Un policía observa una marcha indígena en Toribio, Colombia.
"Las demás personas se preparan, por ejemplo, para enfrentar un sismo o una avalancha. Aquí nos preparamos para enfrentar un posible hostigamiento", explica Giovanni Muñoz, profesor de la escuela, justo antes de empezar con los pequeños un juego muy particular.
"En caso de bombardeo, nos hacemos como los topos debajo de los pupitres", explica a los niños que rápidamente buscan su lugar. "Y si hay disparos, hay que velozmente cruzar el corredor como patos", les dice el profesor.
El municipio indígena de Toribío, de unos 30.000 habitantes, se encuentra al pie de la montaña, en la zona norte del departamento de Cauca, uno de los que todavía forma parte de la lista roja de seguridad, donde las comunistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) llevan 47 años de lucha armada.
Ante el mayor poderío de las fuerzas militares, las FARC se han refugiado en la selva y en este macizo andino, que actúa como corredor a través del cual los guerrilleros pueden desplazarse fácilmente hacia las planicies del oeste, del centro y del este de Colombia, y hasta Bogotá.
A menudo, las FARC enfrentan a las fuerzas militares con ataques relámpago o con la colocación de minas antipersona que estallan a su paso.
Según el alcalde de Toribío, Carlos Banguero, en esa localidad hubo 76 ataques en 2008, 45 en 2009 y ocho en 2010. Pero la violencia ha vuelto a aumentar este 2011.
El pasado 9 de julio, un autobús cargado con explosivos estalló en el centro del pueblo, dejando cinco personas muertas y cientos de heridos. Desde entonces, ha habido cuatro enfrentamientos entre guerrilleros y militares o policías.
La escuela primaria, que recibe a 600 alumnos, está a un costado de la estación de policía, un verdadero búnker al que los guerrilleros apuntan desde las colinas, a veces en pleno día. En tiempos de calma, los profesores recogen los casquillos de las balas intercambiadas entre los dos bandos.
Cuando cesa el fuego, intentan tranquilizar a los niños. "Después del tiroteo no prestan atención sino solamente para comentar lo que sucedió. Los ponemos a dibujar para que se expresen y hagan sus comentarios", explica la directora de la escuela, María Helena Santacruz.
La docente muestra un dibujo de Víctor Hugo Gomilla, de 10 años, cuya casa quedó destruida en el último ataque, en el que además su padre perdió un brazo. Sobre ese drama, el pequeño sólo logra farfullar algunas palabras: "Se dañaron nuestras casas, se dañó todo, hubo muchos muertos", murmura sin levantar la mirada.
La directora explica que a veces viene a la escuela el "Tehuala", un curandero indígena que trata de quitarles el miedo. Pero pese a sus esfuerzos, el absentismo escolar es alto.
Además, ya en la educación secundaria, algunos alumnos se unen a los grupos armados, bien sea la guerrilla o las nuevas bandas de ex paramilitares. Santacruz dice conocer al menos siete casos de adolescentes de entre 14 y 15 años que han sido reclutados de ese modo. A los que logran regresar les pide que escriban su testimonio, para disuadir a los demás.
En uno de esos ejercicios, una jovencita escribió "que le pasaron cosas feas, que vio su casa en la lejanía y que lloró de no poder volver", cuenta la directora.
El 10 de agosto, la escuela de Toribío cerró sus puertas debido a lo intenso de los combates y desde entonces no ha podido reabrir. La directora ha pedido que se les conceda otra sede, más alejada de los enfrentamientos armados, pero la ayuda no llega.
Según un estudio de la fundación Tierra de Paz, en Toribío hay 4.600 niños que cursan la escuela primaria, pero sólo 809 asisten a la educación secundaria y muy pocos pueden imaginar realizar estudios superiores, debido a sus carencias económicas.
