Esta memoria colectiva, que se construye con los nombres de locales o de personajes singulares, y que incluso contó con un vocabulario propio en el que figuran, por ejemplo, las palabras pinxo, meublé o palanganero, vuelve ahora de la mano de hasta siete libros aparecidos este año y que evocan esta urbe que se difumina lentamente.
Fueron unos bajos fondos novelescos, originales, propios. Tanto, que escritores como Jean Genet o Pieyre de Mandiargues vinieron a beber de ellos para inspirarse. Esta hampa autóctona se cimentó a partir del crecimiento de la ciudad, de la emigración masiva y, por qué no decirlo, de la miseria de los más desposeídos, que buscaban ganarse la vida por el camino más fácil. Es una geografía que partió del derribo de las murallas de Barcelona y que se extendió con el dibujo ciudadano del plan Cerdà, pues sus tentáculos reales campaban desde las calles del Raval a Sants, sentando cátedra en el Paral·lel. Buena parte de esta nación pícara y crápula recibió el nombre de Barrio Chino, fruto de una serie de reportajes publicados en 1925 por el periodista Francisco Madrid en el semanario El Escándalo, en los que abordó los bajos fondos barceloneses. Este mundo, surgido en los últimos años del siglo XIX, se nutrió de locales como La Criolla o Madamme Petit; de crímenes sangrientos y de figuras singulares, como el pinxo, un tipo de malandrín propio de Barcelona.
Paco Villar sitúa su máximo esplendor a finales del XIX. Eran característicos del hampa barcelonesa y ellos mismos buscaban distinguirse del común de los mortales con su vestimenta extravagante: gorra o sombrero hongo, blusa negra o azul, pantalones de terciopelo, faja y zapatos con puntera muy saliente. Hablaban un catalán salpicado de giros andaluces y del lenguaje del hampa. Empezaron en los bailes, manteniendo a raya a los pendencieros, y de allí pasaron a las casas de juego. Se ganaban la vida así, y ciudadanos honrados y calaveras gustaban de frecuentar su compañía. Cuando un pinxo quería arrebatarle el territorio a otro, la cosa se dirimía cuchillo en mano. Incluso había un lugar habitual para estos duelos, a veces mortales: un punto de la calle Cadena. La vida de muchos terminó con la misma violencia con la que vivieron y el asesinato de uno de los más célebres llenó páginas y páginas de la prensa y caló en la memoria popular: el crimen de Nicolás Gálvez Martínez, el Aragonés, cosido a puñaladas por dos rivales el 9 de marzo de 1904.
Este planeta turbulento llamaba la atención de propios y extraños, que bajaban a esta suerte de oeste autóctono en busca de emociones, como cuentan los escritores que lo han descrito. Hasta los grandes burgueses de la ciudad perseguían su momento de transgresión, relata Lluís Permanyer. Una noche que tenía sus locales emblemáticos, como La Criolla.
"Jamás volverá a disponer Barcelona de un establecimiento de las características de La Criolla. (...) Nunca el Barrio Chino fue tan chino, ni el ambiente más canallesco que en La Criolla", ha escrito Paco Villar. Enclavado en el número 10 de la calle del Cid, resulta difícil definir si era un local de baile, un bar, un cabaret o todo a la vez; su encanto provenía de la gente que allí acudía para mezclarse, fascinados unos por otros en una suerte de zona franca nocturna: prostitutas, periodistas, políticos, actores, turistas, escritores, toreros, mantenidas... Paco Villar cuenta que su éxito fue tal que su propietario, un militar retirado, se hizo millonario. El encargado no tuvo tanta suerte. José Martínez Soria, conocido como Pepe el de la Criolla, una leyenda, cayó muerto por siete tiros el 29 de abril de 1936 cuando acababa de abrir su propio local: Barcelona de Noche. El suceso, no esclarecido nunca, tuvo enorme repercusión mediática. La Guerra Civil estaba a las puertas, y cuando llegó se cobró una víctima singular: el 24 de septiembre de 1938, un bombardeo destruyó La Criolla.
