La Gran Vía de Madrid, en 1936
JESÚS MIGUEL MARCOS - MADRID - Ya nació como un tajo al pueblo llano, que sufrió la fuerza centrífuga de las ambiciones de un rey, Alfonso XIII, que soñaba con un Madrid a la altura de las grandes metrópolis europeas. Tiró 300 casas a codazo limpio, largó a obreros y comerciantes al extrarradio y conectó lo que había que conectar: los barrios pudientes de Argüelles y Salamanca. Desde aquel gran navajazo, se podría decir que todo lo que ocurre en Madrid, sea feliz o sea triste, pasa en la Gran Vía. Lo mismo aparece el príncipe haciendo el paseíllo antes de casarse en la Almudena, que Alaska en biquini cantando El rey del glam a lomos de una carroza en la marcha del Orgullo Gay. En la acera, unos hacen cola para comprar el iPhone, otros entran al cine y otras buscan clientes en las esquinas, donde unos limpian botas y a otros se las limpian.
"La Gran Vía estaba hecha una mierda. Metralla en cada pared. Pero la gente hacía una vida normal. El temor era continuo, pero te acostumbrabas. No dejamos de dar paseos por la Gran Vía, porque era donde se iba a pasear", cuenta José del Corral, autor del libro La Gran Vía, historia de una calle (Silex), que en la época vivía en la calle del Espíritu Santo, "donde hubo muchas fosas".
La calle del espectáculo, el Broadway español que se ha dicho, vivió la guerra a su manera. Un drama asumido donde un día pegaban dos tiros a uno que pasaba por llevar sombrero y al día siguiente una señora vendía la capa de su marido muerto por seis huevos.
El tercer tramo de la Gran Vía, desde Callao a Plaza de España, era la frontera de la ciudad con el frente. Varias barricadas de un lado a otro de la calle manchaban de guerra un paisaje urbano que también escondía un submundo oculto de putas a peseta y mercadeo negro. El cine Velusia, después Azul, se transformó en un hospital de campaña. "La Gran Vía fue parada obligatoria para el embajador soviético durante la guerra y, ya en 1940, también recibió al embajador nazi", cuenta Ignacio Merino.
Tras el conflicto, la Gran Vía se convirtió en un nido de espías. Acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial y el espionaje inglés y alemán se movilizó en Madrid para saber cuál sería la decisión de Franco sobre su entrada en el conflicto. Pero para entonces España ya había tenido suficiente guerra.
"La Gran Vía estaba hecha una mierda, pero la gente hacía una vida normal"
Contrastes sin fin que se agudizaron en los años más dramáticos de la historia de la calle, los de la Guerra Civil (aunque pocos dudarán de que el drama continuó después). La Gran Vía fue el pulmón de la resistencia republicana. El frente estaba a sólo unos cientos de metros del bar Chicote, donde los milicianos reponían fuerzas entre botellas de vino y escotes. Franco disparaba obuses contra el edificio de Telefónica, pero terminaba haciendo un boquete con dos niños dentro a la altura de la Red de San Luis. "La Gran Vía estaba hecha una mierda. Metralla en cada pared. Pero la gente hacía una vida normal. El temor era continuo, pero te acostumbrabas. No dejamos de dar paseos por la Gran Vía, porque era donde se iba a pasear", cuenta José del Corral, autor del libro La Gran Vía, historia de una calle (Silex), que en la época vivía en la calle del Espíritu Santo, "donde hubo muchas fosas".
La calle del espectáculo, el Broadway español que se ha dicho, vivió la guerra a su manera. Un drama asumido donde un día pegaban dos tiros a uno que pasaba por llevar sombrero y al día siguiente una señora vendía la capa de su marido muerto por seis huevos.
Jóvenes socialistas se hacían zapatos con el cuero de los sillones del casino
Además, la población madrileña fue la primera en ser bombardeada por aire, un acontecimiento que la población de la capital no se quiso perder. "La gente se iba desde los barrios hasta los alrededores del edificio de Telefónica, donde estaba el centro de comunicaciones republicano, para ver caer los obuses. El mes de agosto del 36 estuvo lleno de días de bombardeos feroces y mucho entretenimiento. Se trataba de una ciudad miliciana y alegre, donde el No pasarán estaba arraigado", indica Ignacio Merino, autor de Biografía de la Gran Vía (Ediciones B). Por eso los vecinos le decían la calle del 15 y medio, que era el calibre de la munición nacional. La parodia de vivir en guerra
La vida quería ser normal, pero evidentemente la Gran Vía cambió. Las tiendas de lujo situadas en el primer tramo de la calle, el que va de Alcalá a la Red de San Luis, cerraron tras los primeros bombardeos. "Si las comidas se habían convertido en parodias de comida, ¿quién iba a querer comprarse un traje caro?", recuerda Del Corral. Las juventudes socialistas ocuparon el edificio de la Gran Peña, en el número dos, que era un casino de la nobleza. Con el cuero de las butacas, se hicieron zapatos que luego lucían en el Chicote, unos metros más arriba, mientras altavoces colocados en lugares estratégicos martilleaban con la propaganda. Hemingway y Dos Passos cruzaban la calle para mandar sus crónicas
La Gran Vía tenía algo de pasacalles durante la contienda. Había verbenas, teatros... Los milicianos volvían del frente por ella, para mostrarse, igual que décadas más tarde haría Pedro Almodóvar en una carroza en forma de zapato para el estreno de Tacones lejanos. "Es el lugar de Madrid donde más bombardeos hubo y al mismo tiempo era donde más jarana había", subraya Ignacio Merino. Y todo bajo la atenta mirada de Lenin, Stalin y Marx desde sus cartelones gigantes. Correr hacia las bombas
Madrid era el símbolo de resistencia al fascismo y la Gran Vía se transformó en un enjambre multicultural. A ella llegaban las Brigadas Internacionales y en sus calles trabajaban los más de 2.000 periodistas extranjeros que cubrían el conflicto. "Cuando caía una bomba, había gente que corría hacia un lado y otra gente que corría hacia el otro. Los que corrían hacia el lugar donde había estallado la bomba eran los corresponsales extranjeros", explica Merino. "La población de los barrios se acercaba para ver caer los obuses"
Los corresponsales, Hemingway y Dos Passos entre ellos, se hospedaban en la acera de los números impares de la Gran Vía (principalmente en el Hotel Florida de Callao), más a resguardo de la artillería nacional. El problema es que para mandar sus crónicas tenían que cruzar la calle hasta el edificio de Telefónica. "Era el centro de comunicaciones, desde donde se transmitía toda la información. No había noticia que no pasara por allí", explica el catedrático de Historia Julián Casanova. El edificio, el más alto de Madrid, también albergaba la oficina de la censura, por la que pasaban todos los textos de los corresponsales extranjeros. El tercer tramo de la Gran Vía, desde Callao a Plaza de España, era la frontera de la ciudad con el frente. Varias barricadas de un lado a otro de la calle manchaban de guerra un paisaje urbano que también escondía un submundo oculto de putas a peseta y mercadeo negro. El cine Velusia, después Azul, se transformó en un hospital de campaña. "La Gran Vía fue parada obligatoria para el embajador soviético durante la guerra y, ya en 1940, también recibió al embajador nazi", cuenta Ignacio Merino.
Tras el conflicto, la Gran Vía se convirtió en un nido de espías. Acababa de estallar la Segunda Guerra Mundial y el espionaje inglés y alemán se movilizó en Madrid para saber cuál sería la decisión de Franco sobre su entrada en el conflicto. Pero para entonces España ya había tenido suficiente guerra.