"Los militares no nos van a resolver nada. Se necesita inversión social, fuentes de empleo, saneamiento, vivienda. Muchos muchachos del municipio que estudiaron juntos acaban en las filas del Ejército o de la guerrilla porque no hay trabajo. Es muy complicado", se lamenta el alcalde Banguero.
"En caso de bombardeo, nos hacemos como los topos debajo de los pupitres", explica a los niños que rápidamente buscan su lugar. "Y si hay disparos, hay que velozmente cruzar el corredor como patos", les dice el profesor.
El municipio indígena de Toribío, de unos 30.000 habitantes, se encuentra al pie de la montaña, en la zona norte del departamento de Cauca, uno de los que todavía forma parte de la lista roja de seguridad, donde las comunistas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) llevan 47 años de lucha armada.
Ante el mayor poderío de las fuerzas militares, las FARC se han refugiado en la selva y en este macizo andino, que actúa como corredor a través del cual los guerrilleros pueden desplazarse fácilmente hacia las planicies del oeste, del centro y del este de Colombia, y hasta Bogotá.
A menudo, las FARC enfrentan a las fuerzas militares con ataques relámpago o con la colocación de minas antipersona que estallan a su paso.
Según el alcalde de Toribío, Carlos Banguero, en esa localidad hubo 76 ataques en 2008, 45 en 2009 y ocho en 2010. Pero la violencia ha vuelto a aumentar este 2011.
El pasado 9 de julio, un autobús cargado con explosivos estalló en el centro del pueblo, dejando cinco personas muertas y cientos de heridos. Desde entonces, ha habido cuatro enfrentamientos entre guerrilleros y militares o policías.
La escuela primaria, que recibe a 600 alumnos, está a un costado de la estación de policía, un verdadero búnker al que los guerrilleros apuntan desde las colinas, a veces en pleno día. En tiempos de calma, los profesores recogen los casquillos de las balas intercambiadas entre los dos bandos.
Cuando cesa el fuego, intentan tranquilizar a los niños. "Después del tiroteo no prestan atención sino solamente para comentar lo que sucedió. Los ponemos a dibujar para que se expresen y hagan sus comentarios", explica la directora de la escuela, María Helena Santacruz.
La docente muestra un dibujo de Víctor Hugo Gomilla, de 10 años, cuya casa quedó destruida en el último ataque, en el que además su padre perdió un brazo. Sobre ese drama, el pequeño sólo logra farfullar algunas palabras: "Se dañaron nuestras casas, se dañó todo, hubo muchos muertos", murmura sin levantar la mirada.
La directora explica que a veces viene a la escuela el "Tehuala", un curandero indígena que trata de quitarles el miedo. Pero pese a sus esfuerzos, el absentismo escolar es alto.
Además, ya en la educación secundaria, algunos alumnos se unen a los grupos armados, bien sea la guerrilla o las nuevas bandas de ex paramilitares. Santacruz dice conocer al menos siete casos de adolescentes de entre 14 y 15 años que han sido reclutados de ese modo. A los que logran regresar les pide que escriban su testimonio, para disuadir a los demás.
En uno de esos ejercicios, una jovencita escribió "que le pasaron cosas feas, que vio su casa en la lejanía y que lloró de no poder volver", cuenta la directora.
El 10 de agosto, la escuela de Toribío cerró sus puertas debido a lo intenso de los combates y desde entonces no ha podido reabrir. La directora ha pedido que se les conceda otra sede, más alejada de los enfrentamientos armados, pero la ayuda no llega.
Según un estudio de la fundación Tierra de Paz, en Toribío hay 4.600 niños que cursan la escuela primaria, pero sólo 809 asisten a la educación secundaria y muy pocos pueden imaginar realizar estudios superiores, debido a sus carencias económicas.
"Los militares no nos van a resolver nada. Se necesita inversión social, fuentes de empleo, saneamiento, vivienda. Muchos muchachos del municipio que estudiaron juntos acaban en las filas del Ejército o de la guerrilla porque no hay trabajo. Es muy complicado", se lamenta el alcalde Banguero.