Pero no hay posibilidad de eludir la Rambla en esta geografía de la nocturnidad y de la transgresión barcelonesa. El periodista de los años treinta del pasado siglo Domènec Pallerola, que firmaba con el seudónimo Domènec de Bellmunt, contaba cómo un grupo de reporteros extranjeros que habían acudido a la Exposición de 1929 la visitaron, y contó lo siguiente: "Lo que más les extrañó fue su animación nocturna. A las dos de la madrugada, cuando los bulevares parisinos están más que desiertos, cuando en las grandes ciudades de Europa la animación se limita a determinados lugares de esparcimiento, nuestra Rambla está llena de gente, que ramblean tranquilamente, que suben y bajan del puerto a Canaletes y de Canaletes al puerto".
En esta Rambla descrita por el periodista, y en las calles adyacentes, en el Raval, durante años hubo locales de todo pelaje que se hicieron populares y por los que pululaban travestis y transformistas. Numerosos cabarets salpicaban este paisaje. El primero fue el Bar del Centro, abierto en 1913 justo al lado del Liceu. Y también había drogas. Una foto de los años treinta muestra a una mujer inyectándose morfina en el muslo, sin muchos reparos, en un local público. En numerosos establecimientos, antes de la Guerra Civil, era posible conseguir cocaína y otros alcaloides. Esta descripción es, de nuevo, de Pallerola: "Sería inútil ocultaros que en Barcelona hay un gran consumo de drogas tóxicas y que los traficantes que se dedican a comerciar conocen los trucos más refinados que podáis imaginaros". Este mercado sufrió alteraciones tras la guerra, pero de nuevo subió como la espuma en los años setenta, cuando la heroína y los ácidos cambiaron la metamorfosis de la noche barcelonesa. Guillem Martínez apunta un dato: el primer cierre de un bar por tráfico de drogas en la ciudad no se produjo hasta el año 1964.
Estos bajos fondos, esta Barcelona pícara y transgresora, aquel Raval y Paral·lel, ahora regresan a la actualidad de la mano de siete libros. Es la memoria de la Barcelona canalla.
Fueron unos bajos fondos novelescos, originales, propios. Tanto, que escritores como Jean Genet o Pieyre de Mandiargues vinieron a beber de ellos para inspirarse. Esta hampa autóctona se cimentó a partir del crecimiento de la ciudad, de la emigración masiva y, por qué no decirlo, de la miseria de los más desposeídos, que buscaban ganarse la vida por el camino más fácil. Es una geografía que partió del derribo de las murallas de Barcelona y que se extendió con el dibujo ciudadano del plan Cerdà, pues sus tentáculos reales campaban desde las calles del Raval a Sants, sentando cátedra en el Paral·lel. Buena parte de esta nación pícara y crápula recibió el nombre de Barrio Chino, fruto de una serie de reportajes publicados en 1925 por el periodista Francisco Madrid en el semanario El Escándalo, en los que abordó los bajos fondos barceloneses. Este mundo, surgido en los últimos años del siglo XIX, se nutrió de locales como La Criolla o Madamme Petit; de crímenes sangrientos y de figuras singulares, como el pinxo, un tipo de malandrín propio de Barcelona.
Paco Villar sitúa su máximo esplendor a finales del XIX. Eran característicos del hampa barcelonesa y ellos mismos buscaban distinguirse del común de los mortales con su vestimenta extravagante: gorra o sombrero hongo, blusa negra o azul, pantalones de terciopelo, faja y zapatos con puntera muy saliente. Hablaban un catalán salpicado de giros andaluces y del lenguaje del hampa. Empezaron en los bailes, manteniendo a raya a los pendencieros, y de allí pasaron a las casas de juego. Se ganaban la vida así, y ciudadanos honrados y calaveras gustaban de frecuentar su compañía. Cuando un pinxo quería arrebatarle el territorio a otro, la cosa se dirimía cuchillo en mano. Incluso había un lugar habitual para estos duelos, a veces mortales: un punto de la calle Cadena. La vida de muchos terminó con la misma violencia con la que vivieron y el asesinato de uno de los más célebres llenó páginas y páginas de la prensa y caló en la memoria popular: el crimen de Nicolás Gálvez Martínez, el Aragonés, cosido a puñaladas por dos rivales el 9 de marzo de 1904.
