Natalia Menéndez
De momento, ha aparcado todos los proyectos que tenía, incluida una novela, para dedicarse a él. "En dos años sabré si me engancha la gestión".
De momento está sorprendida, algo que no le pasa con esa berenjena que come con destreza, como los de Almagro, que con técnicas centenarias y gran sabiduría consiguen no mancharse. "Tengo que aprender el lenguaje del gestor, es un mundo en el que se manejan muchas cosas y mi lado ingenuo se sorprende, esto me va a hacer más fría..., pero no me viene mal, porque por fuera parezco guiri, pero por dentro soy una olla exprés, lo digo todo con demasiada intensidad, lo único que me salva y me ayuda a caminar es el humor".
Empezó el año con buen pie dirigiendo para el Centro Dramático Nacional Realidad, texto emblemático de Tom Stoppard y el anterior lo terminó paseando Tantas voces, una bella propuesta con cuentos de Pirandello. Como actriz se ha puesto bajo las órdenes de grandes directores, no solo españoles, no solo de teatro. Todo trufado con sus trabajos como ayudante de dirección, sus relatos, versiones, traducciones...
Ecléctica la muchacha, además de divertida. Y afrancesada; de hecho ha trabajado con la Comedie Française. De madre parisiense y abuelos de Cahors, zona vinícola de la que ha heredado un buen paladar para los caldos. Aunque en esta ocasión tan solo lo moja con una copa de vino que olisquea y alarga.
Solo le faltaba bucear en la gestión. Poner luces, sonido, ejercer de regidora, apuntadora, locutora, ya lo ha pasado. "Todo me produce mucha curiosidad, el día que la pierda estaré muerta, pero hasta entonces todo es apasionante", dice. Su padre no la llevaba al teatro. "Iba con mi madre, nunca fui niña de camerinos... y lo agradezco". Ha entendido la profesión de su padre como un oficio: "Eso sí, bello", dice.
Ataca el crujiente de cochinillo y se le ilumina el rostro: "Es que me encanta y aquí lo hacen muy bien, crujientito, tierno", dice en este restaurante de curiosa y bellísima arquitectura manchega, convertido de manera espontánea en la gran sede gastronómica del festival desde aquellos años en que Adolfo Marsillach tenía su propia mesa. Se abrió en 1986, el año que Natalia pisó por primera vez Almagro: "Me impresionó mucho el ambiente de la plaza, su color verde. Ahora ya la he hecho mía".
Recuerda que fue "gordita y tragona" y sostiene que le gusta comer. Y no cortarse a la hora de elegir la manduca: "Tampoco es bueno cuidar mucho las comidas, cuanto más te cuidas, antes te empiezan a sentar mal las cosas, y un día te zampas un cocido o este cochinillo y te pones fatal". Pero lo debe decir con la boca pequeña porque a la hora de los postres se limita a un frugal café.
De momento está sorprendida, algo que no le pasa con esa berenjena que come con destreza, como los de Almagro, que con técnicas centenarias y gran sabiduría consiguen no mancharse. "Tengo que aprender el lenguaje del gestor, es un mundo en el que se manejan muchas cosas y mi lado ingenuo se sorprende, esto me va a hacer más fría..., pero no me viene mal, porque por fuera parezco guiri, pero por dentro soy una olla exprés, lo digo todo con demasiada intensidad, lo único que me salva y me ayuda a caminar es el humor".
Empezó el año con buen pie dirigiendo para el Centro Dramático Nacional Realidad, texto emblemático de Tom Stoppard y el anterior lo terminó paseando Tantas voces, una bella propuesta con cuentos de Pirandello. Como actriz se ha puesto bajo las órdenes de grandes directores, no solo españoles, no solo de teatro. Todo trufado con sus trabajos como ayudante de dirección, sus relatos, versiones, traducciones...
Ecléctica la muchacha, además de divertida. Y afrancesada; de hecho ha trabajado con la Comedie Française. De madre parisiense y abuelos de Cahors, zona vinícola de la que ha heredado un buen paladar para los caldos. Aunque en esta ocasión tan solo lo moja con una copa de vino que olisquea y alarga.
Solo le faltaba bucear en la gestión. Poner luces, sonido, ejercer de regidora, apuntadora, locutora, ya lo ha pasado. "Todo me produce mucha curiosidad, el día que la pierda estaré muerta, pero hasta entonces todo es apasionante", dice. Su padre no la llevaba al teatro. "Iba con mi madre, nunca fui niña de camerinos... y lo agradezco". Ha entendido la profesión de su padre como un oficio: "Eso sí, bello", dice.
Ataca el crujiente de cochinillo y se le ilumina el rostro: "Es que me encanta y aquí lo hacen muy bien, crujientito, tierno", dice en este restaurante de curiosa y bellísima arquitectura manchega, convertido de manera espontánea en la gran sede gastronómica del festival desde aquellos años en que Adolfo Marsillach tenía su propia mesa. Se abrió en 1986, el año que Natalia pisó por primera vez Almagro: "Me impresionó mucho el ambiente de la plaza, su color verde. Ahora ya la he hecho mía".
Recuerda que fue "gordita y tragona" y sostiene que le gusta comer. Y no cortarse a la hora de elegir la manduca: "Tampoco es bueno cuidar mucho las comidas, cuanto más te cuidas, antes te empiezan a sentar mal las cosas, y un día te zampas un cocido o este cochinillo y te pones fatal". Pero lo debe decir con la boca pequeña porque a la hora de los postres se limita a un frugal café.