En este pequeño país, tantas veces tratado de inefable, surrealista, sorprendente, un grupo de profesores y estudiantes de la universidad armenia de Haigazian, con su grácil edificio de galerías de la calle Hamra, tuvieron la idea en 1960 de comenzar sus trabajos científicos para el conocimiento y la conquista del espacio en una experimentación desprovista de carácter militar. Con ilusión en un restringido ámbito privado estudiantil, fabricaron sus cohetes que bautizaron con los nombres de Cedros -el mítico árbol del Líbano, casi extinguido- de siete metros de longitud y de una tonelada de peso, pintados con los colores de la bandera nacional.
Después de sus ensayos buscaron emplazamientos en los alrededores de Beirut, para lanzarlos cada vez a distancias más lejanas. Fue el profesor Manoug Manugian quien dirigió el proyecto. En la década de los sesenta Beirut era la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental. Samir Kassir escribió que ¨era una capital de lujo y voluptuosidad que exhibía un rostro de prosperidad aunque fuese engañosa¨.
Alrededor de Manugian prosperó aquel sueño encendido. Ahora sería imposible en el catastrófico Oriente Medio permitir que un puñado de universitarios de un débil país árabe como El Líbano emprendieran la conquista del espacio. Aquella exploración, aquel desafío, duró pocos años. Después de que uno de sus cohetes estallase cerca de Chipre, alarmando a su gobierno que aludió a un supuesto ataque, el ejército libanés tomó cartas en el asunto, y sin prohibir los pacíficos ensayos, envió a sus oficiales a participar con los estudiantes en la ejecución de su programa.
El proyecto se convirtió en prioridad nacional y se estamparon sellos con la silueta de los cohetes. Su éxito comenzó a preocupar a los poderes internacionales, ya enzarzados en su forcejeo por el dominio del espacio. Agentes de los servicios de espionaje tantearon al profesor Manugian que, de golpe, decidió abandonar Beirut para zafarse de aquellas intrigas, estableciéndose como profesor de matemáticas en la universidad estadounidense de Tampa, donde sigue viviendo. En 1966 el presidente Fuad Shahab dio por concluida esta frágil aventura, un año antes de la traumática derrota de los árabes en su guerra con Israel del 1967, que anuló sus esperanzas, les postró en la amargura. Ocho fueron los ‘cedros’ disparados en los cielos del Oriente Medio.
Los autores del documental no hubiesen podido producirlo sin la ayuda de Manugian que puso en sus manos todo el material cinematográfico, periodístico, que guardaba a buen recaudo en su universidad. Se dedicaron apasionadamente a su investigación, desentrañando el misterio del silencio, salvando la perdida de la memoria histórica. Las últimas imágenes de la película son un canto a un futuro de prosperidad, de desarrollo moderno, que acaso se hubiese cumplido en este país si no hubiera abortado aquella genuina empresa espacial. Fue un sueño colectivo, una iniciativa privada, una efímera ilusión. Recabaron todos los permisos para reconstruir el cohete Cedro. Atravesando la ciudad, lo transportaron, en un gran camión, entre las atónitas miradas de los transeúntes, hasta el barrio de Hamra. Viajero si algún día vienes a Beirut distinguirás la cabeza de un blanco cohete, réplica de los que entonces fueron fabricados, que despunta en el jardín de la universidad Haigazian. Es el monumento a aquella proeza libanesa.
Tomas Alcoverro
Después de sus ensayos buscaron emplazamientos en los alrededores de Beirut, para lanzarlos cada vez a distancias más lejanas. Fue el profesor Manoug Manugian quien dirigió el proyecto. En la década de los sesenta Beirut era la ciudad alegre y confiada del Mediterráneo oriental. Samir Kassir escribió que ¨era una capital de lujo y voluptuosidad que exhibía un rostro de prosperidad aunque fuese engañosa¨.
Alrededor de Manugian prosperó aquel sueño encendido. Ahora sería imposible en el catastrófico Oriente Medio permitir que un puñado de universitarios de un débil país árabe como El Líbano emprendieran la conquista del espacio. Aquella exploración, aquel desafío, duró pocos años. Después de que uno de sus cohetes estallase cerca de Chipre, alarmando a su gobierno que aludió a un supuesto ataque, el ejército libanés tomó cartas en el asunto, y sin prohibir los pacíficos ensayos, envió a sus oficiales a participar con los estudiantes en la ejecución de su programa.
El proyecto se convirtió en prioridad nacional y se estamparon sellos con la silueta de los cohetes. Su éxito comenzó a preocupar a los poderes internacionales, ya enzarzados en su forcejeo por el dominio del espacio. Agentes de los servicios de espionaje tantearon al profesor Manugian que, de golpe, decidió abandonar Beirut para zafarse de aquellas intrigas, estableciéndose como profesor de matemáticas en la universidad estadounidense de Tampa, donde sigue viviendo. En 1966 el presidente Fuad Shahab dio por concluida esta frágil aventura, un año antes de la traumática derrota de los árabes en su guerra con Israel del 1967, que anuló sus esperanzas, les postró en la amargura. Ocho fueron los ‘cedros’ disparados en los cielos del Oriente Medio.
Los autores del documental no hubiesen podido producirlo sin la ayuda de Manugian que puso en sus manos todo el material cinematográfico, periodístico, que guardaba a buen recaudo en su universidad. Se dedicaron apasionadamente a su investigación, desentrañando el misterio del silencio, salvando la perdida de la memoria histórica. Las últimas imágenes de la película son un canto a un futuro de prosperidad, de desarrollo moderno, que acaso se hubiese cumplido en este país si no hubiera abortado aquella genuina empresa espacial. Fue un sueño colectivo, una iniciativa privada, una efímera ilusión. Recabaron todos los permisos para reconstruir el cohete Cedro. Atravesando la ciudad, lo transportaron, en un gran camión, entre las atónitas miradas de los transeúntes, hasta el barrio de Hamra. Viajero si algún día vienes a Beirut distinguirás la cabeza de un blanco cohete, réplica de los que entonces fueron fabricados, que despunta en el jardín de la universidad Haigazian. Es el monumento a aquella proeza libanesa.
Tomas Alcoverro