Este planeta turbulento llamaba la atención de propios y extraños, que bajaban a esta suerte de oeste autóctono en busca de emociones, como cuentan los escritores que lo han descrito. Hasta los grandes burgueses de la ciudad perseguían su momento de transgresión, relata Lluís Permanyer. Una noche que tenía sus locales emblemáticos, como La Criolla.
"Jamás volverá a disponer Barcelona de un establecimiento de las características de La Criolla. (...) Nunca el Barrio Chino fue tan chino, ni el ambiente más canallesco que en La Criolla", ha escrito Paco Villar. Enclavado en el número 10 de la calle del Cid, resulta difícil definir si era un local de baile, un bar, un cabaret o todo a la vez; su encanto provenía de la gente que allí acudía para mezclarse, fascinados unos por otros en una suerte de zona franca nocturna: prostitutas, periodistas, políticos, actores, turistas, escritores, toreros, mantenidas... Paco Villar cuenta que su éxito fue tal que su propietario, un militar retirado, se hizo millonario. El encargado no tuvo tanta suerte. José Martínez Soria, conocido como Pepe el de la Criolla, una leyenda, cayó muerto por siete tiros el 29 de abril de 1936 cuando acababa de abrir su propio local: Barcelona de Noche. El suceso, no esclarecido nunca, tuvo enorme repercusión mediática. La Guerra Civil estaba a las puertas, y cuando llegó se cobró una víctima singular: el 24 de septiembre de 1938, un bombardeo destruyó La Criolla.
Pero no hay posibilidad de eludir la Rambla en esta geografía de la nocturnidad y de la transgresión barcelonesa. El periodista de los años treinta del pasado siglo Domènec Pallerola, que firmaba con el seudónimo Domènec de Bellmunt, contaba cómo un grupo de reporteros extranjeros que habían acudido a la Exposición de 1929 la visitaron, y contó lo siguiente: "Lo que más les extrañó fue su animación nocturna. A las dos de la madrugada, cuando los bulevares parisinos están más que desiertos, cuando en las grandes ciudades de Europa la animación se limita a determinados lugares de esparcimiento, nuestra Rambla está llena de gente, que ramblean tranquilamente, que suben y bajan del puerto a Canaletes y de Canaletes al puerto".
En esta Rambla descrita por el periodista, y en las calles adyacentes, en el Raval, durante años hubo locales de todo pelaje que se hicieron populares y por los que pululaban travestis y transformistas. Numerosos cabarets salpicaban este paisaje. El primero fue el Bar del Centro, abierto en 1913 justo al lado del Liceu. Y también había drogas. Una foto de los años treinta muestra a una mujer inyectándose morfina en el muslo, sin muchos reparos, en un local público. En numerosos establecimientos, antes de la Guerra Civil, era posible conseguir cocaína y otros alcaloides. Esta descripción es, de nuevo, de Pallerola: "Sería inútil ocultaros que en Barcelona hay un gran consumo de drogas tóxicas y que los traficantes que se dedican a comerciar conocen los trucos más refinados que podáis imaginaros". Este mercado sufrió alteraciones tras la guerra, pero de nuevo subió como la espuma en los años setenta, cuando la heroína y los ácidos cambiaron la metamorfosis de la noche barcelonesa. Guillem Martínez apunta un dato: el primer cierre de un bar por tráfico de drogas en la ciudad no se produjo hasta el año 1964.
Estos bajos fondos, esta Barcelona pícara y transgresora, aquel Raval y Paral·lel, ahora regresan a la actualidad de la mano de siete libros. Es la memoria de la Barcelona canalla.