Por Osvaldo Baigorria *
En estos días del “Chau Prejuicio” sería bueno reconocer a quienes son discriminados por tener capacidades especiales de vivir a la intemperie. Un hombre a quien le faltan los brazos, cortados a pocos centímetros de los hombros, pide ayuda de modo ininteligible en el tren de Retiro a Tigre. Dice algo, balbucea, casi grita, no se entiende pero se comprende: algunos pasajeros le ponen una moneda o un billete en un bolsillo de la camisa, ya que no hay manos que puedan sostener gorra ni bolsa, mientras otros apartan la mirada, acaso impresionados. No sé su nombre ni su historia, no sé quién lo ayudará a sacar la plata del bolsillo ni quién lo cuidará cuando llegue a lo que puede o no ser algo así como su casa. Allí, en el tren, está solo, sin más derecho que el de caminar sobre sus pies de un vagón a otro y pedir limosna en voz alta.
En el mes de la campaña “Inclusión, Participación, Derechos” convendría observar cómo se excluye a los linyeras que no mendigan quizá por orgullo, pudor o dignidad, sentados en espera contemplativa de alguna mano solidaria que quiera darles alimento o amistad. Por ejemplo, aquel que conocí apenas por su nombre y algunos datos sueltos, en el umbral de un negocio abandonado en Thames entre Charcas y Güemes, antes de que se demoliera su asiento provisorio para levantar una torre de veinte pisos. Julio Olmedo, que según otros linyeras fue jugador de Rosario Central, nunca pedía pero recibía comida o bebida si le daban. Julio escuchaba partidos con una pequeña radio pegada a su oreja, disfrutaba de su vino de cartón a solas, dormía entre sus trapos hasta bien entrada la mañana. Tenía dos o tres dientes delanteros, sonrisa amable. En agradecimiento a algún abrigo, a la sopa de alguna vecina o a la chica con minifalda que caminaba a la altura de sus ojos, él levantaba su pulgar y repetía siempre dos palabras: “¡Al pelo!” Sea por exceso de alcohol o falta de dentadura, era difícil distinguir consonantes de vocales dentro de sus frases breves. De todos modos, casi ningún vecino se mostraba interesado en detenerse a hablarle, decían que por el olor, se comprende. La mayoría cruzaba de vereda o casi ni miraba.
Cuando su umbral entró en camino a la demolición, Julio tuvo que reubicarse a las puertas de un supermercado pero ya sin un mínimo alero que cubriera su cabeza. Y cuando empezó a alzarse la edificación de altura, desapareció del barrio.
Dicen en la calle que los mismos empleados de vigilancia de la nueva torre lo llevaron a una iglesia cercana, aunque en la iglesia lo desmienten. A los recién llegados no les gustaría la escena del linyera durmiendo bajo sus propias narices inversoras. La cuestión es que Julio Olmedo ya no está más en su domicilio a la intemperie. En ese lugar hoy se levanta un monstruo que vende cada metro cuadrado a un precio destinado a unos pocos.
En tiempos de una “ciudad para todos”, estaría bueno recordar que hay desaparecidos por acción de la misma aplanadora que erradica los árboles, el silencio de barrio, la arquitectura histórica, la luz y el aire. En esa burbuja está el auténtico prejuicio, la discriminación de una mirada que construye discapacidad social en base a miseria, hipocresía e hipnosis colectiva. Con mensajes publicitarios dirigidos a conciencias satisfechas y a creyentes del culto a lo diverso, esos afiches y consignas son parte del espectáculo grotesco de una ciudad para algunos donde se erigen muros cada vez más altos para protegerse de los verdaderos otros.
* Periodista, docente y escritor. Acaba de publicar Anarquismo trashumante. Crónicas de crotos y linyeras (Ed. Terramar).