El director del Departamento de Antigüedades de Siria, Maamun Abdel Karim se ha expresado , sin embargo, con prudencia al declarar que “la explosión en el vasto patio de cuarenta y tres mil metros cuadrados había dejado intactos la “cella” o santa sanctórum, y las columnas frontales. El templo sigue en pie pese al atentado perpetrado por el Daesh o Estado islámico. Es difícil saber la importancia de las destrucciones porque no hay testigos presenciales. Su amplio patio con la cella casi en el medio había estado antiguamente rodeado de columnas cuyos capiteles estaban rematados de bronce. El trazado del templo dedicado a la divinidad semítica evocaba el Templo de Jerusalén. El dios Baal, nombre de origen acadio, también era adorado en Balbeck, en El Líbano, en Ugarit, cuna del alfabeto fenicio, a pocos kilómetros de la ciudad siria mediterránea de Latakia. Para los griegos era una manifestación del dios Zeus.
La pasada semana los yihadistas se ensañaron con otro templo consagrado a Balshamin -otro dios de Palmira- que devastaron. Los lugareños de Tadmor -nombre árabe del pueblo- habían vivido durante siglos entre los muros del templo de Baal hasta que en 1929 las autoridades francesas del mandato de Siria y El Líbano les hicieron desalojar. Su “cella” fue utilizada como mezquita por los musulmanes. En mi último viaje a Palmira, en la calle porticada, traspuesto el arco triunfal, vendedores ambulantes extendían tapices, tilines, enmohecidos puñales sobre capiteles, truncadas columnas. En la monumental Palmira sepultada durante siglos bajo las arenas, surgió un poblado de beduinos que ahora tiene cincuenta mil habitantes. El color de su piedra ocre, suavemente amarillo, es el mismo color del desierto. Sus palmeras enclaustradas por tapias de adobe del vecindario, daban vida al árido paisaje.
El pasado mes de junio, pocas semanas después de la conquista de Palmira, los yihadistas comenzaron su destrucción. Al principio demolieron mausoleos musulmanes de Ali Ben Talab, de Nizar Abu Bahedcin. La Palmira islámica se edificó en el siglo VII de nuestra era. Entre las columnas de la época romana construyeron sus viviendas, convirtiendo la porticada calle en un zoco como hicieron en otras ciudades antiguas de Siria. Los califas omeyas levantaron en sus estepas, lujosas mansiones, fortalezas como la que domina el oasis de Palmira. En la época otomana se precipitá la decadencia de la ciudad y solo quedó un poblado de beduinos entre las ruinas.
La doctrina del Estado Islámico es enemiga de los cultos de los santones, de los marabut, muy extendida en los pueblos del Magreb norteafricano. Antes de emprender la devastación de los antiguos monumentos de Palmira destruyeron alrededor de cincuenta mausoleos musulmanes. Al ocupar en mayo Palmira, uno de sus cabecillas yihadistas aseguró que preservarían la ciudad histórica pero que “pulverizarían las estatuas que adoraban los infieles”.
Paso a paso, y ante la impotencia del mundo, el Daesh quiere cambiar la identidad plural de Siria de antiguas civilizaciones, de las primeras iglesias cristianas. Su objetivo es acabar, en primer lugar, con la historia de Palmira, descrita por los cronistas, como una verdadera “torre de Babel”.
Tomás Alcoverro
La pasada semana los yihadistas se ensañaron con otro templo consagrado a Balshamin -otro dios de Palmira- que devastaron. Los lugareños de Tadmor -nombre árabe del pueblo- habían vivido durante siglos entre los muros del templo de Baal hasta que en 1929 las autoridades francesas del mandato de Siria y El Líbano les hicieron desalojar. Su “cella” fue utilizada como mezquita por los musulmanes. En mi último viaje a Palmira, en la calle porticada, traspuesto el arco triunfal, vendedores ambulantes extendían tapices, tilines, enmohecidos puñales sobre capiteles, truncadas columnas. En la monumental Palmira sepultada durante siglos bajo las arenas, surgió un poblado de beduinos que ahora tiene cincuenta mil habitantes. El color de su piedra ocre, suavemente amarillo, es el mismo color del desierto. Sus palmeras enclaustradas por tapias de adobe del vecindario, daban vida al árido paisaje.
El pasado mes de junio, pocas semanas después de la conquista de Palmira, los yihadistas comenzaron su destrucción. Al principio demolieron mausoleos musulmanes de Ali Ben Talab, de Nizar Abu Bahedcin. La Palmira islámica se edificó en el siglo VII de nuestra era. Entre las columnas de la época romana construyeron sus viviendas, convirtiendo la porticada calle en un zoco como hicieron en otras ciudades antiguas de Siria. Los califas omeyas levantaron en sus estepas, lujosas mansiones, fortalezas como la que domina el oasis de Palmira. En la época otomana se precipitá la decadencia de la ciudad y solo quedó un poblado de beduinos entre las ruinas.
La doctrina del Estado Islámico es enemiga de los cultos de los santones, de los marabut, muy extendida en los pueblos del Magreb norteafricano. Antes de emprender la devastación de los antiguos monumentos de Palmira destruyeron alrededor de cincuenta mausoleos musulmanes. Al ocupar en mayo Palmira, uno de sus cabecillas yihadistas aseguró que preservarían la ciudad histórica pero que “pulverizarían las estatuas que adoraban los infieles”.
Paso a paso, y ante la impotencia del mundo, el Daesh quiere cambiar la identidad plural de Siria de antiguas civilizaciones, de las primeras iglesias cristianas. Su objetivo es acabar, en primer lugar, con la historia de Palmira, descrita por los cronistas, como una verdadera “torre de Babel”.
Tomás Alcoverro