"Para nosotros, el 31 de octubre ya terminó el año 2015. El 1 de noviembre ya empezó el año nuevo y llegan todos los espíritus de los difuntos a visitarnos. Aquí la gente pone ofrendas no sólo cerca del fogón, sino en todos los rincones de la casa", explicó a la AFP Manuel Julio Tomiña, médico tradicional Misak.
Estos indígenas, que viven a más de 2.500 metros de altura en el contrafuerte de la cordillera andina, son también conocidos como guambianos, por Guambia, su territorio, que se extiendo más de 5.000 hectáreas en Silvia, en el departamento del Cauca (sudoeste).
"Guambianos es el nombre que nos pusieron los españoles", sonríe este hombre de 52 años con la piel curtida por el sol y el frío. "Los misak somos los hijos del agua. Y los espíritus llegan con el invierno, con los aguaceros, el agua que refresca y purifica."
Su "cosmovisión" o visión del mundo es "una espiral": no tiene fin. Igual que el agua se evapora y cae en forma de lluvia, los muertos ya no están acá, pero tampoco han desaparecido. Sus espíritus regresan hasta el día en que se reencarnan en otra familia.
Sobre el pequeño altar, a luz de las velas, hay una ración por cada difunto a honrar: empanada de carne, plátano frito, chicha --una bebida a base de maíz fermentado--, frutas, patatas, etc.
En la casa anfitriona, donde vive su padre, Anselmo, que a los 76 años no se aleja de la fogata, una azada y otras herramientas ancestrales suenan contra los recipientes de hierro de las ofrendas.
El 2 de noviembre, día de muertos para los católicos, los misak, al ritmo contagioso de tambores y flautas, van a dejar alimentos a la iglesia Nuestra Señora de Chiquinquirá.
"La ceremonia la organizan nuestros hermanos guambianos. Presentan ofrendas en alimentos y productos de la madre tierra. Se une la parte cultural con la parte litúrgica", precisa el padre Imbachi, cura de la parroquia.
"Pero nuestros muertos se van para el 'cansre', este sitio no es ni el cielo, ni el infierno. Se van pero no sabemos dónde. Pero al año nuevo vuelven para su comida porque un año para nosotros es un día para ellos", agrega Floro Tunubala, gobernador de la comunidad, que el 1 de noviembre se jugaba el mandato: el año nuevo es también jornada electoral para estos indígenas.
Por la mañana, van al cementerio a limpiar las tumbas como lo hace Olga Montano, que lava a fondo las de sus abuelos.
"Los difuntos están con nosotros, nos visitan", dice tímidamente, antes de ir, bajo un aguacero, a reunirse con la asamblea de su comunidad, en una de las aldeas que salpican el municipio de Silvia.
Llegados a pie por caminos escarpados o en "chiva", coloridos camiones-autobús, una multitud de mujeres con capas de lana de merino azul, dobladas de rojo o fucsia, y hombres en taparrabos combinados, eligen a su consejo en exacta igualdad: 80 hombres y sus esposas. Las mujeres asumen las tareas más rudas, cultivan la tierra, sacan adelante la casa y tienen también algo que decir en política.
"El 1 de enero, si no me han reelegido, iré a entregar mi bastón de mando al nuevo gobernador", agrega don Floro, con un magnífico bastón de madera esculpido en chonta, una palmera del Pacífico, hasta donde se extendía el territorio original de los misak, que son hoy unos 20.000 en toda Colombia, 14.500 sólo en la comunidad de Silvia.
Si integraron algunas costumbres del exterior -los zapatos, más calientes que sus sandalias de fibra tradicionales, el celular o internet- los misak defienden pacíficamente, pero de forma segura, su cultura. Tienen escuelas bilingües y una universidad.
Rodrigo Tombé, de 35 años, encargado de la educación y la sanidad en el ayuntamiento, subraya: "Tomamos lo bueno del occidental y preservamos lo propio".
Estos indígenas, que viven a más de 2.500 metros de altura en el contrafuerte de la cordillera andina, son también conocidos como guambianos, por Guambia, su territorio, que se extiendo más de 5.000 hectáreas en Silvia, en el departamento del Cauca (sudoeste).
"Guambianos es el nombre que nos pusieron los españoles", sonríe este hombre de 52 años con la piel curtida por el sol y el frío. "Los misak somos los hijos del agua. Y los espíritus llegan con el invierno, con los aguaceros, el agua que refresca y purifica."
Su "cosmovisión" o visión del mundo es "una espiral": no tiene fin. Igual que el agua se evapora y cae en forma de lluvia, los muertos ya no están acá, pero tampoco han desaparecido. Sus espíritus regresan hasta el día en que se reencarnan en otra familia.
Sobre el pequeño altar, a luz de las velas, hay una ración por cada difunto a honrar: empanada de carne, plátano frito, chicha --una bebida a base de maíz fermentado--, frutas, patatas, etc.
En la casa anfitriona, donde vive su padre, Anselmo, que a los 76 años no se aleja de la fogata, una azada y otras herramientas ancestrales suenan contra los recipientes de hierro de las ofrendas.
- Ni cielo ni infierno -
El 2 de noviembre, día de muertos para los católicos, los misak, al ritmo contagioso de tambores y flautas, van a dejar alimentos a la iglesia Nuestra Señora de Chiquinquirá.
"La ceremonia la organizan nuestros hermanos guambianos. Presentan ofrendas en alimentos y productos de la madre tierra. Se une la parte cultural con la parte litúrgica", precisa el padre Imbachi, cura de la parroquia.
"Pero nuestros muertos se van para el 'cansre', este sitio no es ni el cielo, ni el infierno. Se van pero no sabemos dónde. Pero al año nuevo vuelven para su comida porque un año para nosotros es un día para ellos", agrega Floro Tunubala, gobernador de la comunidad, que el 1 de noviembre se jugaba el mandato: el año nuevo es también jornada electoral para estos indígenas.
Por la mañana, van al cementerio a limpiar las tumbas como lo hace Olga Montano, que lava a fondo las de sus abuelos.
"Los difuntos están con nosotros, nos visitan", dice tímidamente, antes de ir, bajo un aguacero, a reunirse con la asamblea de su comunidad, en una de las aldeas que salpican el municipio de Silvia.
Llegados a pie por caminos escarpados o en "chiva", coloridos camiones-autobús, una multitud de mujeres con capas de lana de merino azul, dobladas de rojo o fucsia, y hombres en taparrabos combinados, eligen a su consejo en exacta igualdad: 80 hombres y sus esposas. Las mujeres asumen las tareas más rudas, cultivan la tierra, sacan adelante la casa y tienen también algo que decir en política.
"El 1 de enero, si no me han reelegido, iré a entregar mi bastón de mando al nuevo gobernador", agrega don Floro, con un magnífico bastón de madera esculpido en chonta, una palmera del Pacífico, hasta donde se extendía el territorio original de los misak, que son hoy unos 20.000 en toda Colombia, 14.500 sólo en la comunidad de Silvia.
Si integraron algunas costumbres del exterior -los zapatos, más calientes que sus sandalias de fibra tradicionales, el celular o internet- los misak defienden pacíficamente, pero de forma segura, su cultura. Tienen escuelas bilingües y una universidad.
Rodrigo Tombé, de 35 años, encargado de la educación y la sanidad en el ayuntamiento, subraya: "Tomamos lo bueno del occidental y preservamos lo propio".