asturias de las Letras, parece muy consciente de la importancia del galardón ("hay premios y premios, y todo escritor sabe que existe esa jerarquía", dice), dotado con 50.000 euros y la reproducción de una estatuilla de Joan Miró, que le abre definitivamente las puertas del mercado español, con 450 millones de hipotéticos lectores. Su conversación, en francés, está salpicada de alusiones a Cervantes, a Shakespeare, a Dante y a Esquilo. Kadaré admira a los mismos escritores que todo el mundo. "Me parece que la Humanidad no se ha equivocado en esto. Puede que en algún caso haya tardado en llegar ese reconocimiento, pero no creo que haya genios olvidados, que tengan que ser descubiertos. Prefiero tener un gusto simple, directo. No me gusta pasar por un escritor sofisticado". Aun así, hay nombres de autores desconocidos que han marcado su biografía, como el de Lagush Poradeci, poeta albanés que falleció unos pocos años antes de la caída del comunismo, y cuya fotografía ocupa un sitio bien visible, sobre una mesita camilla, en el salón de su casa.
Mediada la entrevista, se escuchan, por el pasillo del apartamento, las carreras de su nieto de cuatro años, Adrian. Kadaré le hace pasar, encantado con la desenvoltura del niño. Cuando el fotógrafo le pregunta por su estudio, el escritor le guía hasta un cuarto al otro extremo del pasillo, al que dan varias habitaciones. En una de ellas, con la puerta abierta, están sentados su yerno y su hija, Gressa, bióloga e investigadora, que acaban de regresar de una larga estancia en Nueva York.
"Kadaré es un hombre sencillo, familiar. Según él, sólo escribe dos o tres horas al día, aunque yo no acabo de creérmelo", cuenta su traductor al español, Ramón Sánchez Lizarralde. El estilo del narrador albanés no deja de perfeccionarse, sin perder ni una gota "de la profunda originalidad de una obra en la que se perciben las huellas de Chéjov, pero también las de Joyce y las de Faulkner", dice Sánchez Lizarralde. Algunas de sus novelas tienen además un potencial estético que ha explotado el cine, al que Kadaré es muy aficionado. El general del ejército muerto fue llevado a la pantalla e interpretado por Marcello Mastroianni, y su relato Abril quebrado ha sido filmado como un drama rural brasileño. Su relato Cuestión de locura es, según Sánchez Lizarralde, "un viaje nostálgico a la infancia, un poco como el Amarcord de Fellini".
Es una pequeña licencia, porque toda la obra de Kadaré gira en torno a la fascinante y terrible historia de su país. De forma alegórica o directa, salpicados con gotas de humor negro o de simple ironía, aparecen en ella los episodios de la vieja Albania, dominada por los visires del Imperio Otomano, del breve periodo monárquico del rey Zog, de la ocupación italiana y el yugo de Vittorio Emanuele rey de Albania y Etiopía, de la dictadura comunista, y de la Albania recién llegada a una frágil democracia.
Con el Príncipe de Asturias en el bolsillo, Kadaré piensa quizás en el Nobel, aunque no le obsesiona conseguirlo. El autor de El palacio de los sueños no cree en el poder transformador de la literatura, del arte en general. "Lo que no significa que no sirva, que no sea enormemente importante", dice. Sin ser una denuncia abierta de la opresión comunista, sus escritos, esos en los que, según Bashkim Shehu, "palpita la aspiración a otro modo de vida", consolaron a muchos tocados por el régimen, y han hecho más por cambiar el mundo que la soporífera propaganda de Radio Tirana.