La vida se convirtió en un infierno para muchísimos alemanes, cuando buena parte del mundo se felicitaba por el fin de la contienda más atroz jamás librada. La historia de los terribles padecimientos de los grandes perdedores de la guerra ha pasado en buena parte inadvertida no solo porque el castigo y la venganza de los enemigos parecían consecuencia lógica, y hasta justa, de los pecados del III Reich, sino porque los propios alemanes afrontaron a menudo esos sufrimientos con sentimiento de culpa. De todos esos sufrimientos escribe el historiador británico Giles MacDonogh (Londres, 1955) en su impresionante ensayo Después del Reich, crimen y castigo en la posguerra alemana (Galaxia Gutenberg).
Los aliados llegaron acompañados por el odio y las poblaciones sometidas por los nazis se cobraron las cuentas en horrenda moneda de sangre. Los vencidos fueron internados en campos de concentración -a menudo en los propios lager nazis- en condiciones atroces, deportados, sometidos a marchas de la muerte y sevicias sin cuento, a torturas dignas de los peores especialistas de la Gestapo; fueron masacrados, violados, humillados hasta límites inverosímiles. En Praga, por poner solo un ejemplo, hubo una quema de alemanes colgados en fila de las farolas, como antorchas vivientes: la mayoría eran miembros de las SS, pero los checos no eran muy meticulosos al diferenciar los uniformes e insignias y también incineraron vivos a soldados de la Wehrmacht.
La noche del 5 de mayo de 1945 hombres, mujeres y niños alemanes refugiados en una escuela fueron sacados al patio de diez en diez y fusilados; los supervivientes hubieron de desnudar y enterrar los cadáveres, protagonizando escenas que no hubieran desentonado en Babi Yar. En la Könisberg sometida a la ocupación brutal de los rusos la hambruna provocó casos de canibalismo dignos del Leningrado sitiado. El general estadounidense Lucius Clay, de la comisión de Control de los Aliados, reconoció el uso sistemático de torturas a alemanes sospechosos, algunas inspiradas en las que empleaban las SS en Dachau: "Por desgracia, en el ardor de los momentos posteriores a la guerra recurrimos, para obtener pruebas, a medidas que no habríamos utilizado una vez extinguido dicho ardor".
En su pormenorizado y conmovedor viaje a la experiencia alemana de la derrota, MacDonogh combina las estadísticas -más de tres millones de alemanes muertos después de que acabara oficialmente la guerra, 16.500.000 civiles expulsados de sus hogares, 200.000 niños nacidos en 1946 fruto de las violaciones- con entrevistas realizadas a testigos de los hechos.
MacDonogh, un hombre tranquilo con ese extraordinario sentido de la anécdota relevante que tienen los buenos historiadores británicos para amenizar y humanizar sus trabajos, llegó al tema como desarrollo natural de un libro sobre Prusia en el que ya abordó las consecuencias de la derrota de 1945. Su abuelo era un judío austriaco, su familia tuvo que huir del país y pagó tributo de dolor en los campos de exterminio.
Para el historiador, "incluso el castigo legal de los alemanes resultó muy imperfecto e injusto, algo lógico cuando se piensa que en los juicios de Nurenberg uno de los jueces no era ni siquiera jurista sino un general ruso que acusaba a los alemanes de la matanza de Katyn y que los bombardeos aliados de civiles alemanes no fueron siquiera mencionados". Los colectivos alemanes que más sufrieron fueron los del Este, los de los sudetes, los de Yugoslavia... "Si eras un nazi que vivía en Suabia no padecías tanto como un no nazi de Prusia oriental". En cuanto a los prisioneros, "en Yugoslavia los mataron a casi todos, en Polonia y en Rusia los esclavizaron, los franceses se vengaron en ellos y en los campos en EE UU murieron 100.000".
Del peligro de que su libro pueda ser usado para llevar agua al molino de la ultraderecha reconoce que en efecto existe: "Esa es la razón de por qué obras así no gustan en Alemania: parece que relativicen la culpa y alivien la responsabilidad de los alemanes por los actos que cometieron. Pero eso no debe detener al historiador, so pena de ignorar injustificablemente un período de la historia".
Los aliados llegaron acompañados por el odio y las poblaciones sometidas por los nazis se cobraron las cuentas en horrenda moneda de sangre. Los vencidos fueron internados en campos de concentración -a menudo en los propios lager nazis- en condiciones atroces, deportados, sometidos a marchas de la muerte y sevicias sin cuento, a torturas dignas de los peores especialistas de la Gestapo; fueron masacrados, violados, humillados hasta límites inverosímiles. En Praga, por poner solo un ejemplo, hubo una quema de alemanes colgados en fila de las farolas, como antorchas vivientes: la mayoría eran miembros de las SS, pero los checos no eran muy meticulosos al diferenciar los uniformes e insignias y también incineraron vivos a soldados de la Wehrmacht.
La noche del 5 de mayo de 1945 hombres, mujeres y niños alemanes refugiados en una escuela fueron sacados al patio de diez en diez y fusilados; los supervivientes hubieron de desnudar y enterrar los cadáveres, protagonizando escenas que no hubieran desentonado en Babi Yar. En la Könisberg sometida a la ocupación brutal de los rusos la hambruna provocó casos de canibalismo dignos del Leningrado sitiado. El general estadounidense Lucius Clay, de la comisión de Control de los Aliados, reconoció el uso sistemático de torturas a alemanes sospechosos, algunas inspiradas en las que empleaban las SS en Dachau: "Por desgracia, en el ardor de los momentos posteriores a la guerra recurrimos, para obtener pruebas, a medidas que no habríamos utilizado una vez extinguido dicho ardor".
En su pormenorizado y conmovedor viaje a la experiencia alemana de la derrota, MacDonogh combina las estadísticas -más de tres millones de alemanes muertos después de que acabara oficialmente la guerra, 16.500.000 civiles expulsados de sus hogares, 200.000 niños nacidos en 1946 fruto de las violaciones- con entrevistas realizadas a testigos de los hechos.
MacDonogh, un hombre tranquilo con ese extraordinario sentido de la anécdota relevante que tienen los buenos historiadores británicos para amenizar y humanizar sus trabajos, llegó al tema como desarrollo natural de un libro sobre Prusia en el que ya abordó las consecuencias de la derrota de 1945. Su abuelo era un judío austriaco, su familia tuvo que huir del país y pagó tributo de dolor en los campos de exterminio.
Para el historiador, "incluso el castigo legal de los alemanes resultó muy imperfecto e injusto, algo lógico cuando se piensa que en los juicios de Nurenberg uno de los jueces no era ni siquiera jurista sino un general ruso que acusaba a los alemanes de la matanza de Katyn y que los bombardeos aliados de civiles alemanes no fueron siquiera mencionados". Los colectivos alemanes que más sufrieron fueron los del Este, los de los sudetes, los de Yugoslavia... "Si eras un nazi que vivía en Suabia no padecías tanto como un no nazi de Prusia oriental". En cuanto a los prisioneros, "en Yugoslavia los mataron a casi todos, en Polonia y en Rusia los esclavizaron, los franceses se vengaron en ellos y en los campos en EE UU murieron 100.000".
Del peligro de que su libro pueda ser usado para llevar agua al molino de la ultraderecha reconoce que en efecto existe: "Esa es la razón de por qué obras así no gustan en Alemania: parece que relativicen la culpa y alivien la responsabilidad de los alemanes por los actos que cometieron. Pero eso no debe detener al historiador, so pena de ignorar injustificablemente un período de la historia".