En realidad, parece más certera la visión de quienes afirman que estos dos artistas se observaron mutuamente, con irremediable admiración, provocándose estímulos constantes para seguir investigando de qué manera el arte moderno puede seguir importando en la vida. Los dos creadores habían tomado el mismo camino tras la eclosión vanguardista de los inicios del siglo XX, en la que ambos tienen papeles de protagonistas: Matisse, con el color (el movimiento conocido como los fauves, los salvajes), y Picasso, por el tratamiento rebajado del color a cambio de la potenciación de los volúmenes y los espacios en el cuadro (el cubismo, bajo en colores y rico en perspectivas múltiples y al tiempo unificadas). Pero los dos se contaban entre los artistas de envergadura que propugnaban la persistencia de las imágenes reconocibles, sobre todo de la figura humana, sus interiores con vegetales y objetos. Ni uno ni el otro renunciaron a la figura. De ahí que Picasso reaccionara a su muerte con esa frase renovadora del compromiso estético que les unía: “Habrá que continuar pintando por él”.
Con los años, tanto Matisse como Picasso pueblan con sus imágenes reproducidas en postales y pósters los lugares más diversos, desde el gimnasio hasta el despacho de una alta ejecutiva o un inversor bursátil. Pero una gran parte de los lienzos de Matisse seguían inéditos para el público español. Ahora, el Museo Thyssen le dedica una exposición monográfica, una de las primeras si no la primera en muchos años, incontables, demasiados.
La selección de las obras, del historiador y erudito Tomàs Llorens, se centra en el periodo que va de 1917, tras la I Guerra Mundial, hasta 1941, cuando comienza el régimen colaboracionista con los nazis en Francia con capital en Vichy. Para Matisse, nacido en 1869, las dos fechas tienen relevancia. En 1917, con la revolución comunista que empezaba, perdía a sus muchos clientes rusos, para quienes había trabajado muy a menudo y en un formato, el mural, que le había alejado de la pintura de caballete, del cuadro. Tenía que volver a empezar, dirigiéndose al público anónimo que podía conformar el arte moderno, en su propio país. Pero la Gran Guerra había complicado mucho las cosas.
Su decisión fue alejarse de París y establecerse en el sur, en Niza, adonde se trasladaban mecenas y adinerados persiguiendo lo mismo, buen clima y tranquilidad. Cercano a los 50, era famoso desde hacía una decena de años –cuando en 1905 dio la campanada con sus compañeros fauves en la capital y sus salones oficiales de pintura–. Pero no logró en Niza pintar en caballete. Hasta mediados de los años treinta pasó por una sequía creativa, que sólo empezó a domar cuando el coleccionista norteamericano Alfred Barnes le encargó otro mural, en el que Matisse trabajó tres años, siguiendo sus investigaciones anteriores del mural La danza de sus años rusos. También será entonces cuando su escultura, admirable, se afirme.
Cuando la exposición termina –en 1941–, Matisse está sólo y muy enfermo. No ha querido dejar Niza, a pesar de que tantos colegas y vecinos se exilian hacia América cuando el general Pétain toma el mando colaboracionista con el invasor nazi. Como Picasso, Matisse decide seguir en Francia. Es entonces, en 1941, cuando se concentra en su admirable serie de dibujos Tema y Variaciones, con la que concluye la exposición. Sería su hijo, Pierre Matisse, quien se establecería en Nueva York y se convertiría en marchante decisivo de la posguerra y valedor de su padre.
Matisse, acorralado por los vaivenes de la historia y del mercado del arte, sin dramatismos, fue consecuente con la visión de la autonomía del arte respecto de la vida, de la forma respecto de la emoción. Este señor que pinta con brío y ternura la luz del color entrando o saliendo de una ventana, de una habitación, de un lecho, de una ropa de mujer o de la tela de una butaca, para quien el fondo de la escena cuenta tanto como sus protagonistas, siguió dibujando y pintando, quién sabe si infeliz aunque sereno, ligero y sutil.
La exposición traza este camino por ochenta obras, pinturas, esculturas y dibujos de una cincuentena de colecciones de museos y particulares, dato que por sí solo indica la ambición del acontecimiento y la escasez de ocasiones de ver exposiciones de Matisse, demasiado relegado por la fama y el poderío no sólo artístico del legado de su acérrimo espía Picasso, que no perdía detalle de lo que Matisse hacía.
Con los años, tanto Matisse como Picasso pueblan con sus imágenes reproducidas en postales y pósters los lugares más diversos, desde el gimnasio hasta el despacho de una alta ejecutiva o un inversor bursátil. Pero una gran parte de los lienzos de Matisse seguían inéditos para el público español. Ahora, el Museo Thyssen le dedica una exposición monográfica, una de las primeras si no la primera en muchos años, incontables, demasiados.
La selección de las obras, del historiador y erudito Tomàs Llorens, se centra en el periodo que va de 1917, tras la I Guerra Mundial, hasta 1941, cuando comienza el régimen colaboracionista con los nazis en Francia con capital en Vichy. Para Matisse, nacido en 1869, las dos fechas tienen relevancia. En 1917, con la revolución comunista que empezaba, perdía a sus muchos clientes rusos, para quienes había trabajado muy a menudo y en un formato, el mural, que le había alejado de la pintura de caballete, del cuadro. Tenía que volver a empezar, dirigiéndose al público anónimo que podía conformar el arte moderno, en su propio país. Pero la Gran Guerra había complicado mucho las cosas.
Su decisión fue alejarse de París y establecerse en el sur, en Niza, adonde se trasladaban mecenas y adinerados persiguiendo lo mismo, buen clima y tranquilidad. Cercano a los 50, era famoso desde hacía una decena de años –cuando en 1905 dio la campanada con sus compañeros fauves en la capital y sus salones oficiales de pintura–. Pero no logró en Niza pintar en caballete. Hasta mediados de los años treinta pasó por una sequía creativa, que sólo empezó a domar cuando el coleccionista norteamericano Alfred Barnes le encargó otro mural, en el que Matisse trabajó tres años, siguiendo sus investigaciones anteriores del mural La danza de sus años rusos. También será entonces cuando su escultura, admirable, se afirme.
Cuando la exposición termina –en 1941–, Matisse está sólo y muy enfermo. No ha querido dejar Niza, a pesar de que tantos colegas y vecinos se exilian hacia América cuando el general Pétain toma el mando colaboracionista con el invasor nazi. Como Picasso, Matisse decide seguir en Francia. Es entonces, en 1941, cuando se concentra en su admirable serie de dibujos Tema y Variaciones, con la que concluye la exposición. Sería su hijo, Pierre Matisse, quien se establecería en Nueva York y se convertiría en marchante decisivo de la posguerra y valedor de su padre.
Matisse, acorralado por los vaivenes de la historia y del mercado del arte, sin dramatismos, fue consecuente con la visión de la autonomía del arte respecto de la vida, de la forma respecto de la emoción. Este señor que pinta con brío y ternura la luz del color entrando o saliendo de una ventana, de una habitación, de un lecho, de una ropa de mujer o de la tela de una butaca, para quien el fondo de la escena cuenta tanto como sus protagonistas, siguió dibujando y pintando, quién sabe si infeliz aunque sereno, ligero y sutil.
La exposición traza este camino por ochenta obras, pinturas, esculturas y dibujos de una cincuentena de colecciones de museos y particulares, dato que por sí solo indica la ambición del acontecimiento y la escasez de ocasiones de ver exposiciones de Matisse, demasiado relegado por la fama y el poderío no sólo artístico del legado de su acérrimo espía Picasso, que no perdía detalle de lo que Matisse hacía.